ARGAN, Giulio Carlo
Proyecto y destino
Universidad Central de Venezuela, Caracas 1969
(t. o.: Progetto e Destino)
INTRODUCCIÓN
El autor (1909-1992), arquitecto y profesor de Historia de la Arquitectura en la Universidad de Roma, incluye en este libro diversos artículos; todos ellos, a excepción del que abre y da título a la obra, han sido publicados anteriormente en diversas revistas, la mayoría en Casabella, entre 1930 y 1964. La colección procura recoger el pensamiento del autor sobre la Arquitectura moderna, y servir así de marco para la propuesta contenida en el primer artículo, en el que la proyectación artística es considerada como modelo del obrar humano. Entre otros artículos se incluyen (se indican los números de las páginas, para poder localizar las referencias que se anotan en los siguientes apartado): Proyecto y Destino (9-56), Acerca del concepto de tipología arquitectónica (57-62), Arquitectura e ideología (63-70), La cultura de las ciudades (91-94), el diseño industrial (103-110), Arquitectura y Arte no figurativo (123-134), La arquitectura moderna (145-156), el pensamiento de Sant'Elia (161-168), La arquitectura del expresionismo (173-182), La iglesia de Ronchamp (Le Corbusier) (189-194), Arquitectura y técnica constructiva (Pier Luigi Nervi) (205-210), Introducción a Gropius (211-224), Introducción a Wright (239-246), Ignazio Gardella (279-294).
CONTENIDO
Aunque el peso conceptual de los distintos artículos es muy variado, en conjunto proporcionan una buena muestra del pensamiento del autor; en ese sentido quizá los artículos más decisivos, y de mayor carga ideológica, sean Proyecto y Destino, Arquitectura e ideología e Introducción a Gropius, no obstante, prácticamente en todos ellos hay elementos que aclaran y perfilan su pensamiento.
Expondremos el discurso del autor bajo dos epígrafes. Uno dedicado a su visión del racionalismo arquitectónico que concluye con la presentación de su crisis; otro contendrá su propuesta para salvar esas crisis. No obstante, antes presentaremos la perspectiva desde la que el autor analiza estos problemas.
Perspectiva ideológica.
En efecto, antes de resumir su pensamiento, puede ser de interés considerar las bases ideológicas sobre las que se apoya. Ante todo un marxismo explícito, en el que se detecta la influencia gramsciana que le hace valorar el arte y la cultura más allá de su mera interpretación como superestructura; así afirma: según la concepción marxista, todo proceso histórico, del arte inclusive, depende del desarrollo de los medios de producción: si el arte se exceptuase de esta ley y continuase dando valor, en una sociedad industrial, a los procedimientos técnicos del artesanado, constituiría una fuerza conservadora y reaccionaria, mientras la experiencia demuestra que, en el pasado, el arte ha sido siempre una fuerza progresiva. (p. 219).
El autor fue alumno de Lionello Venturi, y a través de él, ha conocido la estética de Croce; aunque no falta en algunos artículos un rechazo de la estética idealista, el entendimiento del arte como expresión está presente con frecuencia en sus artículos; así distingue el arte moderno, del que le precedió: la arquitectura moderna, como arquitectura de la sociedad, o urbanismo, construye y manifiesta el espacio de la vida social de la misma manera que la arquitectura clásica componía y revelaba en sus formas el espacio de la naturaleza (p. 91).
En todo caso su concepto del arte moderno es sin duda deudor del idealismo: para el autor lo propio del arte clásico (entendiendo por tal el anterior a la aparición del arte moderno) es la actitud dualista, es decir la que se basa en el concepto de naturaleza como representación de la realidad; sin embargo el arte no figurativo (y no entiendo solamente representación de objetos reconocibles, sino también de conceptos objetivados, por ejemplo, el espacio) no planteándose como representación no aspira a tener una realidad en sí: es real y existente solamente en la experiencia que determina (pp. 124-125). Por otra parte, en distintos pasajes, el autor muestra su interés y aprecio por la fenomenología de Husserl, con el que conecta la obra de Gropius y su parcial superación del positivismo e idealismo (es decir, en su arquitectura del utilitarismo y de la utopía). Con estos elementos podrá quizá entenderse mejor la visión que el autor tiene de la Arquitectura, y del papel de los arquitectos.
El racionalismo arquitectónico.
El racionalismo arquitectónico, ha sustituido en el foco de su interés la naturaleza por la sociedad, pero además no se proponía , como el clasicismo, un fin gnoseológico, de mero y objetivo conocimiento, de ciertas leyes constantes a la realidad, así fuese a la realidad social en lugar de la natural. Buscaba en cambio actuar sobre una determinada situación social y modificarla profundamente (p. 64). Por ello su racionalismo no era abstracción o utopismo, no confundía la realidad social con sus deseos, sino que intentaban adecuar esa realidad a lo racional.
Más que el término de racionalismo arquitectónico, El autor prefiere el de funcionalismo, o incluso —y la raigambre marxista del adjetivo no puede ocultarse—, el calificativo de internacional. Precisamente al inicio de un artículo sobre Nervi se plantea un dilema que le permite una definición del funcionalismo especialmente clara en su componente ideológica —o como gustaría decir al autor, moral—: o la finalidad práctica (a que se refiere el funcionalismo) es entendida objetivamente, en la contingencia naturalista, y la arquitectura se reduce a un hecho estrictamente utilitario; o la finalidad práctica es entendida en la conciencia de una condición de civilización, es decir, en relación a la misma historicidad en la cual se cumple v justifica el valor estético de la forma, y entonces el "funcionalismo" se transforma en el método de una elección cumplida, en el campo ilimitado de las necesidades y de las oportunidades prácticas, en nombre de una cierta concepción de la vida y del mundo.
Un párrafo después el autor expresa el protagonismo del arquitecto: discriminando las exigencias prácticas que tienen una legitimidad histórica de las que se explican solamente con un error social, se conduce un juicio moral sobre la realidad de la vida contemporánea: y se intenta modificarla, o reordenarla, según una coherencia o una razón de necesidad, que es fácil reducir a la conciencia histórica del artista (p. 205). Merece la pena subrayar el historicismo presente en esta visión, y el rechazo de toda norma objetiva que guíe la necesaria elección, rechazo que, por otra parte, es para el autor la principal característica —sino la generadora— del arte moderno.
En su artículo Introducción a Gropius, aunque ideas similares se pueden encontrar en otros lugares, el autor contrapone la actitud de este arquitecto con la de Le Corbusier al encarar esa reordenación de la sociedad. Ambos se sienten parte de la burguesía, los dos temen la revolución; el suizo cree en los eternos valores adoptados por esa burguesía, y tras la Primera Guerra Mundial toma por una garantía de la futura pacífica cooperación entre los pueblos aquella "civilisation machine" que había sido causa del conflicto; sueña con hacer crecer en cada trabajador un pequeño burgués, compensando con un "standard" de bienestar material la renuncia a los derechos y a la lucha de clase (p. 214).
Gropius, por el contrario, es consciente de la crisis burguesa, del abandono de los tradicionales ideales por un vago idealismo, de una hipertrofia artística; por ello se dirige a la industria, en ella ve la posibilidad de un potenciamiento del ingenio contra el "fordismo" o el envilecimiento de la personalidad en el mecanismo de la producción, en el plano social es la defensa de la austera tradición de laboriosidad productiva, de una conciencia o espiritualidad del trabajo industrial contra la especulación improductiva y disociadora (p. 216). Su trabajo se dirige a los cuadros, más que a la masa, se trata de sustraer la clase dirigente y productora a un decaimiento creciente, de volver a conducir a sus deberes sociales, de reorganizar técnicamente la producción , de crear las efectivas y objetivas condiciones de progreso de la vida social. El exige que la autoridad de la clase dirigente no derive más de la posición de los capitales y de los medios de producción, sino de la capacidad de producir en el modo mejor (y aquí entra en juego la función artística, porque el arte es un "modo" perfecto) (p. 217). Se trata, según el autor, de un tecnicismo no-político, en el sentido de no ideológico, aunque con una evidente virtualidad política.
A pesar de la no ocultada simpatía del autor por el director de la Bauhaus, no faltan a los largo de los artículos que componen este volumen, la constatación de la inutilidad de los intentos de Gropius, junto con una manifestación de condescendencia, —a él le queda el mérito de haber pronunciado el diagnóstico más exacto y de haber tentado la intervención de más coraje (p. 223)—, y como la secreta posesión —nunca explicitada— de la clave del fracaso racionalista: es de desear que los arquitectos de hoy, comprometiéndose a superar la experiencia de aquella arquitectura, superen los límites o las inhibiciones que les impidieron realizar sus programas y no el que fue el más auténtico y vital de sus impulsos morales (p. 69). No parece arriesgado suponer que la clave celosamente velada por el autor sea la aceptación de la lucha de clases como motor de la historia, en algunos párrafos esa idea se deja entrever: aquel reformismo burgués a través de una progresiva radicalización del liberalismo del Ochocientos, entra en contacto con los temas ideológicos y la acción política del socialismo, aceptando de éste más de una instancia, pero planteándose también a sí mismo como alternativa al creciente impulso revolucionario de las clases trabajadoras (p. 65).
Coherente con este planteamiento es su conclusión. El fracaso de la arquitectura racional en el plano ideológico es un hecho que puede llenarnos de tristeza pero que no se puede discutir (...). Objetivamente no se puede negar que la arquitectura de los últimos cincuenta años constituye una herencia vistosa afirma el autor en 1957 (p. 65), pero al mismo tiempo se pregunta sobre la posibilidad de separar esos dos planos —el formal y el ideológico— y su respuesta terminante: comprometiéndose en el terreno político, poniendo en peligro incluso la existencia del arte, los artistas modernos no han cometido un imperdonable error ideológico, sino que han obedecido a una necesidad histórica, han desarrollado premisas que desde siglos maduraban en la tradición artística europea (p. 67); esto no es obstáculo para que reconozca el error que cometieron al evaluar el progresismo de la burguesía europea, y que les impidió prever cómo el capital los rechazaría primero, y después acabaría sirviéndose de ellos.
Salida de la crisis. El artículo que abre este volumen —Proyecto v Destino— contiene la propuesta del autor para resolver la crisis del arte que, como enseguida explica, es manifestación de la crisis de la sociedad y del hombre. La crítica alcanza a la propia artisticidad, las cuestiones que se plantean se refieren a la misma función del arte, y su existencia ¿se hace arte, o se está cerca de su muerte?, pero se fundamenta en la crisis de la historia, por ello las primeras páginas de este artículo las dedica a presentar lo que el autor considera el posible fin de la historia, es decir de aquella fase en que el comportamiento humano aparece determinado por un cierto modo de premeditar, decidir y repensar las acciones, sin embargo parece acercarse ahora una fase en que el acontecer humano se presentará como acontecer tecnológico o como un periodo en el cual el devenir de los eventos seguirá un ritmo mecánico cada vez menos influenciado y dirigido por la voluntad de los hombres (p. 16).
Desde su perspectiva marxista, bajo la que la naturaleza humana no es más que el desarrollo de la materia producido por el trabajo, la posibilidad de esa nueva fase post-histórica supone en realidad una nueva humanidad, y aunque no habla de la muerte del hombre, sí que se refiere a la misma idea de la muerte bien presente, según su análisis, en la cultura actual. No obstante esa misma persistencia de la idea de la muerte significa que el hombre y el arte aún están vivos. No cabe, sin embargo, pensar en el arte como en un recinto sagrado, en el que jamás podrá penetrar el tecnicismo (...) y en el cual el individuo será siempre soberano; (...) el arte es sólo un bastión que ya ha sido embestido, sobre el cual se combate aún.
El autor recorre después la sustitución —presente en el nacimiento del arte moderno— de la tecnología artesanal, por la tecnología industrial; en el artesanado al arte se le confiaba una misión directiva, y el mismo artesanado era el encargado de proporcionar sus modelos a la industria (aunque se tratase de una industria incipiente), ahora la relación se ha invertido, es la industria la que proporciona los modelos. El arte y el artesanado se fundamentaban en la naturaleza, el arte suponía producir objetos que significan y se refieren al objeto sumo y unitario (naturaleza o divinidad); el fin de la época del artesanado (que el autor considera como tecnología propia de la sociedad teocrática), supone que el arte se refiere a la vida y a la actividad social; desaparece así la distinción entre sujeto y objeto. La proyectación se hace especialmente difícil, pues se ignora el destino que ya no depende de Dios sino de voluntades desconocidas.
Después de analizar dos corrientes artísticas aparentemente opuestas, pero coincidentes en su compromiso con la técnica, la Gestalt y el Informal deduce la existencia de una oscilación no resuelta entre orden (presente en la industria) y desorden (en el consumo); esa misma oscilación es señalada en la Arquitectura. En definitiva la ausencia de un sistema unitario impide evaluar estéticamente, y esto supondría la muerte del arte, al no poder elaborar modelos de valor.
En las últimas páginas de este artículo el autor traza su visión de la historia del Arte y en consecuencia su propuesta de salida. En el pasado el Arte era el responsable de un proceso que conducía desde la "cosa", entidad cerrada, irrelacionable, autosemántica, al "objeto", sistema de todas las relaciones posibles, entidad sinsemántica (p. 47). Con la tecnología industrial el objeto se ha descompuesto en "cosa" e "imagen", en dato y proyecto: carácter y límite de todo el arte moderno, especialmente visible en el diseño industrial, es, justamente, realizar la dualidad de dato y proyecto. Pero el proyecto intenta en vano compensar con su componente utópica, la inercia y la banalidad del dato. La única posibilidad de salvar algo de la experiencia y de la capacidad de experiencia que el mundo ha adquirido mediante el arte es, entonces, la reificación del proyecto, su constitución en objeto, su proponerse, no ya a la esperanza sino a la motivada intencionalidad humana (p. 47).
Constituirlo en objeto quiere decir plantearlo en todas sus relaciones, salvar la dualidad del objeto y el sujeto. El proyecto —y el autor elige aquí, para continuar su análisis, el plan urbanístico como paradigma del proyecto— ha de valorarse en sí mismo, como work in progess, como obra in fieri: no como virtualidad o fase inicial o prefiguración de la obra, sino como realidad estética, obra autónoma (p. 47), no por sus resultados que no se sabe si se darán. El proyecto es, en el sentido más actual y preciso del término, estructura. Trazando las líneas maestras según las cuales se desarrollará la existencia de la sociedad y, al mismo tiempo, negando que estas líneas estén predeterminadas o prefijadas, expresa en primer lugar la virtualidad de la condición presente, las posibilidades que le son implícitas. Y poco después continúa: Asumido como forma autónoma y significativa, el plan es la forma específica de la intencionalidad, en el sentido preciso, husserliano del término: puede decirse que el planificar es una reducción fenomenológica, una epoché, unas suspensión del juicio o puro poner entre paréntesis todo lo que comúnmente se acepta (p. 49).
Bajo estas consideraciones debe valorarse esa traslación que se produce en la función del plan —y paralelamente en la función del arte—: aquel deseo de construir una nueva realidad, es sustituido por la construcción de un nuevo modo de entender esa realidad, y, lo que sin duda es más importante, una nueva forma de actuar en la sociedad. Es en efecto muy improbable que el plan hecho hoy sirva para el futuro, pero es cierto que el plan hecho para el futuro sirve para vivir hoy: La obra del urbanista que hace un plan no es de efecto retardado es toda para el presente (p. 50).
En consecuencia el nuevo papel del Arte se centra en su carácter de proyecto, y de ese modo proporciona un modelo de actuación, o mejor un modelo de metodología. Las técnicas artísticas se reducen a la metodología intencionada del proyectar (p. 52). En su conjunto la operación proyectística del arte es a un tiempo crítica, rectificación y modelo del común obrar (p. 56). El autor ve en esta concepción del Arte el modo de superar el destino que la tecnología industrial, y las clases dirigentes que la controlan, imponen a la humanidad; en consecuencia la misma supervivencia del arte en el mundo del mañana, cualquiera que pueda ser, depende solamente del proyecto que el arte de hoy hace para el arte de mañana (p. 26).
De este modo concluye Su inicial análisis crítico respecto al papel preponderante de la praxis en el arte actual, se concluye mediante una conversión dialéctica de la misma praxis en objeto artístico. Piensa superar así el futuro oscuro que exponía al comienzo de su artículo. Del Seiscientos en adelante, la historia de la cultura es la historia del progresivo prevalecer de la praxis sobre la teoría, de la experiencia sobre la idea: hasta que la teoría se transforma en teoría de la praxis y la idea en idea de la experiencia. La utopía construida sobre la praxis llega a ser superpraxis, una praxis que crece sobre sí misma y se trasciende, hasta colmar el horizonte del saber y sobrepasarlo. No son ya las ideas las que producen la técnica ni las decisiones humanas las que determinan los actos: ahora tenemos máquinas, actos mecánicos, que producen ideas y toman decisiones.
VALORACIÓN DOCTRINAL
A lo largo de la exposición que se ha hecho de esta obra, se han procurado destacar las afirmaciones en las que el pensamiento marxista del autor, su historicismo y relativismo, se revela con más claridad. Especial interés tiene valorar su propuesta del arte como modelo de acción.
Ante todo se hace necesario dudar de la capacidad salvadora de una praxis que ha de apoyarse en sí misma, sin referencia ni apoyo en la realidad, pero ese es precisamente el mismo drama del marxismo, pretendiendo sustituir la naturaleza humana por la praxis dialéctica de la materia. Fuera de esa pretensión, no parece que haya inconveniente en reconocer el valor artístico del proyecto en sí, más allá del mero objeto artificial producido; y su recepción como modelo del actuar. En ese sentido vale la pena contraponer la tesis que comentamos con la poética aristotélica, también en ella la obra de arte —Aristóteles se refiere al arte narrativo, pero no se ve especial inconveniente para ampliarlo a otras formas artísticas— se entiende como modelo del obrar, pero modelo que en su poética está en relación con su carácter de mímesis de la praxis, praxis basada en un conocimiento de la naturaleza humana.
Es innegable, por otra parte. la preocupación del autor por relacionar cualquier obra de arte, y sobre todo cualquier planteamiento artístico, con el sistema de medios producción, y sin que esto suponga negar la influencia que el medio social y económico tiene en la producción artística, la insistencia en este vínculo, y el interés por destacarlo, no deja de introducir confusión y complejidad en la visión que el autor aporta; complejidad que en la mayoría de las ocasiones aparece gratuitamente y sin proporcionar una mayor comprensión del hecho artístico.
Además junto a esta preocupación se da en Argan una atención a la capacidad creativa del artista atendiendo a las características formales de sus obras; de este modo la interpretación marxista queda siempre mezclada con otra formalista, hasta qué punto alcance una síntesis coherente es una cuestión que excede esta reseña, pero merece tenerla en cuenta para discernir la componente marxista que, previsible y habitualmente, estará presente en las consideraciones aparentemente más formalistas.
Sin embargo, no faltan páginas que, precisamente en su atención a los modos de producción, proporcionan sugerencias valiosas, por ejemplo en lo que se refiere a la relación del artesanado y el arte es interesante el artículo titulado El diseño industrial expresa esas relaciones a través de una imagen bien plástica y poética: el casco de guerrero, propio del artesanado, y el busto, obra del arte.
Son muy frecuentes en los artículos recogidos en este volumen variadas expresiones del laicismo del autor, las referencias a la religión, especialmente a la católica, son siempre negativas; la religión es interpretada en clave sociológica, pero además se manifiesta una clara animosidad ante la posibilidad de que la Iglesia acepte o utilice las posibilidades del arte moderno, en concreto a que realice lo que, según su propio lenguaje, sería una utilización ideológica del arte moderno.
Parece que sólo ese prejuicio puede explicar la virulencia con que el autor reacciona ante la iglesia de Le Corbusier en Ronchamp, o para ser más precisos, al entusiasmo con que E.N. Rogers presentó esta obra en su Casabella. Esta especie de funcionalismo —el autor se refiere a la disposición del pavimento no plano que la revista presentaba como una invitación hacia el altar mayor—, donde la función arquitectónica se confunde con la función religiosa francamente me repugna (p. 191); no es extraño que ante esa explosión de laicismo sienta la necesidad de defender su posición y dirigiéndose a Rogers le escriba: Prevengo la última de tus objeciones (...) ¿Entonces un arquitecto moderno, siendo al menos profesionalmente un laico, porque laico es el carácter y laica la tradición de la arquitectura moderna no podría construir una iglesia y debería negar sus servicios a los fieles que se los pidieran? (...) Existen como tú dices, los ideales nuestros y existen los ajenos: sólo que los ideales ajenos se respetan, no se exaltan, sobre todo no se simulan (p. 193). Más adelante, expone cómo ha de aplicarse la arquitectura —moderna no pierde oportunidad para calificarla de laica— a los edificios religiosos: La arquitectura moderna, que tiene un origen civil y profano, ha creado sobre los temas sociales de la habitación y del trabajo, formas que pueden pasar sin escándalo a la arquitectura religiosa. (...) Entonces la iglesia será el lugar de reunión, y seálo también, de recogimiento, no un medio para exhortar e incitar al éxtasis con el concurso de bien calculados efectos de luz y de escenografía (p. 194); y el lector no puede dejar de sospechar que lo único que se le concede al católico es algo muy parecido a la iglesia-garaje.
Cierta desconfianza hacia Le Corbusier está presente en otros muchos artículos, pero tras la destemplada reacción de este artículo, parece entreverse algo más que el disgusto ante una obra, quizá sea el desasosiego ante la ingenuidad de sus compañeros (el autor fue colaborador habitual de Casabella) que les hace ignorar el papel ideológico que él desea para la Arquitectura moderna: no se trata ya de cambiar directamente la realidad social —ahí el racionalismo de entreguerras fracasó—, sino de modificar el sentido común de la sociedad, de reforzar el papel que Gramsci atribuye a los intelectuales: actuar sobre la cultura, modificar el sistema de valores, proponer modelos de acción, y desde ahí preparar el acceso del proletariado al poder. Desde esa perspectiva, permitir que la arquitectura moderna consolide o vigorice los valores cristianos supone sin duda una traición —la que con otras palabras atribuye a Le Corbusier—, además la simple posibilidad de una traducción arquitectónica moderna de los conceptos cristianos significaría para el autor, considerando su historicismo, una revalidación de esas ideas; pero sobre todo anuncia que ese uso ideológico de la arquitectura puede ser también empleado por las fuerzas conservadoras; el autor quizá preveía una nueva domesticación del arte, en todo similar a la que el capitalismo había hecho con el primer racionalismo poniéndolo al servicio de su propia producción.
J.L.V. (1994)
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