BEAUVOIR, Simone DE
El segundo sexo
En “Obras Completas”, vol. 2, Aguilar, Madrid 1981, 870 pp.
(t. o.: Le deuxième sex,
1949).
I. LA AUTORA
La autora nació en París en 1908, en el seno
de una familia burguesa, de la que heredó una doble inquietud: un gran amor por
el saber, proveniente de su padre —muy culto, aunque arreligioso—, y —a través de
su madre y del colegio— una educación religiosa, que presentaba la fe como una
evasión de este mundo, junto con una piedad privada de alimento intelectual. La
disociación entre esos dos mundos le hizo considerar la vida intelectual y la
vida espiritual como dos dominios radicalmente heterogéneos, entre los que no
había interferencia, y a concebir que la santidad era de otro mundo diferente
al de la inteligencia.
Antes de los 20 años se produjo la ruptura
interior, que le llevó a prescindir de Dios. Tenía grandes dotes para el
estudio. Cursó filosofía en la Sorbona. En esa época —entre las dos guerras y
en el ambiente burgués en el que vivía—, hacer estudios universitarios era,
para una mujer, hacerse culpable de una doble apostasía: la de su clase social —según
la cual la mujer tenía el deber de cultivarse
moderadamente, para ser ornato de la vida de sociedad— y la de la religión,
pues en aquellos momentos, un Centro del Estado era considerado como un bastión
del laicismo.
En la universidad conoció a J.P. Sartre con
quien intentó compartir su vida con total transparencia y liberalidad. Una
liberalidad ciertamente a su estilo, que lo permitía todo a condición de que
todo fuera dicho. No quiso contraer matrimonio con Sartre, pues en su opinión
era la tumba del amor.
En 1931 comenzó su actividad docente en un
liceo de Marsella. En 1938 volvió a París y obtuvo una cátedra en La Sorbona.
Junto a Sartre descubrió su vocación para la literatura. Rechazó la maternidad
para llegar a ser una escritora y por eso dejó también la cátedra. La filosofía
de Sartre fue como el núcleo de su pensamiento, y en sus escritos se dedicó a
divulgarla.
II. LA OBRA
El Segundo sexo es un largo ensayo publicado en 1949.
Refiere en la introducción que durante mucho tiempo dudó en escribir un libro
sobre la mujer, porque el tema le parecía irritante. No se consideraba
feminista, pues en su opinión era un movimiento equivocado en su raíz. En sus
memorias afirma que personalmente nunca le pesó ser mujer, más bien, esto le
supuso grandes satisfacciones, pues los varones fueron para ella siempre
camaradas y no adversarios. Lejos de envidiarlos, su posición le parecía
privilegiada. Presumía de unir un corazón de mujer y una cabeza de hombre y se
encontraba única (Memorias, pág. 413). Sabía
también que pocas mujeres estaban en sus condiciones.
Detestaba la idea tradicional de feminidad.
Le molestaba la pasividad y la dependencia a la que veía sometida a la mujer.
Era como una espina que tenía clavada y no podía ocultarlo. En 1945 había
escrito sobre ello en una obra de teatro: Las bocas inútiles y más
adelante volvería sobre el tema en la novela La mujer rota. Rechazaba a la mujeres que adoptaban una actitud "femenina",
de pasividad. Ella intentaba comportarse de otro modo, activo, el único que consideraba
digno, aunque sea considerado como "masculino".
En cuanto al contenido, El Segundo sexo
está dividido en dos libros:
Libro primero: consta de una introducción y cuatro partes:
1. Destino, en la que analiza si los
datos de la biología, de la psicología o del materialismo histórico, determinan
de un modo necesario a la mujer privándola de la libertad.
2. Historia, recorre diversas etapas
de la historia para referir la situación de la mujer a lo largo de los siglos.
3. Mitos, examina los diferentes mitos,
que halagando a la mujer, sin embargo, la esclavizan.
4. Formación, pormenoriza el modo en
el que se lleva a cabo la alienación de la mujer, inculcándole culturalmente la
conciencia de su condición subordinada con respecto al varón.
Libro segundo: Tiene tres partes y la conclusión:
1. Situación: relata minuciosamente
las diversas formas en las que la mujer se encuentra en la sociedad: la mujer
casada, la madre, la vida en sociedad, las prostitutas, de la madurez a la
vejez, terminando con una descripción del carácter femenino y de los defectos
de los que muchas veces adolece.
2. Justificaciones: describe algunos
modos de evasión con los que las mujeres combaten su situación. Habla de la
narcisista, la enamorada y la mística.
3. Hacia la liberación: describe el
modelo de mujer independiente, que ella misma trata de encarnar.
El estilo propio de Simone de Beauvoir es la
crudeza en las descripciones. En todos sus escritos hace gala de una sinceridad
notable, pero a la vez encuentra una morbosa complacencia en poner de
manifiesto los bajos fondos de la vida humana.
III. VALORACIÓN
La valoración de este ensayo es preciso
enmarcarla en un contexto amplio. Beauvoir consideró que era necesario crear un
clima de opinión pública para que la condición subordinada de la mujer
cambiara. Desde su perspectiva, el problema de la mujer se reducía a uno: no
estaba considerada como un ser humano igual que el varón, sino que estaba
relegada a un segundo plano, tenida como un objeto, como una cosa, apreciada
casi exclusivamente por la dimensión sexual. Reducida en este ámbito era
considerada como un ser relativo. Resignada a limitarse a una sola de sus
funciones, esposa y madre, en muchos casos, con el paso de los años la mujer
advierte que ha sido víctima de una ilusión. Dependiendo económica y
socialmente de su marido, sin otra capacitación para valerse por sí misma,
cuando sus hijos ya no la necesitan directamente, le sobra tiempo y se ve
condenada a la pasividad, a la ociosidad o a falsas evasiones. Los defectos que
se reprochan a las mujeres, la mayor parte de las veces, no hacen mas que
expresar su situación, pues están provocados por la pasividad forzada, la
dependencia, la falta de horizontes y el aislamiento en el que muchas veces se
encuentran.
Siguiendo a Lobato[1], hay
que reconocer a Simone de Beauvoir el mérito de defender una gran causa con
originalidad y amplitud. El segundo sexo es una obra de carácter
enciclopédico, abordada desde la perspectiva de una mujer, como hasta entonces
nadie había escrito, con el que pretende lograr que se considere y trate a la
mujer como lo que es: un ser humano, con su dignidad, su libertad y su
responsabilidad, con capacidad activa y con recursos para tener una autonomía
personal. Esto es una verdad elemental, pero que ha sido olvidada en muchos
ambientes.
Su obra tiene valor por haber tocado fondo.
Lo humano merece toda defensa. Sus escritos han contribuido a que el problema
de la mujer se plantee en términos de humanismo, pues su protesta por lo que
ella denomina la inesencialidad de la mujer, y por su reducción al campo
de lo sexual, a hembra de la especie humana, —opinión fomentada por el
psicoanálisis freudiano—, no puede menos de encontrar asentimiento. Para Simone
de Beauvoir el problema de la mujer tiene un carácter humano, es un problema de
alienación y de olvido del ser que le corresponde. Lo que se cuestiona es, por
tanto, el ser humano, y la solución hay que situarla en este terreno.
La relación de la mujer con el varón oscila
entre la igualdad fundamental y las diferencias, pero sin que éstas desdibujen
la igualdad. Como afirma al finalizar su ensayo:
“En el seno del mundo dado es donde le
corresponde al hombre hacer triunfar el reino de la libertad. Para conseguir
esta suprema victoria es necesario, entre otras cosas, que más allá de sus
diferencias naturales, varones y mujeres afirmen sin equívoco su fraternidad”
(p. 871).
El segundo sexo no está exento de aciertos. Es un libro notable por su sinceridad y por
el vigor de algunas de sus tesis. Su mérito más importante ya se ha señalado:
su auténtico deseo de humanización y de enriquecimiento de la condición
femenina. Además, siguiendo a Charles Moeller[2], se
pueden subrayar otras cuatro tesis importantes:
a) Es cierto que ni la biología, ni la
psicología, ni el materialismo histórico, definen el destino de la mujer
determinándola a ser inferior al varón y conduciéndola irrevocablemente a la
situación a la que se ve relegada en muchos casos. La vida de cada persona no
es fácil, requiere asumir los condicionamientos naturales y superar otros
obstáculos. Si en la mujer la libertad —en algunos aspectos—, es una libertad
más difícil, no es una libertad menor. Por tanto, al igual que el varón, es un
ser humano de la misma categoría.
b) Promueve el papel de las mujeres en la
sociedad. Propone que se les considere como a seres humanos (p. 850), que
reciban una formación profesional (p. 839), con otro tipo de intereses y de
posibilidades para ganarse la vida, que no sea exclusivamente el contraer
matrimonio —como si fuera ésta su "única carrera" y la exclusiva
justificación de su existencia (p. 442)—, que se les den responsabilidades (p.
867), que tengan autonomía económica (p. 809). Esto
permitirá que puedan desarrollar sus capacidades. No duda en afirmar:
“Lo que si es seguro es que, hasta ahora, las
posibilidades de la mujer se han ahogado y perdido para la Humanidad y que hora
es ya, en su interés y en el de todos, que se le deje aprovechar, por fin,
todas sus oportunidades” (p. 851).
En efecto, es importante redescubrir que ya
al principio de la Creación, varón y mujer reciben una tarea común que
realizar: tanto la familia como la cultura son misión de ambos (cfr. Gen 1, 31).
c) Defiende que el amor entre varón y mujer se
base en una verdadera reciprocidad, en la modestia y la generosidad, donde las
ideas de victoria y derrota queden abolidas. Esto supone que el varón considere
a la mujer como su semejante (p. 817), y se traten con mutuo respeto. En
palabras suyas:
“En los dos sexos se desarrolla el mismo
drama de la carne y el espíritu, de la finitud y la trascendencia; a ambos les
roe el tiempo, los acecha la muerte; ambos tienen la misma necesidad esencial
uno del otro; y pueden extraer de su libertad la misma gloria; si supiesen
saborearla, no sentirían la tentación de disputarse falaces privilegios; y
entonces podría nacer la fraternidad entre ellos” (p. 867).
d) Reacciona contra la marea afrodisíaca que
invade la sociedad defendiendo que la sexualidad pase al lugar que le
corresponde, sin que sea considerada ni como un fin absoluto, ni como simple
medio. Restablece en este ámbito los valores de la generosidad eliminando la
lucha entre los sexos. En este sentido dice:
“Las palabras recibir y dar intercambian su sentido; el gozo es
gratitud, el placer, ternura (...). Es tanto más conmovedor por cuanto los dos
seres que niegan y afirman apasionadamente sus límites, son semejantes y, sin
embargo, diferentes. Esta diferencia que no pocas veces los aísla, llega a ser,
cuando se unen, la fuente de su maravilla” (p. 411).
IV. CRÍTICA
Una vez considerados sus méritos es preciso
abordar sus deficiencias. El ideal de liberación y fraternidad en el mutuo
respeto y generosidad, de dos seres que a la vez son semejantes y diferentes,
Simone de Beauvoir lo pone en peligro, es más, lo falsea de fondo, por su
concepción antropológica, que no se apoya en los hechos o en las situaciones
sino en una filosofía. Se podrían destacar cuatro puntos:
1. Concepto de libertad: como es
sabido, para la filosofía existencialista el humanismo es radical, o
mejor dicho, ateo: afirmar al hombre supone negar a Dios. Se niega la
naturaleza humana precisamente porque no hay Dios que la haya hecho. El ser
humano se reduce a existencia y ésta a libertad. Pone la libertad como único
fundamento humano. El ser humano no sólo tiene libertad, es libertad, y
solamente libertad. Esta radicalidad hace que el hombre se quede en el vacío,
sin vínculo con Dios ni a su mismo nivel: Dios muere para que el hombre sea
libre y la naturaleza se retira para que reine la libertad. Pero si todo se
funda en la libertad desnuda, ésta queda suspendida en el aire. El hombre
desligado de Dios cae en el sinsentido, en la desesperación, porque no tiene
una meta a donde ir. Si el ser humano es solamente libertad que se convierte en
fin de sí misma, se queda sin norte ni guía, sin esencia o naturaleza que
llevar a su plenitud, sin verdad. Y cuando no es la verdad la que libera, la
interioridad del ser humano se cierra y se proyecta en la
"facticidad" histórica, haciéndose esencialmente inauténtico.
En efecto, se puede decir que el hombre es
libertad, pero junto a la libertad es preciso admitir otro co-principio
metafísico del ser humano, que entre en composición con ella. El ser humano es
libertad y tiene también una naturaleza, que ha de desarrollar. La esencia es
tarea de la libertad, y a la vez dispone de ella, por eso es capaz de dar y de
darse.
Esta libertad como principio único y absoluto
elimina toda ética, toda moral, todo deber ser, todo ideal. En su planteamiento
es lícita cualquier cosa. La única condición que pone en sus relaciones con
Sartre, por ejemplo, es la absoluta franqueza: todo está permitido a condición
de que todo sea dicho. En consecuencia se llega al absurdo. Todo ideal es
implanteable, porque sólo existe la pura facticidad, en la que todo es posible.
2. Negación de la esencia: Si sólo hay
libertad, si la libertad es la esencia del ser humano, no se puede saber cuál
es la diferencia que hay entre varón y mujer: la igualdad —innegable— ahoga completamente
la diferencia. Por tanto, no se puede llevar adelante el programa que propone
de la fraternidad de dos seres semejantes y diferentes. Al final del libro no
se puede contestar a la pregunta formulada al comienzo del mismo: ¿qué es una
mujer? Sencillamente porque rechaza que exista algo permanente e inmutable que
deba encarnar cada mujer que no renuncie a serlo. En palabras suyas “no se nace
mujer, se llega a serlo” (p. 247), pero ese "hacerse histórico" no
tiene una raíz en la esencia, ni tiene tampoco arquetipo ni modelo.
Esto, de hecho, lleva a una aporía: Beauvoir
se yergue contra la facticidad histórica de la existencia femenina, pero ella
misma convierte esa facticidad en imagen de la mujer, al negar otra esencia que
la que se realiza en la historia. No quiere ver en la mujer el misterio que
celebran los poetas, rehusa todo tipo de simbolismo. Reducido a pura existencia
el ser humano no es absolutamente nada más que lo que hace. Es difícil,
entonces, determinar qué es la feminidad. Por eso su ideal de liberación de la
mujer abocará irremediablemente a la imitación del varón. Si éste encarna la
actividad y la mujer la pasividad, el único modo de salir de la pasividad será
imitar el modo de trabajar y de ejercitar la libertad por parte del varón.
3. Trascendencia e inmanencia. Su
concepción de la trascendencia y de la inmanencia es rígidamente unívoca. Por
una parte, la trascendencia está confinada en los límites infranqueables de
este mundo, cerrada al proyecto divino, se enmarca únicamente en los proyectos
humanos de la libertad. Pero además la ve siempre bajo el signo de la acción
exterior, enfrentada con las cosas para transformarlas. De ahí que todo tipo de
inmanencia le parezca sospechosa. Fiel a las tesis
sartrianas, rechaza toda clase de intimidad. La inmanencia es siempre la caída
de la libertad en el objeto, en el mito, en un pseudo-valor moral, en un
conformismo con lo dado.
Como únicamente reconoce un tipo de
actividad, —la que se manifiesta en la transformación externa de las cosas—, que
es más propia de los varones, no descubre —a pesar de recogerlo en sus mejores
páginas—, en qué consiste la verdadera feminidad.
En el ser humano hay también una actividad
interior, que implica una forma superior de actividad: como, por ejemplo, la
contemplación artística o la amorosa. La presencia mutua de los enamorados en
el silencio no es pasividad —mas que aparentemente— sino amar y saberse amados.
En este ámbito se sitúa la sensibilidad hacia lo humano, por lo que cada
persona tiene de único e irrepetible, que es una de las principales
aportaciones de la feminidad.
Ella vislumbra que si no hay una relación de
dominio entre varón y mujer, en la que ésta sea tratada como un objeto por el
varón (único sujeto), se puede dar una relación entre dos sujetos (personas),
que además de semejantes son diferentes. Intuye que las relaciones entre ellos
no tienen por qué ser necesariamente opacas, sino de sujeto a sujeto, de
persona a persona. Es entonces cuando se supera la relación
actividad-pasividad, y a la acción de dar corresponde la acción simultánea de
aceptar, de acoger, de recibir, que es otro modo de dar.
Esto hubiera podido ser el inicio de una
caracterización positiva de la feminidad frente a la masculinidad. Sin embargo,
esta intuición se frustra por sus principios filosóficos, que impiden conocer
junto a la semejanza, la diferencia entre ambos. En su opinión, cuanto más se
afirmen las mujeres como seres humanos, más morirá en ellas la feminidad. Por
tanto, no reconoce una aportación original de la feminidad a toda la humanidad
y esto compromete la complementariedad entre los sexos.
Si bien la complementariedad
feminidad-masculinidad está sin focalizar bien y posiblemente incida en el
plano de lo personal, hay que decir, que no se da solamente entre varón y
mujer, sino en el interior de cada sexo. Teniendo en cuenta que varón y mujer
tienen la misma esencia o naturaleza, hay determinadas inclinaciones y
cualidades —que son humanas y por tanto las ha de vivir toda persona, sea varón
o mujer— para las que la mujer está en principio más dotada, y otras para cuyo
desarrollo está mejor dotado el varón.
Beauvoir se defiende ante el posible ataque
de que su concepción aboque necesariamente en la uniformidad. Afirma, por
ejemplo:
“No veo que la libertad haya creado nunca
uniformidad. En primer lugar, siempre habrá entre el varón y la mujer ciertas
diferencias; al tener una figura singular, su erotismo, y por tanto su mundo
sexual, no podrían dejar de engendrar en la mujer una sensibilidad singulares: sus relaciones con su
propio cuerpo, con el cuerpo masculino, con el hijo, no serán jamás idénticas a
las que el varón sostiene con su propio cuerpo, con el cuerpo femenino y con el
hijo; los que tanto hablan de "igualdad en la
diferencia" darían muestras de mala voluntad si no me concedieran que
pueden existir "diferencias en la igualdad"” (p. 869).
Es certera al captar que las diferencias no
deben lesionar la igualdad, pero como se puede apreciar, apenas acierta a
determinar otras diferencias más allá de las biológicas y corporales.
4. Prejuicios antirreligiosos. Llama
la atención la profunda miopía de Beauvoir para todo lo sobrenatural. Junto a
mitos alienantes coloca y rechaza verdades sublimes, que deforma con sus
prejuicios. Así resulta cuando habla de la Virgen Madre de Dios, a quien
considera una mujer esclavizada voluntariamente, a quien culpa de haber
consagrado la condición subordinada de la mujer en el universo cristiano.
“Por primera vez en la historia de la
Humanidad — afirma—, la madre se arrodilla delante de su hijo; reconoce
libremente su inferioridad. He aquí la suprema victoria masculina, que se
consuma en el culto a María: es ésta la rehabilitación de la mujer mediante la
realización de su derrota” (p. 209).
Aunque no le queda más remedio que reconocer
que el Cristianismo fomentó la igualdad entre varón y mujer, esto no deja de
parecerle paradójico (p. 207). También tiene que
admitir que algunas de las mujeres con personalidad más destacada y que han
realizado las tareas que a sus ojos parecen más encomiables, han sido
cristianas. Refiriéndose a Santa Teresa afirma:
“Vivió como mujer una experiencia cuyo
sentido rebasa toda especificación sexual... Constituyó una radiante excepción”
(p. 800). O “Fuera de Santa Teresa, apenas hay quien
haya vivido por su cuenta, en un total abandono, la condición humana” (p. 849).
Sus prejuicios contra el Cristianismo le
llevan a juzgar con anacronismo ciertas épocas históricas, y a achacar a su
influencia toda una legislación y unas costumbres, que tienen su fuente en otra
inspiración. Se advierte que no conoce bien la historia de la época medieval,
en la que los principios cristianos influyeron poderosamente en la organización
social. Régine Pernoud[3] ha
puesto de manifiesto que la mujer del s. VII al s. XV, tenía capacidad jurídica
y protegidos sus derechos económicos. En esos tiempos las mujeres vendían,
compraban, hacían contratos, administraban sus propiedades o hacían testamento,
con una libertad que perdieron sus colegas en el s. XVI, y más en los siglos
XVII, XVIII y XIX. Esto se debió a que en el Renacimiento la tradición jurídica
grecorromana volvió a pesar en los modos de organización social, y los
principios cristianos perdieron influencia. Fue entonces cuando la mujer casada
pasó a ser jurídicamente incapaz, y su opinión no era tenida en consideración
independientemente de la de su marido. Beauvoir no se da cuenta de que la
situación de la mujer que ella describe, no se debe a que las instituciones
tengan inspiración cristiana, sino precisamente al peso de las raíces paganas
que fomentó la modernidad.
V. VALORACIÓN FINAL
Las deficiencias de la obra de Beauvoir se
deben a sus recelos frente a la religión y a su concepción antropológica de
carácter existencialista. Esto tiene importantes consecuencias:
a) Al no haber esencia humana sus propuestas
atacan a la familia, sobre todo al matrimonio, al que combate con furor. Afirma
que el matrimonio mutila a la mujer, pues en tanto que esposa no es un ser
humano completo (pág. 513), y la destina a la repetición y a la rutina de los
quehaceres domésticos. Además convierte el amor en un deber, lo que supone
matarlo.
Todo compromiso estable es, en su concepción,
incompatible con la libertad. Tampoco preconiza el libertinaje sexual. Para
Beauvoir el amor es, más que la carne, tema de conversación
b) No entiende la maternidad como relación
personalísima con un nuevo ser que depende de la madre. No respeta el valor
sagrado de la vida humana y considera el aborto y la contracepción derechos de
la mujer que es preciso legalizar y favorecer.
Como está a la vista, estos planteamientos
están vigentes en la sociedad cuarenta años después, y hacen estragos. Si su
descripción de la situación de la mujer es real, y su diagnóstico en parte
certero, el tratamiento para la liberación de la mujer es contraproducente.
Una cosa es defender cierta autonomía o
independencia de la mujer como sujeto humano capaz de tener criterios propios y
mundo interior, ejercicio de la libertad y capacidad de decisión y acción, y
otra promover un tipo de persona —tanto varón o mujer— autosuficiente y
desligado de todo tipo de relación estable con los demás. La autonomía personal
no es la capacidad para desprenderse de toda relación. “No hay autonomía sin
dependencia, que la autonomía no es un estado, sino una capacidad latente: la
de saber gestionar las dependencias”.
Sartre se aferra a la dominación, otros
proponen la huida (Rilke). Pero la autonomía creadora
puede alumbrar otro tipo de relaciones capaces de aumentar las posibilidades de
los miembros de la pareja y de la familia. Basta que cada uno quiera ser la
clave de la felicidad del otro/os. Tal situación implica un concepto de
autonomía que no se formule como total independencia o autosuficiencia, sino
como sinergía o cooperación. Los que no están obsesionados por la
autoafirmación personal, producen otros sentimientos amorosos. La verdadera
plenitud de la persona se halla en la donación sincera (desinteresada) a los
demás como repite una y otra vez Juan Pablo II con palabras del Concilio
Vaticano II[4]. Buytendijk[5] ha
afirmado que El segundo sexo es el libro más importante que se ha escrito sobre
la mujer, y Evdokimov[6] añade
que plantea a los teólogos y a los filósofos cristianos una cuestión esencial a
la que deben contestar. En definitiva, el problema, descrito por ella —que no
solucionado—, está ahí.
Es preciso afirmar que desde el punto de
vista teórico no se ha estudiado todavía, con suficiente profundidad, la
explicación del significado profundo que tiene el que el hombre, creado a
imagen de Dios Trino, sea varón y mujer (Gen 1, 27).
La delimitación de sus diferencias en la igualdad sigue siendo una cuestión
pendiente y cada vez se hace más apremiante abordarla satisfactoriamente[7].
Desde diversas instancias el Magisterio está
reclamando estudios en este sentido. Así, cuando se afirma: “los fundamentos
antropológicos y teológicos tienen necesidad de profundos estudios para
resolver los problemas relativos al verdadero significado y a la dignidad de
los dos sexos” pues, “la condición para asegurar la justa presencia de la mujer
en la Iglesia y en la sociedad es una más penetrante y cuidadosa consideración
de los fundamentos antropológicos de la condición masculino
y femenina, destinada a precisar la identidad personal propia de la mujer en su
relación de diversidad y de recíproca complementariedad con el varón, no sólo
por lo que se refiere a los papeles a asumir y las funciones a desempeñar, sino
también, y más profundamente, por lo que se refiere a su estructura y a su
significado personal”[8].
B.C.C. (1998)
Volver al Índice de las Recensiones del Opus Dei
Ver Índice de las notas bibliográficas
del Opus Dei
Ir a Libros silenciados y
Documentos internos (del Opus Dei)
[1] Cfr. LOBATO, Abelardo, La pregunta sobre la mujer, Sígueme, Salamanca 1976, pp. 11-101.
[2] Cfr. MOELLER, Charles, Simone de Beauvoir y la "situación" de la mujer, en “Literatura s. XX y Cristianismo”, t.V, Gredos, 2a ed., Madrid 1978, pp. 182-265.
[3] Cfr. PERNOUD, Régine, La mujer en tiempo de las catedrales, Granica, Barcelona 1987.
[4] Cfr. entre otros lugares JUAN PABLO II, Carta Apostólica Mulieris dignitatem, 15.VIII.1988, n. 9 y CONC. VATICANO II, Const. Gaudium et Spes, n. 24.
[5] De este autor puede cfr. BUYTENDIJK, Frederik Jacobus Johannes, La mujer. Naturaleza, apariencia, existencia, Revista de Occidente, Madrid, 1970.
[6] Cfr. EVDOKIMOV, Paul, La Femme et le salut du monde. Étude d'anthropologíe chrétienne sur les charismes de la femme, Paris, Casterman, 1958. Trad. cast., Ariel, Barcelona 1970; Sígueme, Salamanca.
[7] Desde la Carta Apostólica Mulieris dignitatem de Juan Pablo II, que explícitamente se presenta como una meditación se han iniciado diversos estudios que aún no han llegado a conclusiones definitivas.
[8] JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Christifideles laici, 30.XII.1988, n. 50.