BARAN, Paul A. y SWEEZY, Paul M.

El capital monopolista. Ensayo sobre el orden económico y social de Estados Unidos

Siglo XXI Editores SA, España 1973

(Escrita y editada en inglés, la primera edición, en castellano, es de 1968, y la séptima, que utilizamos en este trabajo, de 1973, debida a Siglo XXI Editores, S. A. La traducción es de Arminda Chávez de Yáñez, con dedicatoria «para el Che». La obra se presenta al lector con el subtítulo de «ensayo sobre el orden económico y social de Estados Unidos».)

PRESENTACIÓN DE LA OBRA

La obra constituye una crítica indiscriminada, con marcado propósito demoledor, del sistema económico, político, social, cultural, racial, familiar y religioso de los Estados Unidos en particular, área principal de sus investigaciones, que no deja de hacerse extensivo, en general, a los países catalogados como capitalistas y a aquellos que giran bajo su órbita en el ámbito de lo que los autores dicen ser «el llamado mundo libre», a los que se les pronostica un futuro nada halagüeño, y se les señala la revolución mundial como único y necesario camino de «liberación».

En el capítulo introductorio, indican su propósito de realizar un análisis del capitalismo, tomando como base el estudio del excedente económico. El capítulo II lo dedican a explicar el «modelo» de corporación gigante que criticarán a lo largo del libro; y en el capítulo siguiente afirman que este tipo de corporación funciona en el mercado imponiendo los precios, y como —para los autores— el capitalista sólo puede actuar buscando el máximo de utilidades, llegan a la conclusión de que la ley que rige el capitalismo monopolista es el aumento creciente del excedente económico. En los capítulos IV a VII quieren demostrar que el capitalismo es incapaz de absorber este excedente, siempre en aumento y, por consiguiente, no tiene más remedio que sufrir una continua depresión y acabar por desaparecer. Los siguientes tres capítulos son un intento de apoyar su aserción: con la historia económica de Estados Unidos, con la segregación racial y con la descomposición que se observa en la sociedad. Por último —capítulo XI— hacen una llamada sobre la irracionalidad del capitalismo y la necesidad —e inevitabilidad— de una transformación socialista por medio de la revolución mundial.

El índice es el siguiente:

I. Introducción.

II. La corporación gigante.

III. La tendencia creciente de los excedentes.

IV. La absorción de los excedentes: consumo e inversión de los capitalistas.

V. La absorción de excedentes: las campañas de ventas.

VI. La absorción de excedentes: gobierno civil.

VII. La absorción de excedentes: militarismo e imperialismo.

VIII. Sobre la historia del capital monopolista.

IX. El capitalismo monopolista y las relaciones raciales.

X. Sobre la calidad de la sociedad capitalista monopolista.

XI. El sistema irracional.

Apéndice: Estimación de los excedentes económicos, por Joseph D. Phillips.

Esta obra es deudora de otras dos de los autores: La economía política del crecimiento, de Baran (capítulos 1 a 4 y 8), y Teoría del desarrollo capitalista, de Sweezy (partes 3 y 4)[1]; la estructura del presente libro es muy semejante al de Baran: se ha eliminado el tratamiento sistemático de los países subdesarrollados, pues aunque apenas hayan transcurrido ocho años entre las dos publicaciones, difícilmente se podía seguir sosteniendo el cada vez mayor empobrecimiento de estos países. Se han añadido, por otro lado, dos temas acuciantes en la década 1960-1970: la discriminación social y el descenso de la moralidad pública; tendremos ocasión de advertir que estos problemas, reales, no tienen su verdadero origen —ni su solución— en una estructura socioeconómica.

DESARROLLO DE LA OBRA

Capítulo I: INTRODUCCIÓN

Los autores advierten que su estudio constituye un «ensayo» y que su propósito es realizar un análisis sistemático del capitalismo monopolista, sobre la base de la experiencia en la sociedad monopolista capitalista más desarrollada.

Indican, además, que este análisis está organizado y logra su unidad esencial alrededor de un tema: la generación y absorción de los excedentes bajo las condiciones del capitalismo monopolista. Desde este único ángulo, meramente económico, tratarán de juzgar también los modos de utilización de los excedentes, que constituirían el mecanismo indispensable que enlaza los fundamentos económicos de la sociedad con lo que Marx llamó la superestructura política, cultural e ideológica.

Definen el excedente económico como «la diferencia entre lo que una sociedad produce y los costos de esa producción» (p. 13), haciendo notar que emplean el concepto de «excedente» en vez del tradicional de «plusvalía», de Marx, porque éste, en la práctica, se ha desvirtuado comprendiendo sólo utilidades, interés y renta, y se quiere que el nuevo término «excedente económico» ayude a volver a una posición teórica en la que este concepto comprenda, además, la renta del Estado (o impuestos) y de la Iglesia (donde ésta la perciba), los costos de transformación de las mercancías en dinero y los salarios de los trabajadores improductivos.

Respecto a la cuantificación de los excedentes hacen notar la casi imposibilidad de su apreciación debido, en parte, a la falta de estadísticas fiables y, en parte también, a la falta de conocimiento del concepto de excedente. Manifiestan que en esta obra han concentrado sus esfuerzos sobre el aspecto teórico y que han introducido datos cuantitativos sólo con propósitos explicativos o ilustrativos.

Es conveniente notar, desde el principio, la reducción que hacen los autores al aspecto exclusivamente económico; y que, aun bajo este aspecto, no tratan tanto de interpretar los hechos reales cuanto de utilizarlos para «corroborar» sus propias creencias.

Capítulo II: LA CORPORACIÓN GIGANTE

En este segundo capítulo se proponen construir un modelo de la realidad que se estudia: la corporación gigante; modelo que deberá ser irreal, pero que, sin embargo, consideran que si es un buen modelo, ayudará a comprender la realidad de la economía «capitalista monopolista». Señalan una vez más no estar interesados en «un realismo de tipo fotográfico», pretendiendo hacer creer al lector que las unidades determinantes de la economía «están moviéndose (...) hacia un patrón definitivamente reconocible, y este patrón, por sí mismo, es mucho más importante que cualquiera de las aproximaciones concretas» (p. 18). Como rasgos característicos de la corporación gigante tipo, indican los siguientes: 1) el control descansa en la dirección; 2) la dirección está constituida por un grupo desligado de los accionistas, que se autoperpetúa para fines prácticos; 3) cada corporación aspira —y generalmente lo logra— a su independencia financiera, que «es la fuente y la base de la continuación del poder, la riqueza y los privilegios» (p. 19).

Aunque no hayan desaparecido los «grupos de intereses», como corporaciones de banqueros u organizaciones económicas que controlarán como accionistas y desde fuera grandes negocios, lo cierto es —dirán los autores— que cada vez tienen menos importancia, debido al poder económico y financiero, dominio sobre el mercado y fuerza de investigación y desarrollo que han ido acumulando las grandes corporaciones[2]. No puede pensarse, según los autores, que la administración científica de las grandes corporaciones, formada por una tecnocracia, procederá con criterios más equitativos y de mayor sentido social que los viejos capitalistas; contra estas opiniones manifiestan que el principio por el que se rigen los consejos directivos, salvo casos de excepción, lo constituye el enfoque sistemático a la reducción de costos, la expansión de ingresos y el incremento de utilidades; y así «la economía de las grandes corporaciones está más dominada por la lógica de hacer ganancias de lo que estuvo la economía de los pequeños empresarios» (p. 28).

A continuación analizan las características de las personas que integran el cuerpo directivo de la gran corporación. Desde luego sostienen que el director actual es muy diferente del magnate de hace cincuenta años: este se mantuvo fuera y por encima de la empresa, el administrador actual está dentro y dominado por ella; la lealtad de uno fue hacia sí mismo y su familia; la lealtad del otro es para la organización a la que pertenece y a través de la cual se expresa. Por eso, según los autores, los directivos de las grandes empresas modernas se despersonalizan y están determinados por una tendencia que es inherente a la corporación, y cuyo fiel seguimiento determinaría su conducta y su ascenso y posición final dentro de la misma. El siguiente párrafo es ilustrativo sobre el particular, ya que resume el punto de vista de los autores tanto sobre los objetivos de las grandes empresas como sobre las actitudes de sus directores: «Los objetivos primordiales de la política de las corporaciones, que son simultánea e inevitablemente objetivos personales de los ejecutivos de empresas, son: la fuerza, la tasa de crecimiento y la magnitud. No hay una forma general para cuantificar o combinar estos objetivos, ni necesidad de que la haya. Porque pueden reducirse a un sólo denominador común de rentabilidad. Las utilidades aportan los fondos internos para expansión; son la fibra y el músculo que a su vez da acceso a fondos de exterior, siempre y cuando son necesarios. La expansión interna, la adquisición y las fusiones son los medios gracias a los cuales crecen las empresas, y el crecimiento es el camino para la magnitud. Así que las utilidades, aunque no sean la meta final, son los medios necesarios para lograrla. Como tales se convierten en el objetivo único, unificador, cuantitativo de la política de las corporaciones, la piedra de toque de la racionalización, la medida del éxito de las empresas. Aquí está la verdadera explicación socioestructural para distinguirla de la individual-psicológica, de la clase de conducta que busca el máximo de ganancias» (p. 37). Más adelante, recalcando aún más estas ideas, concluyen: «Sintetizando, los negocios constituyen un sistema ordenado que selecciona y recompensa de acuerdo con un criterio bien entendido... El principio motriz es llegar tan cerca como sea posible de la cumbre dentro de una empresa que esté tan cerca como sea posible de la cumbre de las corporaciones. De ahí la necesidad de utilidades máximas. De ahí la necesidad de destinar las utilidades adquiridas a acrecentar la fuerza financiera y a acelerar el desarrollo. Estas cosas llegan a ser la meta subjetiva y los valores en el mundo de los negocios porque son los requisitos objetivos del sistema. El carácter del sistema determina la psicología de sus miembros y no viceversa» (p. 39). Nótese cómo esta última expresión encierra la idea, muy propia del marxismo de que son los sistemas y los procesos sociales los que determinan la conducta del individuo. Es decir, se despersonaliza al hombre.

Si bien consideran los autores que la empresa gigante trata de hacer máximas sus ganancias y capital, como su antecesora la empresa individual, señalan respecto a la misma dos diferencias: un horizonte más a largo plazo que el del capitalista individual y una mayor cautela para asegurar su permanencia y estabilidad. Estas diferencias dan ciertas características y forma de conducta que se traducen en «una sistemática evasión de riesgos y una actitud de vivir y dejar vivir hacia los demás miembros del mundo corporativo» (p. 44).

La gran corporación está más capacitada para prever y prevenir los riesgos de lo que estaba el empresario individual. Frecuentemente las grandes corporaciones, cuando surgen nuevas industrias o nuevos productos quedan a la expectativa de los resultados, dejando el riesgo a la pequeña empresa: ella hará el trabajo de exploración. Si tiene éxito, la gran empresa intentará una compra o una fusión.

Asimismo la actitud de vivir y dejar vivir, que caracteriza a la gran corporación, depende según los autores de la magnitud de sus inversiones y de la racionalización del cálculo de administración. Se trata de una solidaridad entre las grandes corporaciones que no se aplica al pequeño hombre de negocios. Además, indican, no son más de diez mil personas las que forman este mundo directivo, por lo que fácilmente mantienen un cierto contacto y guardan una ética de solidaridad entre ellas mismas[3].

Conviene no perder de vista cuál es el «sistema» que posteriormente criticarán los autores: las grandes corporaciones regidas por individuos cuya personalidad queda dominada por el espíritu de la corporación. Sin embargo, ni todo el mundo occidental se comporta de este modo ni mucho menos —como opinan los autores— esta conducta es un reflejo necesario de la situación económica.

Capítulo III: LA TENDENCIA CRECIENTE DE LOS EXCEDENTES

Buscan ahora los autores la ley que rige el capitalismo monopolista. Para ellos, el móvil primario de los negocios importantes sería llegar a constituir corporaciones gigantes, porque éstas son «las que generan las máximas utilidades y las que acumulan más capital (...). Sin embargo, el funcionamiento del sistema no está planeado, sino que las relaciones de las grandes empresas entre sí, con el trabajo y con los negocios menores se hace a través del mercado» (p. 48). Y como las relaciones de mercado serían relaciones de precios, el estudio del capitalismo monopolista, como el del capitalismo competitivo, debe empezar estudiando el funcionamiento del mecanismo de los precios.

La diferencia entre los dos sistemas capitalistas está, según los autores, en que bajo el capitalismo competitivo la empresa individual «capta los precios», mientras que bajo el capitalismo monopolista la gran empresa «hace los precios». Ahora bien, la empresa gigante típica no es monopolista, ya que existen otras corporaciones que producen mercancías que pueden sustituir, más o menos adecuadamente, a la anterior. Sin embargo, califican a la gran empresa de monopolista porque, según los autores, los grandes consorcios habrían constituido un cierto monopolio como consecuencia de haber llegado a la conclusión de que las guerras de precios, en que frecuentemente se enfrascaban, salvo casos de excepción, ocasionaban pérdidas inútiles a todos los contendientes y contradecían su estrategia esencial de apostar sólo a lo seguro; y así, según ellos, «la teoría general de precios adecuada a una economía dominada por tales empresas es la tradicional teoría monopolista de los precios de la economía clásica neoclásica. Lo que los economistas han tratado hasta ahora como un caso especial resulta ser, bajo las condiciones del capitalismo monopolista, el caso general» (p. 52). Concluyen afirmando que «la elevación al máximo de las ganancias del grupo, forma el contenido del proceso de precios bajo el capitalismo monopolista» (p. 52).

Indican a continuación que estas consideraciones no se aplicarían a los monopolios «naturales» o del Estado, como la energía eléctrica, teléfonos, etc. Por cierto que estos monopolios no operan con grandes utilidades porque, según los autores, bajo el capitalismo monopolista, al igual que en tiempos de Marx, el poder ejecutivo del Estado sería simplemente un comité para manejar los asuntos comunes de la clase burguesa.

Sin embargo, el abandono de la competencia de precios no significaría el fin de toda competencia: ésta tomaría nuevas formas, entre las que señalan las campañas de ventas, que analizarán más adelante y el esfuerzo constante de abatir los costos de producción, que se lograría con la introducción de técnicas y sistemas modernos, cada vez más eficientes, incrementando como consecuencia y de forma sustancial la magnitud del excedente; y así «la caída de costos de producción es endémica en toda economía capitalista (...) resulta de la ausencia de competencia de precios en las industrias productoras de bienes» (p. 60).

Con esto se podría pensar, indican los autores, que el capitalismo monopolista es un sistema racional y progresivo; sin embargo, añaden que la reducción de costos y los frutos de la creciente productividad no se utilizan en beneficio de toda la sociedad, porque todo el móvil de la reducción de costos es incrementar las utilidades y la estructura monopolista de los mercados capacita a las empresas para apropiarse de la parte del león en los frutos de la productividad creciente, bajo la forma de mayores ganancias: los costos decrecientes implicarían márgenes de utilidades en creciente expansión y la expansión continua de éstos, a su vez, supondría utilidades adicionales, que se elevan no sólo en términos absolutos, sino también en relación al producto nacional. De este modo llegan a formular como ley del capitalismo monopolista que el excedente económico tiende a subir, absoluta y relativamente, a medida que el sistema se desarrolla.

Los autores se percatan de que esta ley contradice la clásica ley marxista de la tendencia a la disminución de la tasa de utilidad, y por eso indican que no están negando ni enmendando un teorema de economía política en una época aceptado: simplemente resaltan el hecho indudable —según ellos— de que la estructura de la economía capitalista ha sufrido un cambio fundamental desde que el teorema fue formulado.

Este cambio es, para los autores, la expresión teórica del cambio estructural que ha sufrido el capitalismo: habría desaparecido la etapa competitiva, pero aún se mantiene en su etapa monopolística.

Lógicamente, los autores no se resignan a que el capitalismo haya sobrevivido más tiempo del que se podría esperar de acuerdo con las «profecías» de Marx, y por eso hablan de esta sustitución que, por otra parte, no haría más que aumentar la potencia autodestructora del capitalismo: es lo que pretenden demostrar en los próximos capítulos.

Capítulo IV: LA ABSORCIÓN DE LOS EXCEDENTES: CONSUMO E INVERSIÓN DE LOS CAPITALISTAS

Después de considerar, en el capítulo anterior, la tendencia del excedente a subir en términos absolutos y en proporción al producto total, los autores plantean el problema de la absorción o utilización del excedente, y dicen que puede ser consumido, puede ser invertido o puede desperdiciarse. En el presente capítulo se limitan a estudiar la capacidad que tiene el capitalismo monopolista de absorber el excedente a través del consumo privado y la inversión.

Los autores sostienen que las porciones del excedente que se aplican a satisfacer necesidades internas a la empresa, a lo que llaman inversión «endógena», como sería su ampliación y desarrollo, más salarios, reparto de utilidades, etc., no bastan para absorber los excedentes generados, porque «estos mecanismos tienden a crear una oferta constantemente creciente de excedentes en busca de inversión, pero dado la naturaleza del caso, no pueden generar un alza correspondiente en la magnitud de los gastos de inversión. De aquí que si no se dispusiera más que de los gastos de inversión endógenos, el capitalismo monopolista se sumiría en un estado de depresión permanente» (p. 74).

En cuanto a la inversión «exógena», consideran tres posibilidades: la inversión necesaria para cubrir las necesidades de una población creciente, la inversión en nuevos métodos y nuevos productos, y la inversión extranjera. Desechan la justificación económica de un aumento de inversiones por el sólo hecho del crecimiento de la población, porque esta mayor inversión sólo podría darse en el caso de aumentar, con la población, su capacidad de compra; de lo contrario, podría presentarse, en vez de un mayor consumo, un problema de desempleo. Para considerar la posible solución de salida a los excedentes mediante su inversión en nuevos métodos o nuevos productos, hacen la aclaración de que descartan las innovaciones que, como la máquina de vapor, el ferrocarril o el automóvil, desarrollaron enormes inversiones, porque tales sucesos deberían considerarse como «un acontecimiento histórico único y debe ser tratado como tal» (p. 76)[4]. Sostienen esta postura no obstante las opiniones contrarias de otros economistas, pues para los autores las innovaciones son introducidas por las corporaciones gigantes, no a causa de las presiones de la competencia, sino por cálculos cuidadosos para elevar al máximo las utilidades; por eso la velocidad a que las nuevas técnicas desalojarán a las antiguas sería más lenta de lo que la teoría económica tradicional nos llevaría a suponer: el capitalismo monopolista estaría caracterizado por la retención en uso de una gran cantidad de equipo técnicamente anticuado. Así, enfáticamente, concluyen diciendo: «el progreso tecnológico no tiene más posibilidades de contribuir en forma importante a la resolución del problema de la absorción del excedente que el crecimiento de la población» (p. 87).

Al analizar, finalmente, el recurso de la inversión extranjera los autores consideran que ésta no desempeña un papel importante ni puede esperarse que lo haga, pues «aun en casos donde se exportan sumas considerables de capital, subsecuentemente se lleva a cabo una expansión, por lo general a través de la reinversión de utilidades; y la corriente de intereses y dividendos que regresa, sin mencionar las remesas disfrazadas en forma de pagos por servicios y otros, pronto devuelve con creces la inversión original, y aun continúa vertiendo capital en los cofres de la casa matriz en Estados Unidos (...). Bajo estas circunstancias es, por supuesto, obvio que la inversión extranjera agrava, en vez de aliviar, el problema de absorción de excedentes» (p. 88).

Y así los autores concluyen que «por más vueltas que se le den no hay forma de evitar la conclusión de que el capitalismo monopolista es un sistema contradictorio en sí mismo. Tiende a crear más excedentes y, sin embargo, es incapaz de proporcionar al consumo y a la inversión las salidas necesarias para la absorción de los crecientes excedentes y, por lo tanto, para el funcionamiento uniforme del sistema» (p. 89).

No resistimos la tentación de transcribir, en el texto siguiente, la solución simplista que encuentran los autores para la sociedad que pregonan: «En una sociedad socialista racionalmente ordenada, independientemente de estar ricamente dotada de recursos naturales, tecnología y destreza humana, producir demasiado sólo podría ser una señal bien recibida de que debería haber un cambio en el sentido de producir muy poco» (p. 90).

Es característico del libro que, después de un complejo razonamiento en el que se intenta demoler todas las posibles «salidas» del capitalismo, acabe proponiendo la «otra» solución —socialista— como la única viable. Partir del supuesto apriorístico de que sólo existen capitalismo —tal como lo entienden los autores— y marxismo, y de que aquél abocará necesariamente en éste, les hace incurrir en contradicciones: sostuvieron que las corporaciones gigantes son monopolistas porque mantienen un constante acuerdo tácito de precios; a continuación dicen que «sin embargo el abandono de la competencia de precios no significa el abandono de toda competencia: toma nuevas formas y ataca cada vez con creciente intensidad» (p. 13); esta nueva guerra la hacen consistir en el esfuerzo constante por abatir los costos de producción, cosa que logran con la introducción de técnicas y sistemas modernos, cada vez más eficientes; y en este capítulo sostienen que no hacen suficientes inversiones porque mantienen sus equipos anticuados.

Capítulo V: LA ABSORCIÓN DE EXCEDENTES: LAS CAMPAÑAS DE VENTAS

Después de considerar en el capítulo anterior dos de las formas de absorción de excedentes, los autores dedican tres capítulos a lo que, para ellos, sería la última forma de absorción: el desperdicio, que lo concretan en las campañas de ventas, los gastos gubernativos y los gastos militares.

Comentan que la lucha por las ventas en Estados Unidos ha alcanzado dimensiones gigantescas, llegando a ser uno de los centros nerviosos decisivos de la economía capitalista, superado solamente por el militarismo.

Consideran que la publicidad no sería informativa, sino más bien manipulante; más arma combativa que medio constructivo de información. Además, implicaría un desperdicio masivo de recursos, una continua sangría del ingreso de los consumidores, que les priva de una verdadera libertad de elección entre «alternativas auténticas». Sostienen que todo el esfuerzo de la publicidad constituye un modo de utilización del excedente económico, aunque esto no se quiera comprender y en la contabilidad se trate a los gastos de publicidad en la misma forma que a los costos de producción, y en consecuencia no se consideren como parte de las utilidades; y estiman que «el impacto directo de la campaña de ventas sobre la estructura del ingreso de la economía es por eso similar al de los gastos del gobierno financiados por los ingresos tributarios y propicia una mayor ocupación de trabajadores improductivos en agencias de publicidad, medios de publicidad, etc.» (p. 104).

También serían importantes los efectos indirectos de la publicidad, que podrían reducirse a dos clases: los que afectan a la disponibilidad y naturaleza de las oportunidades de inversión y los que afectan a la distribución del ingreso social total entre consumo y ahorro. Por lo que se refiere a las oportunidades de inversión, al hacer posible la creación de demanda de un producto, la publicidad fomentaría la inversión en planta y equipo que de otra forma no se llevaría a cabo; y por eso daría origen a una adición neta a la inversión y al ingreso.

Con respecto a la división del ingreso total entre consumo y ahorro, hay que tener en cuenta, dirán los autores, que el período capitalista monopolista ha sido testigo de un gran crecimiento del ingreso nacional y uno aún mayor del excedente económico; y este fenómeno, unido a los adelantos tecnológicos, «ha conducido a cambios importantes en la distribución ocupacional de la fuerza de trabajo. La estratificación de la clase trabajadora ha aumentado, con muchas categorías de trabajadores calificados y oficinistas que obtienen ingreso y posición social que hasta poco antes eran privilegio solamente de la clase media. Al mismo tiempo, los antiguos estratos devoradores de excedentes han aumentado y se han agregado otros nuevos: burócratas de las empresas y del gobierno, banqueros y abogados, publicistas con patente, agentes de bolsa y de seguros, corredores de bienes raíces e hipotecas, etc., en forma ilimitada» (p. 104). Además de su capacidad de compra, estos elementos son sujetos de crédito, lo que les permite aumentar el consumo; por eso, la publicidad se convertiría en un enemigo implacable del ahorro y en favor del consumo.

Otra importante consecuencia de las campañas de ventas y publicidad es, para los autores, que se pierde la distinción entre costos de producción socialmente necesarios y costos innecesarios, entre gastos de producción y de venta, entre trabajo productivo e improductivo; para la economía burguesa «todo lo que produce y es libremente elegido por los consumidores es la única producción que importa; todos los costos en que incurre en el proceso son equivalentes y, por definición, necesarios» (p. 109). Por eso, dirán, es lógico que el capitalismo rechace como no científica cualquier distinción entre producción útil e inútil, entre costos socialmente necesarios y excedentes; la economía monopolista está en paz con las cosas como están, no tiene batallas ideológicas ni políticas que librar y no quiere hacer confrontaciones entre la realidad y la razón [5].

A continuación hacen amplias consideraciones y cálculos aritméticos sobre los costos que representan las innovaciones periódicas, pero del todo innecesarias, como los constantes cambios de modelos, particularmente en la industria automotriz, que consideran procesos obligados del sistema si bien gravosos e irracionales. Y concluyen con el tradicional panegírico a la «sociedad socialista» en la que —no se sabe por qué razón— todo será paz y bienestar (material), indicando que la estructura concreta de una producción social racional y las óptimas condiciones de su formación solamente podría establecerse a lo largo del tiempo, mediante un proceso de tanteos, de pruebas y de errores, en una sociedad socialista, ya que en ésta la actividad económica no resultaría dominada por las utilidades y las ventas, sino dirigida a la creación de abundancia de bienes indispensables al bienestar y desarrollo general del hombre[6].

En su afán de buscar contradicciones en el capitalismo, los autores admiten una evolución histórica de la clase media (cfr. p. 104) distinta de la prevista por Marx: según uno de los postulados fundamentales del marxismo, en la sociedad burguesa se irían acentuado cada vez más dos polos contrarios y antitéticos: capitalismo y proletariado. El desarrollo universal de la «clase media» ha constituido un mentís rotundo —e histórico, no lo olvidemos— a la teoría marxista. Por eso, sorprende que estos autores hablen de ella, constituyendo ésta una prueba en contra de los principales postulados que mantienen.

Capítulo VI: LA ABSORCIÓN DE EXCEDENTES: GOBIERNO CIVIL

El propósito de éste y de los capítulos siguientes es doble: demostrar que respecto a la absorción de excedentes el gobierno desempeña un papel similar a las campañas de ventas, pero en mayor escala; y que los usos que da el gobierno a los excedentes que absorbe están estrechamente circunscritos por la naturaleza de la sociedad capitalista monopolista; por eso, a medida que el tiempo pasa, se vuelven más irracionales y destructivos.

Sobre el primer punto, dicen que la estructura de la economía capitalista monopolista es tal que un volumen de excedentes en continuo aumento sencillamente no podría ser absorbido por canales privados; por tanto, si no hubiera otras salidas, éste no se produciría en absoluto. Ciertamente, añaden, la tendencia del gobierno hacia una mayor absorción de excedentes, en términos absolutos y en relación a la producción total de la sociedad, no es peculiar del capitalismo monopolista. Esta sería también una característica de los sistemas económicos socialistas cuya tasa de crecimiento fuera grande; pero en este caso, dirán, en una sociedad socialista ordenada racionalmente, con un potencial productivo comparable al de Estados Unidos, la cantidad y la proporción del excedente absorbido por el Estado para la satisfacción de necesidades colectivas serían seguramente mayores, y no menores que la cantidad y proporción absorbidas por el gobierno de los Estados Unidos, y además —y entramos en el segundo punto— su utilización sería diversa.

Comparando estadísticas de 1929 y 1957, concluyen que respecto a la contribución directa del gobierno al funcionamiento y bienestar de la sociedad —gastos de educación pública, caminos y carreteras, salubridad y sanidad, conservación y recreación, comercio y vivienda, policía y protección contra incendios, etc.— ha habido muy poca expansión en relación con el volumen de la economía como un todo. Y así, indican los autores, las compras incrementadas de bienes y servicios no militares casi no han contribuido a la solución del problema de absorción de excedentes .

Es verdad, admitirán, que han crecido en forma significativa las diversas formas de pagos de seguridad social, que seguramente habrán aumentado el bienestar de grandes grupos de ciudadanos menesterosos. Pero hacen notar que las adquisiciones militares fueron las que registraron la mayor expansión, y que ha sido el hecho clave de la historia económica norteamericana de la posguerra; y así llegan a decir que si los gastos militares se redujeran una vez más a las proporciones de antes de la segunda guerra mundial, la economía del país volvería a un estado de depresión caracterizado por elevadas tasas de desocupación, como en la década de 1930.

Reconocen, desde luego, que para los efectos de la economía resultaría igualmente eficaz invertir en gastos no militares lo que ahora se aplica a ese concepto, pero consideran que esta solución está en el terreno de lo deseable, pero no de lo posible, teniendo en cuenta las modalidades del poder político de una sociedad capitalista monopólica y menos si se trata de la Unión Americana. Para apoyar su postura harán algunas observaciones superficiales.

Tales observaciones constituyen una crítica de su régimen democrático, descrito como una democracia burguesa en la que los votos son la fuente nominal del poder político, pero el dinero la fuente real; por eso, manifiestan, las instituciones gubernamentales en los Estados Unidos favorecen a las minorías adineradas, que se oponen a los gastos del gobierno para satisfacer las necesidades sociales.

Dicen que hasta el período del New Deal de los treinta, no hubo, por parte del gobierno, siquiera la simulación de promover el bienestar de las clases bajas; pero ni así se hubieran podido absorber los excedentes: sólo con la guerra, según los autores, vino la salvación; y, al acabar ésta, la atención a las demandas insatisfechas de la población civil formadas durante la guerra, y el inmediato comienzo de la guerra fría, han sido nuevos paños calientes para la economía capitalista. Por eso, vuelven a afirmar, la diferencia entre la situación depresiva de los treinta y la prosperidad de los cincuenta sólo se debe a los enormes gastos militares de los últimos años.

Ante un razonamiento que pretende demostrar la irracionalidad del capitalismo y la eficacia económica del socialismo, basta con preguntarse por qué alguna de las sociedades marxistas ha evolucionado hacia el capitalismo (cfr. Recensión a Sweezy, Betteheim y Jung, La Transición al socialismo).

Capítulo VII: LA ABSORCIÓN DE EXCEDENTES

Con este capítulo se cierra el apartado sobre la absorción de excedentes; en él, concluirán los autores que ni siquiera los gastos militares pueden evitar la necesaria caída del capitalismo.

Consideran que la fuerza armada en la sociedad capitalista, no se emplea únicamente en la esfera internacional; también se usaría la milicia para despojar, reprimir y controlar la fuerza de trabajo en el interior; pero, lejos de probarlo, manifiestan que como este aspecto es poco importante para el problema que interesa —la absorción de excedentes—, el capítulo se concretará a los usos internacionales de la fuerza armada.

Afirman que en el campo internacional el sistema capitalista se caracterizaría por un grupo complejo de relaciones de explotación: los que están en la cima explotarían en diversos grados a las capas más bajas y, en forma similar, las que están a un nivel dado explotarían a los que se encuentran en nivel inferior, hasta que se llega a la capa más baja que no tiene a nadie que explotar. Por eso, les parece obvio que todas las naciones, salvo las indefensas por dependientes, tengan necesidad de una fuerza armada para defenderse y mejorar sus posiciones en la jerarquía de explotación.

Hablan además de que para comprender su expansión militar debe tomarse en cuenta un nuevo fenómeno histórico: el nacimiento de un sistema socialista en el mundo, como rival y alternativa del sistema capitalista, y que los Estados Unidos han tomado el deber de proteger al «mundo libre» contra una supuesta amenaza de agresión soviética o china. Sin embargo, los autores aseguran que «el militarismo y la conquista son enteramente extraños a la teoría marxista, y una sociedad socialista no tiene clases o grupos, como los grandes capitalistas de los países imperialistas, que están ahí para obtener ganancias mediante una política consistente en someter a otras naciones y pueblos» (p. 149). Nos preguntamos si es esta una nueva corrección a la tradicional teoría marxista que predica la violencia de la lucha de clases para el exterminio de la sociedad burguesa; resulta difícil convencerse de la sinceridad de los autores, puesto que saben bien que ningún plebiscito constituyó la dependencia de los países europeos, satélites de la Unión Soviética, celosamente «protegidos» por la acción de su ejército, contra sus propios habitantes.

Los autores mencionan después que la doctrina Truman anunció que «la política de Estados Unidos debe ser la de apoyar a los pueblos libres que están resistiendo los atentados de subyugación de minorías armadas o de presiones exteriores» (p. 150)[7], y manifiestan que la necesidad, para la oligarquía norteamericana, de una maquinaria militar grande y en crecimiento, sería un corolario lógico de su propósito de contener, comprimir y eventualmente destruir el sistema socialista actual.

Esta actitud se pretende justificar, según la obra que comentamos, argumentando que la lucha contra el socialismo es lucha por la supervivencia, ya que el avance del socialismo restringe el área del comercio exterior, que es vital para los países capitalistas, pues el mundo socialista no podría ser explotado por el monopolista, como lo hace con las zonas subdesarrolladas[8].

En el siguiente apartado del mismo capítulo vuelven a hablar de la militarización americana, haciendo notar que si, como antes apuntaron los autores, los grandes intereses privados se oponen a los gastos públicos en servicios sociales, por considerar competitivos dichos servicios, no acontece lo mismo con la «formación de un aparato militar gigante», ya que tal política gubernamental no sólo no sería competitiva de las organizaciones privadas, sino que les proporcionaría un cliente ideal para sus propios negocios; además, la militarización nutriría todas las fuerzas reaccionarias e irracionales de la sociedad e inhibiría todo lo que sea progresivo y humano, generando un respeto ciego por las autoridades, de modo que la disidencia se considere antipatriótica e incluso una traición[9].

No obstante, agregan los autores, esta es una solución transitoria tanto en el orden económico como en el militar: en lo económico, porque la guerra se estaría convirtiendo en materia de ciencia y tecnología, que implica reducciones de gastos, y en lo militar porque sus directivos estarían adquiriendo conciencia de que la carrera de armamentos conduciría a una guerra total que amenaza la propia supervivencia. Por eso, concluyen los autores, el problema del uso de los excedentes económicos, que no se resuelve en las inversiones civiles, tampoco encuentra respuesta ni solución en las erogaciones militares.

Capítulo VIII: SOBRE LA HISTORIA DEL CAPITALISMO MONOPOLISTA

En los capítulos anteriores, Baran y Sweezy han construido un modelo según el cual debería regirse la historia (meramente económica) del capitalismo. Se proponen ahora demostrar que este modelo es aplicable a la historia de los Estados Unidos.

Indican que la mayoría de los economistas e historiadores parecen convenir en situar históricamente el desarrollo del monopolio en Estados Unidos, aproximadamente, a partir del fin de la guerra civil, y desde ese momento se tendría que notar el estancamiento de la economía capitalista. Sin embargo, advierten los autores, existen fuerzas y tendencias que operan y contrarrestan a aquellas que serían explicadas por el modelo propuesto; pues de otro modo, si los efectos deprimentes del monopolio creciente hubieran actuado sin restricción, la economía de los Estados Unidos habría entrado en un período de estancamiento mucho antes de finalizar el siglo XIX, y es probable, continúan diciendo, que el capitalismo no hubiera sobrevivido para la segunda mitad del siglo XX.

Entre las fuerzas contrarrestantes estarían la máquina de vapor, el ferrocarril y el automóvil y, desde luego, según ellos, «junto a las innovaciones transcendentales debemos también incluir las guerras, como mayor estímulo externo» (pp. 177-178); nadie que no sea cuerdo, agregan, sostendría que en ausencia de guerras la historia económica del siglo XX habría sido lo que en realidad es: esto —contestamos nosotros— resulta cierto en lo que tiene de tautología, pero en absoluto está probado que la guerra sea el único —o el más importante— estímulo que mantiene en vida al capitalismo, y menos aún al simple capital como factor privado de producción económica de utilidad pública.

Una vez que han hecho estas advertencias, manifiestan los autores que la tendencia del capitalismo monopolista a crear más excedentes de los que puede absorber, quizá pueda neutralizarse o superarse por un mayor estímulo externo, pero se hará sentir de modo característico siempre que este estímulo se debilite o desaparezca; y es lo que tratan de demostrar que ha ocurrido en USA.

Según los autores, el ferrocarril absorbió casi la mitad del total de la inversión privada durante las dos últimas décadas del siglo XIX, y dio salida a otras muchas más; sin embargo, con la depresión de 1907 hubo una baja en la inversión de ferrocarriles. Como la siguiente innovación —el automóvil— apenas estaba haciendo su aparición en la escena económica, y además aún había de transcurrir la mayor parte de una década antes de que Estados Unidos llegara a verse envuelto en otra guerra, concluyen que si su modelo es válido deberían darse señales inequívocas de estancamiento durante el período 1907-1915. Y, dicen, ciertamente las hay, aunque la mayoría de los economistas de hoy parece que las han ignorado.

Se manifiestan sorprendidos de que no se haya hecho ningún análisis serio del período 1907-1915. Estudian los ciclos económicos y el desempleo de esa época, y consideran que los años 1907-1908 se asemejan mucho a 1929. A los autores esto les parece prueba contundente de que los años posteriores a 1907 se caracterizaron por crecientes dificultades de absorción de excedentes; y llegan a afirmar que si la primera guerra mundial no hubiera tenido lugar, la década de 1910-1920 habría pasado a la historia de los Estados Unidos como de una extraordinaria depresión[10].

Para los autores, la guerra llegó en el momento justo y el cuadro cambió de depresión a auge. La posguerra y el impulso de la automovilización habrían sido factores suficientemente poderosos para mantener el auge durante varios años más; «y, sin embargo, ahora sabemos que bajo la superficie próspera de los veinte, en la tan celebrada Nueva Era, las semillas del desastre estaban germinando» (p. 187).

Estudian después el porcentaje de utilización de la industria americana en el período 1920-1939. Se detienen en la gran depresión de 1929 que, dicen, ha sido considerada por los economistas burgueses como una desviación de la trayectoria histórica normal del país, porque éstos carecen de una teoría que explique satisfactoriamente el fenómeno. Indican que el mérito del modelo propuesto por ellos es, precisamente, que explica la Gran Depresión, no como la Gran Depresión, sino como el resultado normal del funcionamiento del sistema económico norteamericano: resultaba inevitable el hundimiento de la economía, hasta que fuese de nuevo impulsada por un estímulo suficientemente poderoso: la segunda guerra mundial.

Piensan que, después de la segunda guerra, la industria automotriz vino a ser de nuevo un estímulo económico importante; no lo había sido antes, según los autores, porque la gente no contaba con suficiente capacidad de compra ni facilidades de crédito; en cambio, en 1945 abundaron estos recursos porque se acumularon grandes cantidades de ahorros líquidos. Sin embargo, seguirán diciendo, el verdadero impulso han sido los gastos bélicos, pues «al aumentar los presupuestos para armamentos casi cinco veces, de 11.400 millones de dólares en 1947 a 55.200 millones en 1963, se puede decir, casi con seguridad, que nunca, desde la época del auge del ferrocarril, ha sido objeto la economía americana de tiempos de paz de un estímulo semejante» (p. 195).

No obstante, concluirán que, a pesar de este estímulo, se empezarían a notar los síntomas de una absorción inadecuada de excedentes; por eso, el desarrollo que en una sociedad racional permitiría un gran avance hacia la abundancia para todos, bajo el capitalismo monopolista constituiría una amenaza para la subsistencia misma de una proporción creciente de la clase trabajadora.

Llama la atención que pretendan demostrar casi un siglo de efectos depresivos del capitalismo, en base a dos depresiones, una de las cuales ni siquiera todos admiten. Por otro lado, casi sería más fácil concluir con los mismos datos que indican que el capitalismo posee algún mecanismo de autorregulación que hace imposible su hundimiento. En realidad la lectura de este capítulo suscita una sospecha: ¿no están tratando los autores de justificar el incumplimiento de las leyes marxistas sobre el capitalismo, que predecían su desaparición a corto plazo?

Capítulo IX: EL CAPITALISMO MONOPOLISTA Y LAS RELACIONES RACIALES

Cuando se escribió esta obra se hallaban en pleno auge los problemas raciales en USA; los autores, marxistas convencidos, no dejan de aplicar su esquema apriorístico a esta lucha, para concluir en el próximo desmoronamiento del capitalismo y la necesidad de llegar al socialismo.

Afirman que «el problema racial de Estados Unidos no es producto del capitalismo monopolista. Fue heredado del sistema esclavista del viejo Sur» (p. 198) [11]. Y consideran que actualmente habría una intensificación del conflicto, manifestado tanto en la mayor militancia del sector negro como en la violencia con que ha sido combatido su movimiento por parte de sectores blancos. Los autores atribuyen la agudización del problema al capitalismo.

Baran y Sweezy sostienen que la guerra civil americana no buscaba la abolición de la esclavitud, sino más bien dominar a los sudistas, que constituían un obstáculo al desarrollo y a la influencia de los estados capitalistas del Norte. Para ellos la liberación habría sido un resultado indirecto de la lucha, pero no su finalidad: vencidos los sudistas, se convirtieron en tributarios de los estados del norte, que los explotaban al mismo tiempo que les consentían continuar con el mismo trato y explotación sobre la mano de obra negra. Cuando en la segunda década de este siglo creció la mecanización en el campo, que liberó mano de obra, y además el aumento de industrialización exigió el reclutamiento de más trabajadores, los capitalistas vieron que en el Sur se podían contratar obreros negros en mejores condiciones que las establecidas con inmigrantes europeos; por eso, según los autores, apoyaron la oposición gubernamental a aceptar más inmigrantes europeos por el temor de que propagaran las ideas revolucionarias que dominaban en Rusia y amenazaban a Europa.

«El cambio del campo a la ciudad ha significado, en general, incuestionablemente, un nivel de vida más alto para los negros» (p. 204). Pero en cambio, opinan los autores, en la vida urbana hay una marcada diferencia en las condiciones de trabajo y posibilidades de ascenso entre la clase trabajadora de los blancos y la de los negros, cuya posición es muy inferior; por eso, concluirán, salvo algunas excepciones notables, la segregación racial, lejos de desaparecer, iría en aumento en Estados Unidos.

Con estas conclusiones, los autores pretenden resaltar un tema muy querido al marxismo: al negro intencionalmente se le impediría progresar, con el propósito de tener un subproletariado que proporcionaría mano de obra barata, tanto para los trabajos inferiores, con baja remuneración, como para que sirviera a manera de pararrayos de las clases blancas de menores recursos.

Como los autores no pueden negar el progreso realizado en esta línea, tienen que recurrir a torcidas intenciones en sus autores, y así atribuyen las mejoras logradas tanto a la fuerza que habría tomado el movimiento de liberación como a la necesidad para Estados Unidos de dar al mundo la imagen de un gobierno liberal que supere una mala herencia del pasado. De este modo, también se aseguraría la lealtad, o cuanto menos la neutralidad de la gente de color; en caso contrario, la revolución mundial tendría, más tarde o más temprano, un Caballo de Troya potencialmente poderoso dentro de las murallas de la más potente fortaleza del capitalismo monopolista.

Tratan después del problema racial, más bien desde el ángulo político que del económico, y comienzan diciendo que la oligarquía tendría necesidad de debilitar el movimiento de protesta y liberación de los negros, y lo hace mediante estrategias que podrían agruparse bajo el calificativo del «simbolismo». Se trataría de asegurar la lealtad del grupo burgués de color, colocando a los negros en posiciones prominentes y dando así la impresión de que Estados Unidos no sigue una política de apartheid, sino todo lo contrario, que lucha contra ella promoviendo oportunidades iguales para sus ciudadanos negros: la mera existencia de la posibilidad, opinan, de moverse hacia arriba y hacia afuera, tendría un profundo impacto psicológico en el resto de la clase.

La estrategia del simbolismo requeriría también no sólo que los directivos negros provengan de la burguesía negra, sino que siguieran dependiendo de los favores y apoyo económico de la oligarquía blanca, para «asegurar» su lealtad. Por eso, explican los autores, se abren oportunidades a los más destacados jóvenes negros, con el fin de atraerlos a las organizaciones mayores y restar elementos inteligentes y de valía al movimiento de liberación.

Sin embargo, los autores aseguran que tales organizaciones mayores no durarán y las clases de color generarán pronto su propia conciencia revolucionaria. De este modo, llegan a la inevitabilidad de la revolución interna en Estados Unidos, como parte y colofón de la revolución mundial: «las masas negras no pueden esperar la integración en la sociedad norteamericana tal como está constituida ahora. Pero sí pueden esperar ser uno de los agentes históricos que la derrocarán y pondrán en su lugar otra sociedad en la que ellos compartan, no sólo los derechos civiles, que son cuando mucho un estrecho concepto burgués, sino todos los derechos humanos» (pp. 222-223). Por supuesto, antes hablaron de que esta sociedad es la socialista.

Ciertamente, el problema racial es un problema existente y que merece serios esfuerzos por solucionarlo; sin embargo, en nuestra opinión, muy poco puede decir en favor de la tesis de los autores: cuando se pierde el sentido transcendente de la vida y la solidaridad humana que deriva de nuestra condición de criaturas e hijos de Dios, surge desgraciadamente el racismo, como se puede comprobar en las diversas épocas históricas y, actualmente, también en los países socialistas (como ejemplo se encuentran los genocidios contra los rusos blancos, los kurdos, los judíos, etc.), pese a sus esfuerzos por ocultarlo.

Capítulo X: SOBRE LA CALIDAD DE LA SOCIEDAD CAPITALISTA MONOPOLISTA

Los autores indican que su propósito no es sólo conocer los principios de la economía americana, materia hasta ahora considerada, sino también comprender a fondo las fuerzas que moldean las vidas, forman las mentes y determinan el desarrollo de los individuos en la sociedad. En este capítulo quieren poner de manifiesto unas cuantas lacras de esa «sociedad burguesa»; por desgracia, alguno de los hechos que denuncian son verdaderos, aunque no lo sean las causas que les atribuyen, ni la solución que apuntan: muchas de ellas también se producen en estados socialistas, y aunque así no fuera, el precio que habría que pagar por ello —la falta de libertad, etc.— no lo justificaría.

El siguiente párrafo es como un resumen de sus impresiones: «una pesada, asfixiante sensación de vaguedad y futilidad de la vida invade la moral del país y del ambiente intelectual (...). Esta enfermedad priva al trabajo de significado y propósitos; convierte el ocio en tristeza y fomenta la pereza; fatalmente deteriora el sistema educativo y las condiciones para un crecimiento sano de los jóvenes; transforma la religión y la Iglesia en vehículos comercializados de «reuniones» y destruye la base esencial de la sociedad burguesa: la familia» (p. 224). Afirmarán que aunque estos fenómenos no son nuevos y siempre han caracterizado al capitalismo, quizá la crisis nunca ha sido tan aguda y penetrante.

Para corroborar esta afirmación, aducen el número de suicidios, la delincuencia juvenil, el notable aumento de divorcios y de separaciones legales. Según ellos, estos fenómenos reflejan no sólo una clara tendencia a la desintegración de la familia «burguesa», sino también una creciente soledad y miseria de los individuos. Como es indudable —siguen considerando— que nuestra sociedad es más rica ahora que en cualquier otra época, y que también han aumentado las crisis sociales, dirán que la brecha entre lo que es y lo que podría ser nunca ha sido tan evidente como en la actualidad; por eso, concluyen, «el resultado definitivamente importante es que el capitalismo monopolista (...) ha fracasado totalmente en cuanto a sentar las bases de una sociedad capaz de promover la riqueza y el feliz desenvolvimiento de los miembros» (p. 227).

Por más que los autores absolutizan y exageran, como lo advirtieron en la introducción, no por esto se puede restar importancia a las manifestaciones de desintegración familiar y social, que tienen en el divorcio una de las principales causas y que se presentan no sólo en Norteamérica, sino también en otros muchos países. Sin embargo, en contra de los autores, hay que hacer notar que los fenómenos observados de malestar y desintegración social no están en función de un factor económico, tanto más que tales países tienen más de abundancia que de escasez; la causa real es que se ha perdido el sentido transcendente de la vida, olvidando los valores espirituales, que son esenciales a su desarrollo y, en el caso de la familia, que hacen crisis sus valores fundamentales: se menosprecia el carácter esencialmente indisoluble del matrimonio, el sentido profundo del amor, como sacrificio y entrega, y su finalidad esencial de procreación y de formación integral de los hijos.

Por otro lado, no dejan de sonar de un modo extraño, las lamentaciones que pronuncian los autores —marxistas— ante los males de la «sociedad capitalista». Quizá no sea más que un recurso para atraer a los ingenuos que crean ver en ellos a los «defensores del hombre».

En el resto del capítulo, quizá aprovechando el impacto emocional de lo ya visto, atacarán algunos aspectos de la sociedad americana que, estudiados sin los prejuicios que tienen los autores, no se pueden en absoluto considerar como lacras: quizá son puntos que podrían mejorar, pero son muchos los países —especialmente socialistas— que se encuentran aún más atrasados en los temas que van a considerar.

Basándose en la declaración del Presidente Johnson en su mensaje sobre el estado de la Unión en enero de 1964, sobre «la guerra a la pobreza», quieren verificar dos tesis de Marx: que el capitalismo genera riqueza en un polo y pobreza en el otro, y que siempre da lugar a subocupación y desocupación lo que mantiene un ejército industrial de reserva. Ciertamente los autores definen la pobreza como la condición en la cual los miembros de una sociedad viven con ingresos insuficientes para cubrir lo que es el mínimo de subsistencia para esa sociedad y en ese tiempo; pero aún tomada en este sentido, no se puede decir que los pobres en USA —al menos comparándolos con otros lugares— lo sean mucho, ni muy numerosos. Es otra prueba histórica de la falacia del marxismo: si se hubieran cumplido sus leyes, el paraíso del capitalismo monopolista tendría que ser, a la vez, el más abundante en pobreza; además, no se entiende, en buena lógica marxista, cómo un gobernante capitalista se empeña en un programa de reducción del ejército de reserva: ¿será que el capitalismo no es tan férreo y ciego como dice el marxismo?

A continuación plantean el problema de la vivienda, haciendo resaltar que un elevado porcentaje de ellas carece de los servicios indispensables y muchas están dentro de lo que el censo califica de «deterioradas o destruidas». Insisten en que los proyectos de reforma están muy lejos de contribuir a una verdadera solución del problema, debido a manipulaciones de contratistas que les permiten construir con criterio de utilidad económica más que de utilidad social.

También hacen una exposición del desarrollo de los transportes en Estados Unidos. Critican la creciente producción de automóviles por cuanto consideran que lo que hace es anular en muchas partes del país la ventaja inicial de que gozaba el primer propietario: disponer de un transporte rápido. Según los autores, actualmente los caminos y carreteras se congestionan hasta estrangularse; además, el problema del servicio en los estacionamientos se hace casi insoluble, y así el automóvil se convertiría en lo contrario de lo que originalmente se pretendió que fuera: de un medio de transporte rápido, en un obstáculo insuperable para el tráfico. «La negación de la negación», llaman los autores a este fenómeno que —según ellos— fatalmente tenía que presentarse, siguiendo el determinismo marxista. La ingenuidad de ese argumento, que quiere ver en el aumento del número de automóviles un elemento de alienación, es de todo punto evidente.

Dedican la parte final de este capítulo a la crítica del sistema educativo americano. Estiman que, no obstante la idea de libertad e igualdad de oportunidades en la educación, no se estarían eliminando las antiguas barreras de clase.

Inmediatamente inician la crítica del sistema educativo dando preferencia a la consideración de sus aspectos meramente económicos. Según los datos estadísticos que manejan, manifiestan que en 1960 el gasto total en educación constituyó el 5,5 por 100 del ingreso nacional del país. Establecen la comparación con la Unión Soviética en donde afirman que al finalizar la década de los cincuenta, el presupuesto educativo fue estimado entre el 10 y el 15 por 100 del ingreso nacional[12]. También hacen notar que el presupuesto militar para 1960 representó más del doble de lo que se dedicó a educación; a diferencia del paralelismo que establecieron anteriormente, en este caso no dan el dato comparativo entre el presupuesto militar de la Unión Soviética y los recursos que aplicó a educación.

Señalan después los autores que también existiría problema de escasez de escuelas, de baja remuneración de los profesores, y de marcada discriminación en el trato y las oportunidades que se ofrecen a los alumnos según la esfera económica de donde provengan, y esto tanto en las escuelas oficiales como en las privadas. Hablan, por fin, de que el nivel académico sería cada vez más bajo en todos los grados, desde los estudios primarios hasta los de bachillerato, sin excluir los técnicos y universitarios.

Establecen algunas comparaciones, por ejemplo por lo que hace a lecturas que se tienen en los primeros grados de las escuelas elementales, dicen que se refieren a episodios triviales de una comunidad «hipotética y esterilizada», mientras que las lecturas soviéticas, dicen, sin aclarar la edad o grado escolar de los lectores, consistirían en un número considerable de escritos, prosa y poesía, de autores rusos tan sobresalientes como Tolstoi, Turgueniev, Puskhin, Gorki y otros[13]. En fin, acusan de falta de inteligencia y de sentido humanista a la educación en Estados Unidos. Ni que decir tiene que para ellos «sentido humanista» quiere decir «sentido marxista».

Capítulo XI: EL SISTEMA IRRACIONAL

En este último capítulo, Baran y Sweezy resumen las ideas marxistas sobre el capitalismo —unificando e identificando en él todo lo que no es socialismo—, con especial referencia a los males indicados en el capítulo anterior.

Para ellos, la esencia del capitalismo estaría en el principio del cambio de equivalentes, del quid pro quo, no solamente en materia económica, sino en todos los aspectos de la vida[14]; consecuentemente afirman que los capitalistas han hecho del quid pro quo guía de acción y norma de moralidad. Indican que este principio del cambio equivalente puede sobrevivir en una sociedad socialista por un tiempo considerable; pero el paso del socialismo al comunismo requeriría una lucha incesante contra él, con miras a ser reemplazado finalmente con el ideal: «dé cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades». Esta transformación se realizaría, según los autores, porque la naturaleza de la racionalidad implicada en los cálculos económicos sufre un cambio profundo que, a su vez, no sería sino una manifestación de una transformación completa de las necesidades humanas y de las relaciones entre los hombres de la sociedad[15].

Pero así como esa tendencia del quid pro quo, según los autores, acaba superándose en el socialismo, en el capitalismo llegará a hacerse incompatible con las fuerzas fundamentales de la sociedad, y rompería con el principio racional de organización económica y social cuando el capitalista, buscando los máximos beneficios, convirtiera dicho principio en una fórmula para mantener la escasez en medio de la abundancia potencial. Por eso, insisten con Marx, en la sociedad capitalista, todo aumento de productividad empeora la situación del trabajador, y lo que en un lado es acumulación de riqueza, en la clase que crea su propio producto como capital es acumulación de miseria.

Los autores acusan a la clase burguesa de adherirse a conceptos «anacrónicos y moribundos»; consideran como tal a «la libre competencia», afirmando que si la empresa nunca fue absolutamente libre, la relativa libertad que pudiera haber tenido la ha perdido por el dominio monopolista que los grandes consorcios tienen del mercado. Lo mismo ocurriría con el concepto de «democracia» porque, según los autores, las masas sin propiedades nunca han estado en posición de determinar las condiciones de vida ni la política del gobierno de un país capitalista.

Manifiestan, con la mayor ligereza, que no requiere ser demostrado el que toda percepción religiosa del mundo sea y haya sido siempre un conocimiento falso; así como que la cristiandad y otros credos organizados hayan servido para racionalizar y justificar la conquista, la explotación y la inhumanidad. Aun cuando manifiesten que, en el pasado, la conciencia religiosa habría participado de la verdad fomentando el desarrollo del conocimiento y las artes de la civilización[16], finalizan este tema diciendo que «lo que se ha ofrecido a la venta en el mercado religioso son recetas para adquirir el 'poder de pensamiento absoluto' o la obtención de 'tranquilidad de conciencia', como licor o pastillas tranquilizantes» (p. 268-269).

Consideran que la ideología burguesa, en la actualidad, no tendría más meta que la conservación del statu quo, con todos sus males manifiestos, absurdos e irracionalismos, y por eso, su esfuerzo se dirigiría cada vez más a repudiar el socialismo —que sería la única alternativa real del capitalismo monopolista—, y a combatir la revolución, único medio posible de llegar al socialismo marxista. En consecuencia, afirman, todo el sistema y la ideología burguesa se encontrarían en plena decadencia, como los sistemas y la vida y las costumbres de la sociedad norteamericana.

Continúan haciendo amplias consideraciones sobre las miserias humanas y las lacras morales observadas, tanto en jóvenes como en adultos, en la sociedad norteamericana actual. No parece necesario detenernos a detallar sus descripciones, tanto porque son problemas conocidos como porque los autores no los presentan con el propósito de analizar sus causas profundas —que radican fundamentalmente en un ateísmo práctico que priva de sentido trascendente a la vida—, sino con el ánimo de producir en el lector el repudio integral del sistema, al que se le acusa de ser la causa determinante e inevitable de todas las miserias morales de la vida social[17].

Así se ocupan de la desintegración familiar, que sabemos que está causada particularmente por los divorcios en aumento, o por el desinterés, producido por un grave egoísmo hacia la formación y conducta de los hijos; del erotismo, que lejos de satisfacer las exigencias humanas de compañía y amor, conduce a una creciente degradación humana; de la drogadicción, que aniquila a la persona y a su descendencia; se refieren también a las ansias, siempre insatisfechas, de poseer cada vez más cosas: el último modelo de televisión, el traje a la moda o el nuevo automóvil.

Con toda esta degradación, concluyen afirmando el necesario advenimiento de lo que llaman el drama de nuestro tiempo: la revolución mundial que nunca podrá llegar a su fin hasta que haya abarcado todo el mundo.

Para terminar este capítulo, sólo queremos señalar que no se trata de ignorar las lacras evidentes de la sociedad occidental contemporánea, ni tampoco —aunque tal vez cabría hacerlo— de establecer una comparación con las que la información logra filtrar entre las mallas de la censura de los países marxistas. Se trata fundamentalmente de aclarar que la crítica marxista al capitalismo es falaz, que el marxismo constituye precisamente una radicalización erigida en sistema de aquella realidad negativa que —más o menos justamente— se ha llamado «burguesía»: que, a la mayor parte de los males característicos del materialismo práctico de buena parte de la sociedad occidental, añade otros como la opresión de toda libertad, el intento de eliminar todo lo religioso, la despersonalización humana... Por tanto, su crítica —valiéndose a veces de algún aspecto negativo real— es sustancialmente falaz, muchos males son comunes y la alternativa que proponen es absolutamente reprobable.

VALORACIÓN

Ya hemos hecho notar la semejanza de este libro, en sus tesis fundamentales, con otros dos de los autores[18]. Por eso la actual crítica será breve: sólo queremos resaltar que la exposición de Baran y Sweezy, bajo una apariencia puramente técnica, se fundamenta en una concepción aberrante del hombre y de la sociedad.

Realidad y racionalidad

Es difícil saber el proceso concreto por el que una persona se «convence» del marxismo; indudablemente, en el fondo, hay un afán de autonomía y egocentrismo que fuerza a la voluntad para aceptar algo que resulta contrario a la evidencia. Es más sencillo comprobar que, para quien acepta el marxismo, lo importante no es conocer e interpretar el mundo tal como es, sino transformarlo y dominarlo según los dictados del esquema marxista; y, precisamente en esa transformación, se encontraría la «verdad» (cfr. Marx, tesis número 11 sobre Feuerbach).

Por eso, no puede resultar extraño que en esta obra se encuentren datos incorrectos, suposiciones que se presentan como hechos, contradicciones, e incluso faltas de congruencia con algunos postulados marxistas: lo importante, para los autores, es justificar la «revolución mundial», subordinando a este fin cualquier otra cosa. No dudan, por ejemplo, en interpretar —e incluso manipular— los datos de la historia económica de un modo arbitrario; seguramente responderían que en esos casos la realidad era mera apariencia, en cuanto no está de acuerdo con «lo racional» (con el fin propuesto), y, por tanto, que debe modificarse esa versión de la realidad —falsa, según ellos, por ser capitalista— para ajustarla a «la verdad» de la praxis (cfr. Baran, pp. 62-70, y Sweezy, pp. 87-95).

El subconsumo y la superproducción

Puede dar la impresión, cuando se hace una lectura superficial de este libro, que la tendencia del capitalismo a la superproducción es un dato experimental; examinando más atentamente se advierte que no es algo que demuestran, sino una conclusión que fuerzan, un a priori, basado en la identificación que hacen entre el hombre y su función económica: para los autores, el hombre no puede actuar de modo distinto a como le condiciona el medio socioeconómico en que vive, y, por tanto, el capitalista sólo puede moverse por un afán siempre creciente de utilidades, aunque después no sepa qué hacer con ellas. Para quien no se deja engañar por este a priori, resulta un poco ridículo pensar —aunque la frase sea de Lenin— que el capitalista esté dispuesto a dejarse ahorcar con su propia cuerda.

Además, si fueran exactos los datos, las leyes, las razones, etc., que aportan, cabría preguntarse por qué no se ha hundido hace mucho tiempo la sociedad capitalista. Lo cierto es que esta teoría de la irreversibilidad de la crisis capitalista no es una ley puramente académica, sino que tiene una importancia muy práctica en el marxismo; es la que mantiene y fomenta el espíritu revolucionario: decir que el capitalismo se va a hundir necesariamente es un buen justificante para la necesidad de la revolución, que «ayudaría» a que las cosas llegaran, cuanto antes, a su estado definitivo (cfr. Sweezy, p. 81-82).

Las causas contrarrestantes

Los autores responden a la pregunta formulada en el párrafo anterior hablando de las causas contrarrestantes de la crisis; ya hemos tenido ocasión de ver que, con los datos que se obtienen de la historia económica, más bien cabría concluir que esa crisis definitiva no se va a presentar. De todos modos, para quien acepta la realidad como sencillamente se le presenta, no deja de chocar que entre las causas contrarrestantes —y por cierto las más eficaces, según los autores— se enumeren los gastos improductivos. La necesaria evolución que propugnan sólo se lograría si el mundo siguiera un esquema rígido tal como el «pensado» por los marxistas. La realidad desmiente, en todos los campos, que las cosas vayan así (cfr. Sweezy, pp. 84-87).

El trabajo improductivo y la irracionalidad

Cuando los autores hablan de la distinción entre trabajo productivo e improductivo, incluyen en éste todo el que no tenga una finalidad inmediatamente económica; también aquí subyace la misma falsa concepción del hombre: circunscribir el progreso humano únicamente al desarrollo económico y, por tanto, pensar que el hombre es pura materia. No sólo resulta falso, sino incluso imposible, que el hombre se proponga como meta última el desarrollo económico: éste nunca deja de ser un medio para buscar a Dios (verdadero último fin) o la autoafirmación (cfr. Baran, pp. 70-76).

En esta misma línea se encuentran las frecuentes acusaciones que hacen al capitalismo de irracional, mientras que ponderan la racionalidad del sistema socialista. Hay que hacer notar, además, que no se trata de una irracionalidad personal, sino a nivel estructural; es decir, para los autores resulta irracional la estructura que no tenga como único fin el desarrollo económico, mientras que una «estructura racionalmente montada» ya se encargaría, según ellos, de transformar completamente la naturaleza y las necesidades humanas.

Su error consiste, por tanto, en admitir el monismo materialista: sólo si se parte de que la materia es la única realidad, se puede pensar que es el «sistema» el que determina la conducta humana. De ahí, se llega a negar la libertad del hombre, a contraponer lo real a lo racional, a decir que la historia transcurre necesariamente por los cauces de la evolución dialéctica y, en definitiva, a propugnar como único e inevitable remedio la revolución mundial (cfr. Baran, pp. 76-88).

J.U.M. y E.C.C.

 

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[1] Sobre las dos existen amplias recensiones, que puede ser interesante consultar.

[2] Esto podría admitirse, en parte, en una sociedad integrada por muchos pequeños accionistas, pero difícilmente se puede admitir cuando los accionistas son grupos bancarios u organizaciones económicas.

[3] No parece compatible esta «ética de solidaridad» con la tesis sostenida por los autores de la máxima acumulación de riquezas por parte de los capitalistas.

[4] Sorprende que los autores prescindan de acontecimientos históricos de extraordinaria importancia, y consideren, con acentos de profecía que son únicos, esto es, que no se repetirán fenómenos análogos. Por el contrario los nuevos adelantos, consecuencia de la capacidad de investigación y de la invención del hombre, como la energía atómica, la cibernética, etc., pueden a su vez revolucionar las técnicas y sistemas de producción, absorbiendo, como en el pasado, sumas incalculables de nuevas inversiones. Teniendo en cuenta nuestro avance científico, extraordinariamente rico en invenciones y desarrollos tecnológicos, ¿por qué no pensar que aquellas invenciones no son término sino principio o apertura de nuevas perspectivas para la humanidad, si ésta sabe continuar sus investigaciones con fines constructivos?

[5] Es ésta una afirmación interesante: según los autores, la economía moderna —capitalista— se rige por la realidad que encuentra a su paso, realidad que no coincide con el férreo sistema ideado por Marx, y que ellos indican como la razón o lo racional.

[6] Surge inmediatamente la pregunta sobre quiénes, y con qué criterio, van a determinar aquellos bienes que resultan indispensables para el desarrollo y bienestar del hombre. El hecho de que el Estado tenga que ser el intérprete necesario de este tipo de exigencias humanas y el que determine los bienes necesarios a su bienestar, convierte a toda la sociedad en una especie de inmenso conglomerado de personas formado por individuos menores de edad, a los que no les es permitida ninguna elección ni opinión propia; es como vender lo mejor que el hombre tiene —su realidad espiritual— por un plato de lentejas: nunca compensa, por muy abundante que resulte.

[7] Recientemente, en un país comunista —Cuba— se ha aprobado constitucionalmente el derecho de apoyar movimientos de «liberación» —marxistas, se entiende— de otros países.

[8] Paradojas de la historia, que no es como quisieran los marxistas: gran parte de las actuales crisis económicas de los países desarrollados, las han provocado los países subdesarrollados del Tercer Mundo.

[9] Es del dominio público, y en este caso no deja de ser una ironía, que precisamente la organización militar, con las características y finalidades que le atribuyen los autores, es la que hace posible la imposición del régimen socialista, tanto al interior de la U.R.S.S., como al exterior para prevenir o aplastar todo movimiento nacionalista o de protesta. Está aún en la memoria del mundo la opresión militar ejercida por la U.R.S.S. sobre sus países satélites de Europa y, de modo particular, contra Hungría y Checoslovaquia. Otro tanto puede decirse de China comunista, cuya revolución cultural se hizo a punta de bayoneta contra la población civil. También se podrían mencionar las recientes «liberaciones» del Sudeste asiático, el caso de Angola, las denuncias y represión de los disidentes rusos, que son internados en manicomios, etc.

[10] Por otra parte, y parece una clara contradicción con su tesis, manifiestan que «en 1915 la era del automóvil estaba en marcha, y la gran sacudida de los patrones de hábitos de vida y hábitos de consumo que éste trajo consigo probablemente habría creado un auge aunque la guerra nunca hubiera llegado» (p. 186).

[11] En este mismo capítulo dirán, por el contrario: «fue el capitalismo, con el entronamiento del egoísmo y de los privilegios, el que creó el problema racial (…) y obstaculiza todo esfuerzo para su solución».

[12] Hay que tener en cuenta a este respecto que la mayor parte de la educación americana es privada: el 5,5 por 100 incluye sólo la educación estatal.

[13] Sería interesante poder preguntar a los autores el porqué de la censura y del retiro de la circulación en la Unión Soviética de muchos de sus mejores autores clásicos, así como el rechazo de otros contemporáneos cuyo alto nivel literario ha sido ya universalmente reconocido.

[14] Los autores falsean la naturaleza de las relaciones sociales al hacerlas consistir exclusivamente en el cambio de equivalentes. Las vinculaciones sociales profundas y duraderas están afincadas, no en fórmulas mercantilistas de trueques o de compensaciones, sino en la fuerza unitiva de la simpatía, del amor, de la amistad, de la lealtad, del servicio, sea a los individuos, a la comunidad o a la patria; virtudes todas que dan sentido humano a la vida y contribuyen a formar la historia y tradición de las distintas nacionalidades, independientemente del régimen económico a que pertenezcan.

Como ya hemos indicado, una sociedad que se comportara de aquel modo merecería una crítica más profunda —no solamente a nivel económico y material— que la realizada por los autores.

[15] Estos supuestos de lo que ocurrirá en la sociedad comunista implican una transformación esencial de la naturaleza humana; son supuestos a los que el marxismo trata de llevar, no buscando la forma moral que conduzca a la superación de las tendencias —propias del hombre caído— del egoísmo y la egolatría, que causan todas las actitudes antisociales, sino incitándolas con el odio y la violencia que implica la lucha de clases y la afirmación de que al socialismo sólo se llega por la revolución violenta.

[16] Ya se ve el peculiar concepto de verdad que manejan: cuando contribuye al desarrollo material es verdadero, cuando eso mismo —sin cambiar internamente— se opone al marxismo —es decir, según ellos, al desarrollo— es falso.

[17] Es esta una acusación simplista, que niega la responsabilidad propia indeclinable de la persona en la elección de su conducta.

[18] Para una crítica detallada de estos presupuestos, vid Recensiones a La economía política del crecimiento y La transición al socialismo. Para mayor detalle, remitimos al lector a páginas concretas de las recensiones indicadas; también puede ser útil consultar, al menos, las páginas 64-66, 97-102 y 167-189 de la recensión a El Capital.