Le père Goriot
(Castellano: Papá Goriot, Ed. Bruguera, 4ª ed.
Barcelona, 1980)
1. Introducción
Esta obra se publicó en ‹‹La Revue de Paris›› entre fines
de 1834 y comienzos de 1835. Está considerada la obra más madura de ese vasto
proyecto editorial que Balzac abordó con el título de ‹‹La Comedia Humana››
—título que halló con posterioridad a Papá Goriot, hacia 1842— y que dejó
inconcluso. Algunos personajes, como Eugène de Rastignac, uno de los
principales protagonistas de Papá Goriot, reaparecerán en novelas
posteriores de ‹‹La Comedia Humana››.
Papá Goriot es autobiográfica en muchos aspectos.
Por consiguiente, conviene tener a la vista la historia personal de Balzac para
comprender plenamente el desarrollo de la trama y el alcance de su tesis
central, que es la siguiente: el dinero es, en la pervertida sociedad que se
describe, el único valor apetecible o apetecido de hecho; todos los estratos
sociales están sometidos a esta ley, que condena a transigir en las
convicciones más profundas, a la pérdida de las ilusiones y, en última
instancia, a la muerte solitaria en el más completo abandono. Tesis terrible,
ciertamente, que Balzac desarrolla con brillantez y seguridad. El fondo inmoral
de la novela, que como se sabe fue incluida en el ‹‹Index librorum
prohibitorum››, no estriba en la apología del comportamiento de los personajes,
integrados en la corrompida alta sociedad parisina, sino más bien en la
resignada aceptación de esos comportamientos inmorales, contra los que no sólo
no habría forma de luchar, sino que habría que acoger para sacarles el máximo
partido en provecho propio.
Honoré de Balzac (1799-1850), nacido en el seno de una
familia provinciana, acudió a París para estudiar Leyes. Muy pronto conoció a
Laura de Berny, veintidós años mayor que él, que fue su amiga y consejera.
Abandonó su carrera profesional para dedicarse a la Literatura, con muy poco
éxito al principio. Por todos los medios intentó ser aceptado en la alta
sociedad parisina. Invirtió los últimos diez años de su vida en procurar
casarse con una dama ucraniana que había enviudado por entonces y que fue su
verdadero amor. Lo consiguió pocos meses antes de morir. Entre tanto trabajaba
sin interrupción, hasta el agotamiento, para cumplir sus compromisos
editoriales y obtener dinero para satisfacer sus deudas (cfr. una buena
biografía en Gran Enciclopedia Rialp, III, p. 651).
2. Contenido de la novela y personajes principales
La narración se divide en cuatro partes y se sitúa a
finales de 1819.
Parte I: ‹‹Una pensión burguesa›› (pp. 17-110)
Balzac presenta sus personajes, que residen en una
modesta pensión del viejo París. Dueña de la pensión es la señora Vauquer,
viuda de unos cincuenta años, gorda y roñosa. No tiene especial relevancia en
la evolución de la trama. La pensión está en muy mal estado. En el mismo
edificio conviven varios huéspedes.
La señora Couture, viuda de un comisario de la República francesa,
hace de madre de una joven muchacha, Victorine Taillefer, hija de un hombre
riquísimo de París que no quiere reconocerla como hija.
El anciano señor Goriot, apodado ‹‹Papá Goriot›› por los
demás pensionistas, fue fabricante de fideos y comerciante adinerado en
harinas. Ahora está retirado. Tiene dos hijas casadas en París con ricos
hombres de la alta sociedad: Anastasie de Restaud (la hija mayor) y Delphine de
Nucingen. Ambas explotan a su padre, que las adora y se sacrifica hasta el fin
por ellas. La biografía de Papá Goriot es muy importante para comprender la
trama. Balzac la describe con detalle en las páginas 107-110 (cfr. apéndice I).
Eugène de Rastignac, verdadero protagonista de la novela,
es un joven estudiante de Leyes, oriundo de provincias y de una noble familia
venida a menos. Rastignac es a ratos el narrador, y asiste, junto a su propia
tragedia, al drama de Papá Goriot. Su situación económica es insuficiente para
el proyecto de vida que se propone, por lo que vive obsesionado por el dinero.
En muchos aspectos, Rastignac, que es un joven de buen fondo dominado por la
ambición, recuerda al Balzac de los años de estudiante en París y de los
primeros pasos en la alta sociedad parisina.
Los dos criados, Cristophe y Sylvie, son personajes secundarios.
La vieja señorita Michonneau tendrá un papel relevante en
el desenlace de la novela, pero es personaje de relleno; como también lo es su
acompañante habitual, señor Poiret, funcionario retirado.
Vautrin, es un hombre de unos cuarenta años, cuya verdadera
personalidad no se desvela hasta la última parte del libro. Su actuación es
central, porque Balzac lo presenta como la voz de la tentación constante que
acucia al joven Rastignac: es el incentivo de sus ambiciones todavía un tanto
dormidas. Vautrin es hábil, buen conversador, buen conocedor del alma humana,
espléndido con su dinero, halagador de todos y de secretas tendencias
homosexuales, que Balzac descubre primero tímidamente (pp. 185, 191, 194) y
abiertamente cuando la policía va a detenerle (p. 194). A pesar de tratarse de
un indeseable, cuyo pasado expone de repente (pp. 189-195), a pesar de ser ‹‹el
tipo representativo de toda una nación degenerada›› (p. 227), es contemplado
con benevolencia por Balzac, que hace decir a la criada Sylvie, cuando la
policía se lleva a Vautrin: ‹‹Bueno! –dijo–. Era un buen hombre, de todas
formas›› (p. 229). El verdadero nombre de Vautrin es Collin. Su apodo es ‹‹el
Engañamuertes››. Se trata de un expresidiario, jefe de la peor banda de
ladrones de París. Vautrin es también el contrapunto de la hipocresía parisina:
él es el mal no disimulado; todos los demás, los que guardan las apariencias,
son la corrupción escondida. ‹‹¿Son ustedes mejores que nosotros? –dijo
Collin–. La infamia que llevamos nosotros marcada sobre el hombro, es menor que
la que hay en sus corazones, miembros sin vigor de una sociedad gangrenada; el
mejor de ustedes no puede compararse conmigo›› (p. 226). (Conviene saber que
Vautrin o Collin tenía la marca de expresidiario en el hombro).
La señora vizcondesa de Beauséant, tía (otras veces dice prima) de Eugène de Rastignac, pertenece al más alto círculo de la nobleza parisina. Juega un papel fundamental en el futuro de Eugène, abriéndole, con su influencia, las puertas de la vida social. En algún sentido recuerda la ayuda y los consejos de Laura de Berny a Balzac. En un momento de despecho, porque ha sido traicionada por su amante, el señor de Ajuda, decide ayudar a su sobrino Rastignac, a quien da demoledores consejos, que pueden leerse en las pp. 98‑100 (cfr. apéndice II). Tales consejos son, en algún sentido, la explicitación de las secretas ambiciones de Rastignac: por ello hacen blanco perfecto en el alma del joven estudiante de veintiún años. Tal situación anímica había sido cuidadosamente descrita por Balzac poco antes (pp. 48‑51, cfr. apéndice III).
Es curioso comprobar que los mismos consejos, aunque en
estilo más rudo, habrá de recibirlos también de Vautrin (pp. 125-137). La tesis
central de Vautrin es la siguiente: ‹‹Un hombre que se precia de no cambiar
nunca de opinión es un hombre que se compromete a andar siempre en línea recta,
un tonto que cree en la infalibilidad. No existen principios, sólo
acontecimientos; no existen leyes, sólo circunstancias para conducirlas. Si
existiesen principios y leyes fijas, los pueblos no las cambiarían como
cambiamos de camisa. Un hombre no va a saber más que toda una nación›› (p.
135). Jugando con estos dos personajes, Balzac consigue efectos sorprendentes:
logra hacer creer que todos los hombres, tanto los más educados y encumbrados
en las cimas de la exquisitez, como los fondos más bajos del desecho humano,
todos se comportan de la misma manera: sólo persiguen la satisfacción de sus
egoísmos y ambiciones. ‹‹Vautrin tiene razón; la fortuna es virtud››, se dirá
Rastignac en un momento de la trama (p. 101).
El argumento de la primera parte de la novela es
el siguiente: Eugène de Rastignac consigue asomarse a la alta sociedad
parisina, merced a la ayuda de su tía vizcondesa, y topa casualmente con las
dos hijas de Papá Goriot. Anastasie, la mayor de las dos, le cierra la puerta
de su casa al enterarse de que Eugène convive en la misma pensión que Goriot;
la segunda hija, Delphine, le va a aceptar como amante.
Desde el primer momento, Balzac se propone hacer creer al
lector que Delphine es la buena hija y que Anastasie es la mala hija. Más
adelante, Balzac nos mostrará que ambas son igualmente egoístas. En la
conclusión de la novela, Balzac apelará a uno de esos juegos efectistas que
tanto usa para sorprender al lector, que se encontrará que la peor de las
hermanas es la mejor... De esta forma, no sólo conseguirá que la novela no
decaiga, sino que, por el recurso de las paradojas, afirmará una vez más su
tesis: que no hay buenos y malos, pues todos se mueven igualmente por su propio
egoísmo; es más, que los que aparecen abiertamente como malos son, en el fondo,
mejores que los que por las apariencias juzgamos como buenos. También Vautrin,
el malo según los hombres, es mejor que los otros huéspedes; mucho mejor, por
supuesto, que la señorita Michonneau, una solterona inocente que se presta a la
labor de delatar a Vautrin a la policía.
Con estos golpes de efecto, el fondo profundamente
inmoral de la novela pasa más inadvertido que si extrajese las últimas
consecuencias de las situaciones planteadas. El lector agradece que Balzac
subraye siempre algunos aspectos positivos de sus personajes. Pero tales
aspectos positivos resultan desconcertantes si no se afila el espíritu crítico:
la fidelidad de un amor adulterino; la fortaleza de ánimo con que un criminal
acepta la detención; la entereza con que una mujer ‹‹soporta›› el enfado de su
propio burlado; la grandeza de espíritu con que una dama casada se sobrepone al
abandono de su propio amante; etc. La sociedad que describe Balzac es una
sociedad de valores trastocados. El mismo, probablemente por contagio, se
muestra defensor de una axiología desquiciada, aunque no lo sea de intento,
puesto que su deseo es, precisamente, criticar el desquiciamiento de la
sociedad parisina.
Parte II: ‹‹Entrada en sociedad›› (pp. 111‑186)
Esta segunda parte se abre con las cartas que Rastignac
recibe de su madre y de sus dos hermanas, en respuesta a una misiva suya
anterior en que les pedía dinero. El dinero que necesita para comprarse trajes
y comenzar su vida social parisina. La situación económica de la familia es muy
mala; pero, a pesar de todo, la madre, la tía y las hermanas se deciden a hacer
el sacrificio. Este intercambio epistolar es de gran belleza, y revela hasta
qué punto fue capaz Balzac de penetrar en los secretos de la psicología
femenina. Compárese el estilo de las cartas: la carta materna, llena de cariño,
revela la edad de la madre, sus sufrimientos, su paciencia, su temor al futuro;
la carta de las hermanas, de aire mucho más juvenil, absolutamente confiada y
ciega ante el futuro, divertida en algunos pasos, etc. Acto seguido, Eugène
recibe los consejos de Vautrin para triunfar en la vida parisina y la propuesta
de éste de casarse con la señorita Victorine Taillefer, la hija desheredada.
Vautrin logrará que herede la hacienda de su padre, a condición de que ambos
partan la dote de la chica. El modo de que herede: asesinando al hermano de
Victorine en un duelo provocado.
Rastignac duda entre Victorine y la señora de Nucingen.
Le parece inmoral aceptar el trato que le propone Vautrin. En cambio, ningún
juicio condenatorio hay sobre el amor adulterino que pretende con Delphine de
Nucingen. Opta por Delphine. Esta elección le acerca a Papá Goriot, quien le
empieza a confiar su profunda desgracia: su amor inconmensurable a sus dos
hijas y la imposibilidad de verse complacido, porque sus dos yernos lo han
echado de sus casas. Sólo Delphine parece burlar un poco las severas reglas que
le ha impuesto su marido y ve de incógnito a su padre.
Parte III: ‹‹Entrada en el gran mundo›› (pp. 187‑250)
Aunque todavía sigue en pie la propuesta de Vautrin, las relaciones con la
señora Nucingen se van estrechando. Papá Goriot hipoteca sus rentas y la
cubertería que todavía le queda (todo lo ha ido vendiendo para satisfacer las
constantes demandas de dinero de sus dos hijas), para adquirir un pequeño
apartamento, en que habrán de vivir él, su hija Delphine y Eugène. Hay un
momento en que Eugène duda y decide intentar el enamoramiento de Victorine. Vautrin
se encarga de que muera el hermano de la chica. Entre tanto se produce también
la detención de Vautrin y se descubren todos los antecedentes de este
malhechor. Eugène abandona definitivamente el proyecto de casarse con Victorine
y se entrega a Delphine.
Parte IV: ‹‹La muerte del padre›› (pp. 251‑314)
Esta cuarta parte es, sin duda alguna, la más dramática
de la novela. Las dos hijas de Goriot confían a su padre la situación económica
en que se encuentran, cargadas de deudas, unas por culpa de la mala administración
de sus dotes por parte de sus maridos, y otras por los muchos gastos que han
acometido para poder alternar en la alta sociedad parisina. La confesión de las
hijas produce tan terrible dolor al padre, que enferma gravísimamente. Mientras
tanto, alternando con la descripción de la enfermedad de Goriot, enfermedad que
acabará con su vida, Balzac presenta con todo detalle el desarrollo de una gran
fiesta en casa de la vizcondesa de Beauséant, la tía (prima) de Rastignac. En
tal fiesta están las dos hijas de Goriot, que se odian a muerte y que no han
querido abandonar la fiesta para asistir a su padre moribundo. Poco antes de la
muerte asistimos a una larga e impresionante confesión de Goriot, que repasa su
vida y desespera al comprobar cómo, a pesar de haber dado todo a sus hijas, no
recibe de ellas el correspondiente amor filial. Muere solo y es enterrado en el
más completo abandono familiar, sólo asistido por dos estudiantes: Rastignac y
un amigo suyo (Biachon), estudiante de medicina. Abrumado por tanto egoísmo,
Rastignac siente nacer en su corazón el despecho por toda la sociedad parisina.
La novela termina con las siguientes palabras:
‹‹Al quedar solo, Rastignac dio unos pasos hacia lo alto
del cementerio y contempló París, tortuosamente extendido a lo largo de las dos
orillas del Sena, en el que comenzaban a brillar las luces. Sus ojos se
quedaron prendidos, casi ávidamente, entre la columna de la plaza de la Vendome
y la cúpula de los Inválidos, donde vivía aquel mundo elegante en el que había
querido penetrar. Lanzó sobre aquella zumbante colmena una mirada que parecía
extraer su miel por anticipado y pronunció estas grandiosas palabras: '¡Ahora
nos veremos las caras!'. Y como primer acto del desafío que lanzaba a la
sociedad, Rastignac se fue a cenar a casa de la señora de Nucingen››.
3. Valoración literaria
Papá Goriot es una novela, casi una tragedia
griega, en la que las pasiones humanas (la ambición y el egoísmo) son
presentadas con una fuerza sorprendente. Los monólogos de los protagonistas
(cfr. los apéndices) son literariamente excelentes. Algunos de los diálogos
alcanzan un ritmo trepidante, casi de tiempo real, que sitúan al lector
perfectamente dentro de la escena. Por estos conceptos, Papá Goriot ha
sido considerada, casi desde los primeros momentos de su publicación, como una
obra maestra.
No faltan algunas pinceladas melodramáticas, que harán
sonreír a un lector suficientemente crítico. En ocasiones también se nota que
la novela ha sido escrita con prisas, porque algunas escenas parecen como
fallidas o malogradas por un happy end que suena a concesión...
4. Valoración doctrinal
Aunque Balzac se lamente de la situación de la sociedad
parisina y, por lo tanto, pretenda que su novela sea una crítica moralizante de
la corrupción social, no es éste el efecto que realmente produce en el lector.
La narración es tan viva que difícilmente el lector podrá mantenerse al margen
de la trama: imperceptiblemente tomará parte por uno u otro personaje y
fácilmente se dejará influir por el mensaje absolutamente inmoral que se
desprende de la vida de los protagonistas. Todo ello hace que la novela no sea
en absoluto recomendable. Papá Goriot es un alegato —quizá no se lo
propuso Balzac— en pro de la autoafirmación; es un código de normas egoístas
que habrán de conducir a la satisfacción de las ambiciones personales, donde no
hay lugar para la compasión ni para una vida que se conforme con la situación
de pobreza. Los protagonistas, excepción hecha de Papá Goriot —que acabará sus
días abandonado por todos—, sólo piensan en sí mismos y en alcanzar
determinadas metas. Buscan sólo la autosatisfacción: el placer, el dinero, el
lujo, el capricho, la vanidad, despertar la admiración... Todo lo demás es
secundario, y puede y debe ser atropellado.
J.I.S.
Apéndice I: cita textual de las pp. 107 a 110:
Jean‑Joaquim Goriot era, antes de la Revolución, un
simple obrero de una fábrica de fideos, hábil, ahorrador y lo suficientemente
emprendedor para comprar las existencias de su amo, a quien la casualidad hizo víctima
del primer levantamiento de 1789. Se había establecido en la calle de la
Jussienne, cerca del Mercado de Trigos, y había tenido el buen sentido de
aceptar la presidencia de su sección para hacer proteger su comercio por los
personajes más influyentes de esta época peligrosa. Esta prudencia había sido
el origen de su fortuna, que comenzó con la escasez, falsa o verdadera, a
consecuencia de la cual los granos adquirieron un precio enorme en París. El
pueblo se mataba a la puerta de los panaderos, mientras que ciertas personas
iban a buscar tranquilamente pastas de Italia a las abacerías. Durante este
año, el ciudadano Goriot amasó el capital que más tarde le permitió comerciar
con la superioridad que da una gran cantidad de dinero a quien lo posee. Le pasó
lo que a todos los hombres que no tienen más que una capacidad relativa. Su
mediocridad le salvó. Por otra parte, no siendo conocida su fortuna hasta el
momento en que ya no había peligro en ser rico, no provocó la envidia de nadie.
El comercio de granos parecía haber absorbido toda su inteligencia. Cuando se
trataba de trigos, de harinas, de granos, de conocer su calidad, su origen, de
cuidar de su conservación, de prever su curso, de profetizar la abundancia o la
penuria de las cosechas, de conseguir los cereales baratos, de proveerse en
Sicilia, en Ucrania, Goriot no tenía rival. Viéndole llevar sus negocios,
explicar las leyes sobre exportación o importación de granos, estudiar su
espíritu, darse cuenta de sus defectos, cualquiera lo hubiese juzgado capaz de
ser ministro de Estado. Paciente, activo, enérgico, constante, rápido en sus
expediciones, tenía una mirada de águila, se adelantaba a todo, preveía todo,
lo sabía todo, lo ocultaba todo; diplomático para concebir, soldado para
realizar. Fuera de su especialidad, de su tienda simple y oscura, en cuyo
umbral permanecía durante sus horas de ocio, apoyado sobre un hombro en el
quicio de la puerta, volvía a ser el obrero estúpido y zafio, el hombre incapaz
de comprender un razonamiento, insensible a todos los placeres del espíritu, un
hombre que se dormía en el teatro, uno de esos Dolibanes[1]
parisienses, sólo versados en estupidez. Todos estos caracteres se parecen; en
casi todos se encuentra un sentimiento sublime en el corazón. Dos sentimientos
exclusivos habían colmado toda la capacidad de amor del corazón del fabricante
de fideos, como el comercio de granos absorbía toda la inteligencia de su
cerebro. Su mujer, hija única de un rico granjero de la Brie, fue el objeto de
su admiración religiosa, de su amor sin límites. Goriot admiraba su naturaleza
delicada y fuerte, sensible y bonita, que contrastaba vigorosamente con la
suya. Si hay un sentimiento innato en el corazón del hombre, ¿no es el orgullo
de la protección dispensada en todo momento en favor de un ser débil? Añádase a
esto el amor, ese vivo agradecimiento de todas las almas sinceras hacia el
principio de sus placeres, y se comprenderán una porción de rarezas morales.
Después de siete años de felicidad sin nubes, Goriot perdió, para su desgracia,
a su mujer, que empezaba a tener influencia sobre él fuera de la esfera de los
sentimientos. Quizá ella hubiera podido cultivar esta naturaleza inerte,
hacerle comprender las cosas del mundo y de la vida. En esta situación el
sentimiento de la paternidad se desarrolló en Goriot hasta el delirio. Trasladó
todos los efectos burlados por la muerte a sus dos hijas, que al principio
satisficieron plenamente todos sus sentimientos. A pesar de las brillantes
proposiciones que le hicieron negociantes y granjeros, deseosos de darle a sus
hijas, quiso permanecer viudo. Su suegro, el único hombre por el que había
experimentado afecto, pretendía saber con toda seguridad que Goriot había
jurado no ser infiel a su mujer, aunque estuviese muerta. Las gentes del Mercado,
incapaces de comprender esta sublime locura, se burlaban de ella y pusieron a
Goriot cierto sobrenombre grotesco. El primero que, celebrando con vino una
compra, se atrevió a pronunciarlo recibió en el hombro un puñetazo del
fabricante de fideos que le envió de cabeza contra un mojón de la calle Oblin.
La abnegación irreflexiva, el amor receloso y delicado que Goriot tenía por sus
hijas, era tan conocido, que un día uno de sus competidores, queriendo hacerle
marchar del Mercado para quedar dueño de las cotizaciones, le dijo que Delphine
acababa de ser atropellada por un cabriolé. El fabricante de fideos, pálido y
lívido, abandonó inmediatamente el Mercado. Estuvo enfermo durante varios días
como consecuencia de los sentimientos contrarios que le había producido esta
falsa alarma. Si no descargó sobre el hombro de este hombre su golpe mortal, le
echó en cambio del Mercado, obligándole a quebrar en una circunstancia crítica.
La educación de sus hijas fue, naturalmente, poco razonable. Teniendo más de
sesenta mil libras de renta, no gastaba en él más de mil doscientos francos; la
felicidad de Goriot era satisfacer los caprichos de sus hijas. Los mejores
maestros se encargaron de darles una buena educación; tuvieron una señorita de
compañía, que por fortuna para ellas era una mujer inteligente y de buen gusto.
Paseaban a caballo, en coche; vivían como las queridas de un viejo señor rico.
Les bastaba con expresar los más costosos deseos para que su padre se
apresurase a complacerlos; no pedía más que una caricia a cambio de sus
ofrendas. Goriot ponía a sus hijas a la altura de los ángeles, y necesariamente
por encima de él, ¡pobre hombre!; amaba hasta el mal que le hacían. Cuando sus
hijas estuvieron en edad de casarse, pudieron elegir sus maridos siguiendo sus
gustos; cada una de ellas tendría en dote la mitad de la fortuna de su padre.
Cortejada por su belleza por el conde de Restaud, Anastasie tenía inclinaciones
aristocráticas que la llevaron a dejar la casa paterna para lanzarse a las
altas esferas sociales. A Delphine le gustaba el dinero; se casó con Nucingen,
un banquero de origen alemán, que se convirtió en barón del Santo Imperio.
Goriot continuó siendo fabricante de fideos. Pronto molestó a sus hijas y a sus
yernos que continuase su comercio, aunque fuera toda su vida. Después de
resistir durante cinco años a sus ruegos, consintió en retirarse con el
producto de sus existencias y los beneficios de los últimos años; capital que
la señora Vauquer, a cuya casa se había ido a vivir, había calculado que le proporcionaba
de ocho a diez mil libras de renta. Se había metido en esta pensión como
consecuencia de la desesperación que se había apoderado de él que sus dos
hijas, obligadas por sus maridos, rehusaban no sólo que viviese con ellas, sino
incluso recibirle ostensiblemente.
Apéndice II: cita textual de las pp. 98 a 100
Levantó la cabeza, como la gran dama que era, y de sus
ojos orgullosos surgieron relámpagos.
—¡Ah, está usted ahí! —exclamó viendo a Eugène.
—Todavía —dijo él lastimosamente.
—Pues bien, señor de Rastignac, trate usted al mundo como
se merece. Quiere usted triunfar; yo le ayudaré. Sondeará usted la profundidad
de la corrupción femenina, medirá usted la anchura de la miserable vanidad de
los hombres. Aunque yo había leído largamente en el libro del mundo, había
páginas que no conocía, sin embargo. Ahora lo sé todo. Cuanto más fríamente
calcule usted, más lejos llegará. Golpee sin piedad y será usted temido.
Utilice usted a los hombres y a las mujeres como caballos de posta a los que
dejará reventar en cada relevo; así llegará usted a la meta de sus deseos. Sepa
usted que no será nada aquí si no tiene una mujer que se interese por usted.
Necesita usted que sea joven, rica, elegante. Pero si experimenta usted un
sentimiento verdadero, ocúltelo como un tesoro; no deje que lo adivinen o
estará perdido. Dejaría usted de ser el verdugo, se convertiría en la víctima.
Si alguna vez llega usted a amar, ¡guarde bien su secreto!, no lo revele antes
de saber con toda seguridad a quién entrega su corazón. Para preservar por
anticipado este amor que aún existe, aprenda a desconfiar de este mundo.
Escúcheme, Miguel —se equivocaba ingenuamente de nombre, sin darse cuenta—. Hay
algo todavía más espantoso que el abandono del padre por sus dos hijas, que
quisieran verle muerto. Es la rivalidad de las dos hermanas entre sí. Restaud
es noble; su mujer ha sido presentada y admitida en sociedad; pero su hermana,
su rica hermana, la bella señora Delphine de Nucingen, mujer de un hombre de
dinero, se muere de pena; los celos la devoran, está a cien leguas de su
hermana; esas dos mujeres se reniegan entre ellas, como reniegan de su padre.
La señora de Nucingen lamería todo el lodo que hay entre la calle Saint-Lazare
y la calle Grenelle, por entrar en mi salón. Ha creído que De Marsay la haría
lograr sus propósitos, y se ha hecho la esclava de De Marsay. De Marsay no le
hace ningún caso. Si usted me la presenta, será usted su preferido; le adorará.
Después, ámela usted si puede; si no, sírvase usted de ella. La veré una o dos
veces, en fiestas de mucha gente, pero no la recibiré nunca por la mañana. La
saludaré, eso será suficiente. Usted se ha cerrado la puerta de la condesa por
haber pronunciado el nombre de Goriot. Sí, querido, veinte veces que vaya usted
a casa de la señora de Restaud, se encontrará usted con que no está en casa. Ha
sido usted proscrito. Pues bien, papá Goriot puede presentarle a la señora
Delphine de Nucingen. La bella señora de Nucingen será como una enseña para
usted. Sea usted el hombre al que ella distingue y las mujeres se volverán
locas por usted. Sus rivales, sus amigas, sus mejores amigas, querrán
arrebatárselo. Hay mujeres a las que les gusta el hombre ya escogido por otra,
como hay infelices burgueses que imitando nuestros sombreros esperan tener nuestros
modales. Tendrá usted éxito. En París el éxito lo es todo, es la llave del
poder. Si las mujeres encuentran que tiene usted ingenio, talento, los hombres
lo creerán, si no les desengaña. Entonces podrá usted pretenderlo todo, lo
tendrá todo en sus manos. Entonces sabrá lo que es el mundo, un conjunto de
víctimas y de bribones. No sea de los unos ni de los otros. Yo le doy mi nombre
como un hilo de Ariadna para entrar en este laberinto. No lo comprometa usted
—dijo, inclinando su cabeza y dirigiendo una mirada de reina al estudio—,
devuélvamelo limpio. Y ahora, déjeme. Nosotras las mujeres tenemos también que
librar nuestras batallas.
Apéndice 111: cita textual de las pp. 48 a 51
Eugène de Rastignac había regresado en un estado de ánimo
que deben haber conocido los jóvenes superiores o aquellos a los que una
posición difícil comunica momentáneamente las cualidades de los hombres
selectos. Durante su primer año de estancia en París, el poco trabajo que
exigen los primeros grados en la Facultad le había permitido gustar las
delicias visibles del París material. Un estudiante no tiene demasiado tiempo
si quiere conocer el repertorio de todos los teatros, estudiar las salidas del
laberinto parisiense, saber sus costumbres, aprender su lengua y acostumbrarse
a los placeres especiales de la capital; escudriñar los lugares buenos y malos,
seguir los cursos divertidos, hacer inventario de la riqueza de los museos. Un
estudiante se apasiona entonces por tonterías que le parecen grandiosas. Tiene
su gran hombre, un profesor del Colegio de Francia, pagado por mantenerse a la
altura de su auditorio. Coquetea con las mujeres en la galería de la Opera
Cómica. En estas sucesivas iniciaciones va cambiando de piel, amplía el
horizonte de su vida y acaba por comprender que la sociedad está compuesta por
una superposición de capas humanas. Si empezó por admirar los coches que pasean
por los Campos Elíseos en los días de sol, llega pronto a desearlos. Eugène
había hecho ya este aprendizaje sin saberlo, cuando se fue de vacaciones,
después de haber obtenido los títulos de bachiller en Letras y bachiller en
Derecho. Las ilusiones de su infancia, sus ideas provincianas, habían
desaparecido. Su inteligencia modificada, su ambición exaltada le hicieron ver
claro en medio del hogar paterno, en el seno de la familia. Su padre, su madre,
sus dos hermanos, sus dos hermanas y una tía, cuya fortuna consistía en algunas
pensiones, vivían en la pequeña tierra de Rastignac. Esta propiedad, que
proporcionaba una renta de unos tres mil francos, estaba sometida a la
incertidumbre que rige el producto de tipo completamente industrial de la viña,
y, no obstante, era preciso sacarle mil doscientos francos cada año para él.
La visión de esta constante penuria que se le ocultaba generosamente, la
comparación que se vio obligado a establecer entre sus hermanas, que le
parecían tan bellas en su infancia, y las mujeres de París, en las que había
visto hecho realidad el tipo de una belleza soñada; el incierto porvenir de
esta numerosa familia que reposaba sobre él, la estrecha y cuidadosa economía
que observaban en los más insignificantes productos, la bebida hecha por su
familia con los residuos del lagar, en fin, una serie de circunstancias que
sería inútil consignar aquí, aumentaron enormemente su deseo de triunfar y le
dieron sed de distinciones. Como suele ocurrir a las almas grandes, no quería
deber nada sino a su mérito. Pero su espíritu era eminentemente meridional;
así, en el momento de obrar, sus decisiones chocaban con esas dudas que se
apoderan de los jóvenes cuando se encuentran en alta mar, sin saber hacia qué
lado dirigir sus fuerzas, ni bajo qué ángulo hinchar sus velas. Si en un
principio quiso entregarse en cuerpo y alma al trabajo, seducido en seguida por
la necesidad de crearse relaciones, se dio cuenta de la gran influencia que
tienen las mujeres en la vida social y se dispuso a lanzarse a la vida mundana
para conseguir en ella protectoras; ¿podían faltarle a un joven ardiente e
ingenioso, cuyo ingenio y ardor estaban realzados por un aspecto elegante y por
una especie de belleza nerviosa que cautiva fácilmente a las mujeres? Estas
ideas le asaltaron en medio del campo, durante los paseos que en otro tiempo
hacía alegremente con sus hermanas, que le encontraron muy cambiado. Su tía, la
señora Marcillac, que en su juventud había sido presentada en la Corte, había
conocido en ella a las más altas cumbres de la aristocracia. De repente, el
joven ambicioso reconoció en los recuerdos con que su tía le había entretenido
tantas veces cuando niño, los elementos de varias conquistas sociales, tan
importantes, por lo menos, como las que había emprendido en la Escuela de
Derecho; la interrogó sobre los lazos de parentesco que todavía podrían
reanudarse. Después de sacudir las ramas del árbol genealógico, la anciana
estimó que, de todas las personas que podían ser útiles a su sobrino entre la
raza egoísta de los parientes ricos, la señora vizcondesa de Beauséant sería la
menos recalcitrante. Escribió a esta joven señora una carta al estilo antiguo y
se la envió a Eugène, diciéndole que si tenía éxito con la vizcondesa, ella le
pondría en relación con los demás parientes. Algunos días después de haberla
recibido, Rastignac envió la carta de su tía a la señora de Beauséant. La
vizcondesa respondió con una invitación a un baile para el día siguiente.
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