BAUMGARTNER,
Charles
Ed. Herder, Col. “El misterio cristiano”, Barcelona 1971, 238 pp.
(Orig.: Le
péché originel, Desclée et Cie, Paris 1969).
CONTENIDO DE LA OBRA
La colección “El misterio cristiano” de la ed. Herder, se propone presentar “lo esencial de la teología cristiana para la comprensión de la fe, (junto) con los problemas propios de nuestra época”. Baumgartner, que ya había colaborado en esa serie con el volumen 7 (La gracia de Cristo, 480 pp.), publica ahora un libro que cubre la última parte del tratado clásico de Deo creante et elevante: de statu iustitiae originalis in quo homo creatus fuit ac de eius lapsu.
La obra consta de seis capítulos, una amplia conclusión y cinco índices. Capítulo I: “Resumen de la doctrina católica del pecado original”; capítulo II: “El relato del Génesis”; capítulo III: “El pecado original en San Pablo”; capítulo IV: “La enseñanza oficial de la Iglesia acerca del pecado original”; capítulo V: “Monogenismo y poligenismo”; y capítulo VI: “La solidaridad de todos los hombres en el pecado”.
Es importante la lectura del prólogo, para comprender el alcance del ensayo que juzgamos: “La cuestión del pecado original —dice el autor— preocupa hoy a muchos cristianos. ¿Hay que creer en él? ¿Qué hay que creer?” (p. 9). Como consecuencia de ese punto de partida, el tono del libro es particularmente problematizador, muy acorde con cierta línea metodológica, adoptada injustificadamente por un amplio sector de la teología contemporánea (cfr. p.e., la Recensión a Karl Rahner, Ecrits Theologiques, tome I, pp. 97 ss). Congruentemente con tales presupuestos, el autor admite como método de trabajo, que “las fórmulas dogmáticas del concilio de Trento relativas al pecado original son de suyo perfectibles” (p. 10), al objeto de adaptarlas mejor a la mentalidad contemporánea; que “el teólogo de hoy no puede limitarse a repetir simplemente la teología de ayer, aun cuando fuese la de Santo Tomás, deslastrada de sus elementos manifiestamente caducos, de las cuestiones curiosas que se planteaban en su tiempo pero que ya no tienen ningún interés para nosotros” (p. 12); que “la Teología tradicional del pecado original es ampliamente solidaria de una exégesis del Génesis hoy abandonada, de una representación de los orígenes humanos hoy periclitada, de una metafísica del ser, de la naturaleza y de la persona —en suma, de una metafísica del objeto— hoy reemplazada, piensan muchos, por una metafísica del sujeto o por una filosofía de la persona o de la historicidad humana” (p. 12); que “la antigua imagen del mundo, geocéntrica e inmovilista, ha sido reemplazada por la de un universo en evolución” (p. 13), con la que chocan todos los privilegios de los que habrían gozado los primeros hombres; etc.
Los puntos anteriormente expuestos no son siempre las propias opiniones del autor, pero constituyen una buena muestra de cómo procede en su exposición. Así las cosas, Baumgartner formula los principales interrogantes que habrán de ocuparle a lo largo de su obra: ¿cómo compaginar el monogenismo con el transformismo antropológico?, ¿cómo entender un peccatum naturae no cometido por las personas, al margen de la libertad individual y su consecuente responsabilidad?, ¿qué era Adán?, ¿cuál es la naturaleza de ese pecado, y en qué consiste la misteriosa solidaridad con nuestros primeros padres?...
VALORACIÓN TÉCNICA Y METODOLÓGICA
Mención especial merece la metodología del autor, que parece desoír las claras advertencias de Pío XII (año 1950). En efecto, la Humani generis [cfr. Dz. 2313 (3884)] recordaba que el Magisterio es para el teólogo, en materia de fe y costumbres, norma próxima y universal de verdad (cfr. también S. Pío X, Enc. Communium rerum, 21-IV-1909: Dz. 2120). Pero el autor, en lugar de contrastar su propia investigación con el Magisterio, o partir de él como premisa del análisis, procede a la inversa, y con frecuencia juzga el Magisterio desde su teología, lo cual resulta particularmente patente cuando discute el valor y alcance de los cinco cánones de la sesión V de Trento (pp. 60-64 y 67-69).
Incurre, además, en un imprudente “irenismo”, denunciado ya por Pío XII [cfr. ibid., D. 2308 (3880)], al pretender, no perfeccionar, sino reformar absolutamente la teología y su método —hasta ahora vigentes con la aprobación de la Iglesia— con la excusa de acomodarlos a las condiciones y necesidades de nuestro tiempo (cfr., p.e., las pp. 9-19; 23; 76; 177-179; 182-184; 214-215; etc.).
Conviene señalar, por otra parte, que toma las referencias de la Sagrada Escritura de la Traduction oecumenique de la Bible (Paris 1967 ss), cuyos comentarios también recoge; y que las citas del texto del Nuevo Testamento son según la versión ecuménica española (Barcelona 1968, 2ª ed.).
Resulta atractivo su estudio sobre la evolución en el pensamiento de San Agustín (pp. 140-145), y sugerente, su exposición de las variaciones observadas en los diferentes escritos de K. Rahner (pp. 171-176). Es amplia, aunque insuficiente y parcial, su crítica a las publicaciones de P. Schoonenberg, que de hecho desvirtúan el dogma del pecado original (pp. 200-210). Por otra parte, Baumgartner se manifiesta demasiado neutral y poco crítico ante un artículo de M. Flick y Z. Alszeghy (pp. 194-200), publicado en 1966, de contenido muy discutible, cuando no erróneo e incompatible con Trento (para el pensamiento de esos dos profesores jesuitas, cfr. la Recensión M. Flick-Z. Alszeghy, Antropología teológica).
VALORACIÓN DOCTRINAL
El método adoptado y los presupuestos filosóficos a los que el autor apela, le llevan a conclusiones teológicas que en muchos casos son irreconciliables con la fe católica y el sentir de la Iglesia. Veamos algunas de las afirmaciones más sobresalientes:
a) El relato del Génesis (capítulos 1-11)
Partiendo del supuesto de que “la historia de los orígenes no es, pues, en ninguna forma, historia en el sentido actual”, el autor califica esos relatos como “leyendas ..., ficciones literarias que toman numerosos elementos de las mitologías del antiguo oriente, relatos míticos... (que) quieren expresar el destino del hombre en general... por medio de una especie de parábola, de un cuento simbólico...” (p. 89; cfr. p. 55). “Los hagiógrafos no tuvieron ni podían tener a su disposición ninguna tradición oral ni escrita, ningún testimonio histórico que se remontase a esos acontecimientos remotos que ellos nos relatan” (p. 88). Gracias a la luz divina, “por una reflexión teológica —continúa el autor, siguiendo a K. Rahner— (el hagiógrafo) ha deducido de los efectos un conocimiento teológico, del pecado actual el pecado pasado, de los descendientes pecadores los antepasados pecadores” (p. 90). Esta luz divina que dirige al autor yahvista es la fe yahvista.
Las anteriores afirmaciones contrastan abiertamente con varias declaraciones de la Pontificia Comisión Bíblica (años 1906, 1909 y 1948), en las que se declara: que sería una imprudente ligereza insistir demasiado en que tales relatos del Génesis no contienen historia en el sentido moderno del término [Dz. 2302 (3864)]; que, no obstante la peculiar índole y forma histórica de esos capítulos, no se trata de narraciones fabulosas tomadas de mitologías y cosmogonías antiguas [Dz. 2122 (3513)]; que tampoco son leyendas, en parte históricas, en parte ficticias, compuestas con ánimo de instruir a los oyentes [Dz. 2122 (3513)]; que esos capítulos gozan de autenticidad mosaica, y que Moisés dispuso de documentos y tradiciones orales para la redacción substancial de esos capítulos [Dz. 1999 (3396)]. Por otra parte, no parece que las expresiones del autor salven la definición dogmática del Vaticano I sobre la inspiración de los Libros Sagrados (sess. III, Dz. 1809 (3029)].
b) La exégesis de Rom. V, 12
Baumgartner dedica a la exégesis de ese conocido pasaje buena parte del capítulo tercero (pp. 114-192). El estudio es erudito, y pasa revista a las diversas interpretaciones de Rom. V, 12, sin concluir nada concreto. Todo lo contrario; intenta por todos los medios probar que no existe, en el fondo, contradicción entre las dos corrientes doctrinales: unos piensan —señala— que San Pablo apunta, en el v. 12, a la muerte física por el hecho de su inclusión en Adán pecador; y otros, que se habla de la muerte escatológica que alcanza a todos los hombres por el hecho de que todos han pecado personalmente.
Es preciso aguardar a las páginas 153 y 154, para que el autor nos recuerde que Trento, al citar a Cartago XVI, ofrece una interpretación auténtica de un texto escriturístico particular, que se impone al exégeta católico, según la cual, en Rom. V, 12, se contiene la afirmación del pecado original.
Sin embargo, en bastantes pasajes del libro, el autor juega con otros sentidos del texto en cuestión (p.e., en p. 59, 66, 77, etc.), lo que, sin duda, puede confundir al lector.
c) El estado de justicia original
La actitud del autor se orienta en la línea de negar los especiales dones preternaturales de nuestros primeros padres. En primer lugar, rechaza la inmunidad de la ignorancia: “Hace ya mucho tiempo que nadie piensa en dotar a Adán de un privilegio tan inverosímil” (p. 72). Tampoco acepta que en la Sagrada Escritura haya datos explícitos sobre los demás dones (pp. 73 y 74). “Sin el pecado, esta muerte humana hubiese existido..., (pero) no habría tenido la modalidad psicológica que ahora reviste a causa del pecado” (p. 78; cfr. p. 220). “Sin el pecado, el hombre habría tenido que sufrir en su cuerpo y en su alma..., (pero) el peso del dolor y del sufrimiento hubiese sido, sin duda, mucho menos pesado de sobrellevar” (p. 79, cfr. p. 220). “Así como el pecado no es la causa de la muerte biológica como tal, así tampoco lo es de ese dualismo, de la concupiscencia entendida de este modo. La concupiscencia es natural y necesaria” (p. 84, cfr. p. 220).
Por el contrario, sabemos que la situación de santidad y justicia en que fue constituido Adán [cfr. Conc. de Trento, sess. V, c. 1: Dz. 788 (1511)], implicaba, en aquel estado de riquísima inocencia (cfr. Catecismo Romano, IV, c. 13, nn. 4-5), los dones preternaturales: de ciencia (cfr. Genes. II, 20), de integridad (cfr. Genes. II, 25; Pío V, Bula Ex omnibus afflictionibus, Dz. 1026 (1926); Pío VI, Const. Auctorem fidei, Dz. 1516 (2616)], de inmunidad de todo dolor y miseria (cfr. Genes. III, 16-19; Catecismo de San Pío X, n. 58), y de inmortalidad (cfr. Genes. II, 17; Conc. XVI de Cartago, c. 1, Dz. 101 (222); Conc. de Trento, sess. V, c. 1, Dz. 788 (1511)].
d) El bautismo de los niños
El autor sostiene que “el niño no bautizado está en estado de pecado original; el niño bautizado ha recibido el don del Espíritu Santo. Pero no posee la gracia sino a la manera como los niños pueden poseerla. La gracia no llega a ser verdaderamente suya hasta el día en que, por un acto personal de la fe, el niño pueda interiorizarla por completo consintiendo a ella libremente” (p. 41). “Sin duda, algo análogo puede decirse respecto al pecado original. El niño viene al mundo sin la gracia. Por lo mismo, el día en que pueda elegir entre el bien y el mal, y en que deba tomar una decisión que comprometa plenamente su libertad para el bien o para el mal, esta opción habrá de ser forzosamente un pecado mortal, abstracción hecha, por supuesto, de la intervención de la gracia de Cristo. Se podría decir que sólo entonces el pecado original llega a ser verdadera y plenamente suyo” (p. 42).
Con respecto a la muerte de los niños sin bautizar, señala correctamente, que no van al infierno de los condenados, pero somete a fuerte crítica, sin tomar partido, la doctrina del limbo (pp. 44-45).
No obstante, y en contraste con la opinión del autor, el Concilio XVI de Cartago (año 418) definió que los niños —que no son capaces todavía de cometer pecados— verdaderamente son bautizados en remisión de los pecados (es decir, del original) [cfr. Dz. 102 (223); vid. también el Concilio de Trento, sess. V, Dz. 791, (1514)]. Asimismo, también el Concilio Tridentino rechaza la tesis de que los niños sin uso de razón, a pesar de ser bautizados no pueden ser computados entre los fieles hasta que ejerciten su libertad al alcanzar el uso de razón [cfr. Dz. 869 (1626)]. Además sabemos que por el bautismo, los niños reciben la gracia de la fe (cfr. Catecismo Romano, II, c. 2, n. 33).
Respecto
al limbo, la Iglesia ha declarado: “Habiendo, pues, los niños contraído por el
pecado de Adán la culpa original, mucho más fácilmente pueden conseguir por
Cristo Nuestro Señor la gracia y la santificación para reinar en la vida eterna,
lo cual sin el bautismo no puede en modo alguno conseguirse” (Catecismo
Romano, II, c. 2, n. 32). No tienen “los niños en
la infancia ningún otro medio de conseguir la salvación, si no se les confiere
el bautismo” (ibid., II, c. 2, n. 34). Por otra parte, la Iglesia ha declarado que es falso, que
el lugar llamado por los fieles limbo sea una teoría que renueva los
errores pelagianos [cfr. Pío VI, Const. Auctorem fidei, Dz. 1526 (2626)].
e) Poligenismo y monogenismo
Dedica a este tema el capítulo V completo del libro (pp. 159-179). A lo largo de tales páginas resume el contenido de la Encíclica Humani generis y el estado de la investigación teológica antes y después de 1950. De hecho, como era de esperar por el tono general del libro, no concluye nada definitivo. Señala que no hay argumento directo, sacado de la Sagrada Escritura, en favor del monogenismo (pp. 164-168), y que tampoco lo hay indirecto, en base a Trento. Las expresiones del autor subrayan, con bastante vigor, que existe en su opinión una fuerte oposición entre los resultados de la moderna paleontología y el monogenismo (descendencia de una primitiva pareja única), “pilar de la doctrina tradicional del pecado original” (p. 178).
Así las cosas, Baumgartner lleva el tema a la discusión de la solidaridad de todos los hombres en el pecado (cap. VI: pp. 1812109. Este capítulo es más bien una exposición descriptiva de varias doctrinas, que una elaboración sistemática: pasa revista a la teoría del cardenal Billot (Adán, cabeza física de la humanidad); las teorías que presentan a Adán como cabeza moral de la humanidad (o participación en su culpa; o pecó en perjuicio nuestro; etc.); la hipótesis de Adán, personalidad corporativa; y la tesis del pecado original como “puesta de situación”. Analiza, por último, la teología tomista del pecado original, como pecado de naturaleza (pp. 211-914).
Después de la lectura de esas páginas, resulta muy difícil
deducir la opinión propia del autor. Junto a intuiciones brillantes, hay claros errores doctrinales y frecuentes afirmaciones incorrectas o confusas. No siempre delimita con claridad qué hace suyo, y qué rechaza, del pensamiento de los autores citados. De todas formas, y en líneas generales, puede decirse que es menospreciado el dogma de la transmisión del pecado original por generación (propagatione, non imitatione); y que en el fondo está en juego la realidad particular del primer pecado, que se difumina en un ambiente vaporoso de evolucionismo cristocéntrico: “la doctrina católica del pecado original —dice el autor— no es otra cosa que una tentativa para definir el estatuto teológico del hombre fuera de Cristo” (p. 225). Las simpatías del autor están también con el poligenismo, entendido moderadamente como monofiletismo.
J.I.S.
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