INTRODUCCIÓN GENERAL
RECENSIONES DE
OBRAS MARXISTAS
ÍNDICE
Presentación 1
Situación histórica del
marxismo 1
Sobre el marxismo como
crítica 9
Sobre el materialismo
histórico y el materialismo dialéctico 26
Conclusión: sobre la
condenación del marxismo por la Iglesia 47
Bibliografía 53
PRESENTACIÓN
El
marxismo original y sus posteriores desarrollos presentan una complejidad de
aspectos que, incluso dentro de una cierta ortodoxia marxista, ha
originado diversas interpretaciones. Por eso no es extraño que, a la hora de
exponer el pensamiento de Marx, Engels,
Lenin, etc., haya posibilidad de diversos enfoques,
aunque de ordinario coincidan en lo esencial.
No
se trata, con esta Introducción general, de ofrecer una exposición completa o
detallada del marxismo ni de algunas obras concretas, sino de ofrecer una breve
síntesis de esa filosofía, concentrando la atención en los aspectos más
fundamentales, prescindiendo de otros, incluso de alguna importancia, que no
son necesarios para la finalidad de esta Introducción.
Esa
finalidad es, por una parte, la de proporcionar algunos criterios de
interpretación del marxismo que ayuden a entender mejor —encuadrándolas en el
conjunto— las observaciones que se hagan en cada recensión. Esos criterios
podrán servir también para facilitar el enjuiciamiento de otras obras de
carácter marxista.
A
la vez, para evitar innecesarias repeticiones, se hace en esta Introducción una
valoración doctrinal sobre los principales aspectos del marxismo, de modo que
pueda comprenderse con facilidad el alcance de la reprobación que ha merecido
por parte del Magisterio de la Iglesia. Después, la recensión particular de
cada libro afrontará los aspectos particulares o más característicos del libro
correspondiente, remitiendo a esta Introducción por lo que se refiere a los
aspectos generales.
SITUACIÓN
HISTÓRICA DEL MARXISMO
El marxismo no es una filosofía que haya surgido
espontáneamente, ni tampoco una construcción completamente nueva que pueda
atribuirse a la inventiva de Karl Marx,
aunque es indudable que el pensamiento del filósofo de Tréveris
fue determinante en su producción. Se ha escrito con razón que «le
marxisme
est l'aboutissement suprême de la
pensée moderne»
(Daujat); es el término —hasta ahora no superado— de
un proceso de radicalización reductiva de lo que se
ha llamado con más o menos propiedad pensamiento moderno.
Un primer criterio importante de interpretación
es precisamente éste: es necesario considerar las tesis y argumentaciones
marxistas, sin olvidar en ningún momento su matriz. Es esta matriz lo
que permite captar significados que, de otro modo, pasarían inadvertidos o serían
fácilmente mal interpretados. El mismo sentido de los términos que el marxismo
usa no es el directo, el que tiene en su referencia directa a la realidad de
las cosas según el conocimiento espontáneo —o en su continuación científica
según la filosofía del ser—, sino que su semántica propia depende
intrínsecamente del pensamiento de filósofos anteriores.
Es interesante observar que, con gran
frecuencia, los marxistas remiten el valor de la fundamentación
de puntos esenciales de su ideología a lo que han escrito algunos pensadores
anteriores: Lenin a Marx, Engels y Hegel; Marx a Feuerbach y Hegel; Hegel, a su vez, recoge la
herencia de Spinoza, Kant, Fichte, etc. Lo importante no es, pues, la referencia
directa a la realidad (como subsistente con independencia del conocimiento
humano), sino la referencia al pensamiento, y a un pensamiento determinado.
Si no se tuviese en cuenta esto, fácilmente se
podrían señalar abundantes contradicciones —y patentes falseamientos en
relación con la experiencia directa— en los diversos textos marxistas. Sin
embargo, hay que decir que, aun existiendo fracturas innegables y no pocos
saltos en el vacío, la solución no es tan sencilla, como lo prueba el hecho de
que bastantes intelectuales —también de nuestros días— se hayan adherido a esas
doctrinas.
Respecto al significado de los términos, sería
una continua fuente de confusión olvidar que cuando Marx
(y sus seguidores) hablan, por ejemplo, de conciencia, se
refieren a la conciencia sensible (siguiendo a Feuerbach);
cuando distinguen entre objetivo y subjetivo, lo hacen al
modo hegeliano, etc.
El
marxismo trata de recoger y satisfacer tanto las instancias del idealismo
—exigencia de autosuficiencia humana, de absolutización
de la razón— como las del pragmatismo y naturalismo materialista: es, por decir
así, una síntesis de las dos grandes líneas en que desembocó buena parte de la
cultura y la filosofía occidentales desde el Renacimiento y la Reforma
protestante hasta fines del siglo XIX.
Es
éste precisamente otro punto de cierta importancia: conviene evitar la
superficial contraposición idealismo-materialismo (más bien propia de una
historiografía racionalista), como si se tratase de las dos alternativas del
pensamiento. Lo serían, quizá, si por materialismo se entendiese el
materialismo vulgar mecanicista: son muy significativas las invectivas de Marx contra esos materialismos vulgares, tanto antiguos
como los del siglo XVIII y del mismo Feuerbach; y si
por idealismo se entendiese —al modo marxista— toda filosofía que reconoce la
realidad de lo espiritual.
1. La
reducción de lo sobrenatural a lo humano natural.
La historia de la cultura y de la filosofía occidentales de los últimos siglos es muy
compleja y no puede exponerse en unos breves trazos sin el riesgo de incidir en
graves simplificaciones. Sin embargo, cabe señalar un factor común, que muestra
una notable unidad de fondo en medio de una gran diversidad de matices.
Ese factor común es la eliminación —primero de tipo
agnóstico, después como afirmación crítica— de todo aquello que supera
al hombre, de todo aquello de lo que el hombre no es causa. En filosofía, el
racionalismo cartesiano (que pretende alcanzarlo todo con la razón y de todo
pretende ideas claras y distintas), el agnosticismo kantiano (que abandona en
un incognoscible más allá todo lo que no está en el pensamiento), el idealismo
objetivo o constitutivo hegeliano (que reprochando a Kant
haberse detenido en la forma, subsume también el contenido de
lo real en la evolución dialéctica del espíritu)..., son etapas —entre las más
significativas— de aquella reducción creciente que va dejando tras de sí la
desolación más completa. Las primeras críticas a toda religión revelada y
positiva —de un Spinoza— acabarán —pasando por el
deísmo más ambiguo— en la crítica a la misma religión natural y en el ateísmo.
En lo religioso, ese empeño de eliminar todo lo
que supera al hombre tiene un momento capital —aunque parezca lo contrario en
una primera mirada— en Lutero. A partir de él, lo
verdaderamente sobrenatural irá siendo implacablemente eliminado: desaparece la
realidad ontológica de la gracia, la real causalidad de la gracia por los
sacramentos —ya simples estímulos o manifestaciones para la fe—, la verdad
objetiva de la Revelación —reducida a una significación de economía redentora y
pasando por la arbitrariedad del libre examen—, etc. Pasando por el
protestantismo liberal, la reciente teología de la muerte de Dios (en
sus distintas versiones), viene a ser una paradójica contribución religiosa al
humanismo ateo.
2. La
reducción de lo humano a lo material.
La reducción de lo sobrenatural a lo natural
(humano) tiene en Hegel su más lograda manifestación.
No obstante su continuo uso de terminología y expresiones teológicas, Hegel —como es sabido— fue acusado de ateísmo ya en vida.
Es, desde luego, indudable que lo propiamente sobrenatural del cristianismo no
tiene sitio alguno en el Sistema hegeliano: allí la religión (la fe) es
y ha de ser superada por la filosofía; la religión (la fe) viene a ser
una versión primitiva y popular de la filosofía. Pero además cabe preguntarse
con todo rigor si en ese Sistema queda verdadero sitio para un simple
conocimiento natural de Dios. La asunción del monismo spinoziano
—en Hegel, además, dotado de movimiento y como en
devenir, aunque sea «circular»— se presenta como exigencia de una Substancia única que postula —ahora ya como «resultado»
final— una absoluta identidad, que tiene la contradicción como momento
de su devenir. Todo límite, toda ruptura, toda diversidad vendrá a ser alienación
que luego exige recuperación.
De ahí partieron dos líneas de interpretación
—que denotan ya la ambigüedad a que nos referíamos—: la Derecha (que se
pretende «teológica» y pone el énfasis en el Sistema) y la Izquierda (que
afirma el ateísmo y pone el énfasis en la Dialéctica).
En la línea de esa Izquierda hegeliana hay que
situar a Feuerbach, que operó una reducción
materialista del pensamiento hegeliano. Para Feuerbach,
todo lo que Hegel dice de Dios en realidad lo está
diciendo del hombre; todo lo que dice del Espíritu corresponde a la materia;
todo lo que afirma de la conciencia no tiene otra base o fundamento real que la
conciencia sensible (lo demás son sólo «abstracciones» y fantasías idealistas).
El ateísmo materialista —que tiene precedentes explícitos en la filosofía
francesa e inglesa del XVIII— alcanza como una forma definitiva y concluyente:
se presenta como el secreto (así dirá Marx)
del Sistema, como su verdadera esencia.
La religión es entonces objeto de una crítica
radical: el hombre habría estado proyectando fuera de sí —en un fantástico e
ilusorio más allá, en la alienante noción de lo divino— su propia esencia, su
propia fuerza, su propio fondo. «El hombre es para el hombre la Esencia suprema»
(Feuerbach, La esencia del cristianismo). Lo
que habíamos llamado Dios no es más que el Hombre como género.
Es éste otro importante criterio de
interpretación para el marxismo posterior. La crítica de la religión hecha por Feuerbach (que Marx asumirá enteramente,
e incluso ya como fase definitivamente concluida: momento negativo) es muy
probablemente válida para la religión o cristianismo que Hegel
expone (y, en otra versión, Schleiermacher, de quien
también se ocupó Feuerbach) como continuación y desarrollo
del protestantismo luterano (así lo proclamó expresamente Hegel);
pero esa crítica de ningún modo es válida para la religión en general, y mucho
menos para la teología católica. Dar por establecido que, criticando la
«teología» hegeliana, se ha criticado el Cristianismo es una verdadera
impostura, incluso desde el punto de vista meramente filosófico e histórico.
Sin embargo, esa impostura entra dentro de una cierta lógica de la evolución
dialéctica, que supone siempre que lo posterior contiene («va consigo mismo») y
supera lo anterior. El ateísmo marxista —lo mismo que el de Feuerbach—
es una radicalización de la voluntad decidida de expulsar a Dios del
pensamiento y de la vida, de negar todo lo que señala un límite al hombre.
3. Karl Marx y el socialismo
científico.
Marx criticó a Feuerbach, sobre todo, haber perdido la dialéctica y
sostener así un materialismo más bien mecanicista. Por lo demás, acepta sin
condiciones su reducción materialista (a la conciencia sensible).
Entre otras cosas, Marx
reprochó a Feuerbach el mantener aún una noción de
esencia humana, como algo ya dado y no en radical e infinita evolución; y
también la consideración de una materia en sí (aunque no fuese independiente de
la sensibilidad humana). No hay ser, para Marx
(propiamente tampoco para Feuerbach). La única
realidad es la acción material autotransformadora, la
energía material que se desarrolla, por la que el mismo hombre deviene, en uno
de los saltos cualitativos del proceso, y que no se detiene tampoco ahí, sino
que tiende a la racionalización de toda la naturaleza, a su transformación
mediante el trabajo: trabajo que es relación mediadora entre el
hombre y la naturaleza, la forma consciente de la autoproducción
de la materia hacia la identidad como aspiración. Marx
desarrolla así un socialismo científico, es decir, la
construcción de la humanidad según las leyes materiales de la producción
(economía), en contraste con los socialismos utópicos (como el de Proudhon) que se presentan como exigencia de justicia, de
igualdad, etc., como si fueran valores absolutos que, en realidad, para Marx, carecen por completo de sentido.
Aunque de todo esto trataremos más adelante,
conviene insistir en ello ya ahora: no hay que confundir el materialismo
marxista con los llamados materialismos vulgares (afirmación de la realidad de
la materia, como lo inmediato e incuestionable y la reducción de lo demás a
ella). Se trata aquí de un materialismo inmanentista:
la materia como actuación de la conciencia sensible, la materia mediada por la
reflexión y la conciencia. Ahí cada individuo humano no es propiamente una
realidad en sí misma, sino un momento del hacerse racional, un nudo de
relaciones, etc.
No hay ser, sino devenir, sino acción, y ésta es
colectiva, social, histórica. Por eso, no hay tampoco propiamente verdad ni
bien.
4. El
marxismo como término de procesos personales.
El marxismo es hoy una tremenda realidad que
condiciona la vida social y política (y hasta donde puede, individual) de
países que suman en total más de ochocientos millones de personas. En esto han
intervenido también factores históricos complejos y contingentes, que aquí no
se van a estudiar.
Lo que es más tristemente llamativo es la
atracción que parece ejercitar sobre personas de una cierta cultura, desde hace
poco más de veinte años; y sobre algunos cristianos y en ciertos sectores de la
Iglesia. Dejando aparte la ingenuidad de algunos, la habilidad con que los
marxistas explotan términos equívocos y realizan su peculiar estrategia de
persuasión; dejando aparte eso, sorprende que esos cristianos se sientan
atraídos por una doctrina que se presenta —a poca información que se quiera
tener— radicalmente incompatible con los fundamentos mismos de toda religión, y
a fortiori de la fe cristiana. A nivel
ideológico y práctico-social, no puede dejar de pensarse en aquel mysterium iniquitatis de
que habla San Pablo (II Thes. 2, 7).
En general, puede observarse con frecuencia un
cierto proceso —en el católico que acaba marxista— que de alguna manera parece
reproducir a escala personal los pasos de aquel otro proceso de la cultura o
pensamiento occidental que, a partir de la Reforma protestante (fideísmo) y del
racionalismo humanista, desembocó en el marxismo (y sigue desembocando, como el
existencialismo de Sartre ha puesto claramente de
relieve). Con la diferencia de que en estos procesos personales los pasos son
naturalmente más rápidos: son caminos ya bien andaderos y transitados, no
faltan las señales indicadoras y los mapas de indicación, además de todo un
servicio bien organizado de auxilio en carretera. Como ya se escribía en el
siglo pasado, la obra filosófica de no pocos pensadores constituye «estaciones
de tránsito en el ferrocarril histórico-mundial».
Por eso, la historia crítica del llamado pensamiento
moderno proporciona útiles criterios para prevenir en las personas la
puesta en marcha de un proceso cuyo término sería el desastre radical de la
pérdida de Dios y, en consecuencia, de la propia alma. Y un cristiano no puede
ver ahí aspecto positivo alguno.
Se pueden señalar dos criterios principales:
contra aquel inicio que consiste en la voluntad de poder o dominio y en la
exaltación incondicionada de lo humano, hay que oponer una honda disposición de
humildad (también intelectual). Contra el desmoronarse de todo lo humano noble
—en la vida personal y social, tanto intelectual como moral— que es
consiguiente a la pérdida de la gracia (muy especialmente después del pecado
original y de la Redención obrada por Jesucristo), hay que oponer el recurso
piadoso y continuo a los medios sobrenaturales (sacramentos, vida de oración y
mortificación, ejercicio de virtudes teologales, etc.). En realidad, esos dos
aspectos —humildad y piedad— se condicionan mutuamente y no subsisten
separados.
SOBRE
EL MARXISMO COMO CRÍTICA
Desde el principio de su formación filosófica y
actividad intelectual, Marx se situó en una actitud
radicalmente crítica frente a todo lo que se presentase como establecido,
también aquí de acuerdo con B. Bauer, D. F. Strauss, A. Ruge y otros. Su voluntad era hacer «una
crítica despiadada de todo el orden existente» (Marx,
Carta a Ruge).
Sin tratar de recorrer paso a paso las
motivaciones y etapas de la crítica marxista, trataremos de exponer brevemente
un cuadro esquemático, que ayude a determinar otros criterios de interpretación
y otras valoraciones doctrinales concretas.
La crítica de Marx se
centra en la crítica de las alienaciones. Mientras la crítica kantiana
se ejercía sobre ideas, verdades, principios..., la marxista se ejerce sobre situaciones
humanas, entendidas como objetivaciones del hombre, como exteriorizaciones
en las que el hombre se pone (hegelianamente)
como distinto de sí, y se pierde. No es fácil definir la alienación según
el pensamiento de Marx; pero es también bastante
difícil hacerlo según el pensamiento de Hegel, de
quien Marx la tomó, aunque restringiendo su
significación. Si para Hegel —aunque como «momento
negativo»— la alienación conserva un cierto valor (constitutivo de la
dialéctica), para Marx —aun conservando su
«necesidad» transitoria— será más bien la miseria del hombre, lo que impide la
identidad absoluta y monista del mundo. Alienación es toda separación, toda
distinción, toda ruptura..., y en consecuencia ha de ser eliminada, no sólo
teóricamente, sino además con la praxis revolucionaria: «La crítica no es una
pasión de la cabeza, sino la cabeza de la pasión (...), es un arma (...). Su
objeto es su enemigo, al que ella no quiere confutar, sino aniquilar» (Marx, Contribución a la crítica de la filosofía del
derecho de Hegel).
Según Marx, las cinco
alienaciones fundamentales —relacionadas entre sí— son la religiosa, la
filosófica, la política, la social y la económica.
1. Alienación
religiosa y crítica de la religión.
La religión para Marx,
como ya antes para Feuerbach, no es algo natural ni
primario en el hombre, sino una «superestructura», un fenómeno derivado y
secundario. Es la proyección que el hombre hace de sí mismo y de su futuro en
un más allá imaginario; es el consuelo con el que se pretende calmar la
angustia que producen las otras alienaciones, y radicalmente la económica: por
eso la religión viene a ser la alienación suprema, expresión última de todas
las alienaciones profanas: «El hombre es el mundo del hombre, estado, sociedad.
Este estado, esta sociedad producen la religión, una conciencia trastornada del
mundo, porque ellos mismos son un mundo trastornado. La religión es la teoría
general de este mundo, su compendio enciclopédico, su lógica en forma popular,
su point d'honneur
espiritual, su entusiasmo, su sanción moral, su complemento solemne, su
razón universal de justificación y consolación. Es la realidad fantástica de la
esencia humana porque la esencia humana no posee ninguna realidad verdadera. La
lucha contra la religión es, pues, la lucha contra aquel mundo del que la
religión es aroma espiritual» (Marx, Contribución
a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel).
Al principio, Marx
parece limitarse a recoger y suscribir la crítica de la religión hecha por Feuerbach. En 1844 escribía: «Para Alemania, la crítica de
la religión ya se ha acabado en sustancia» (Marx, ibídem). Sin embargo, mientras para Feuerbach la religión no es más que una ilusión, un
espejismo, un error teórico, para Marx es una real
situación humana de miseria, de alienación, de pérdida. Pero no es una
situación primaria o fundamental, no puede dar razón de la miseria humana, sino
que ella misma ha de ser explicada, fundamentada. La alienación religiosa es
consecuencia —la más nefasta consecuencia— de otras alienaciones más profundas.
Para eliminar del todo la religión es necesario eliminar las alienaciones
profanas que la han hecho posible. «La miseria religiosa es, por una parte, la
expresión de la miseria real y, por otra, la protesta contra la miseria real.
La religión es el suspiro de la criatura agobiada por la desgracia, el alma de
un mundo sin corazón, del mismo modo que es el espíritu de una época sin
espíritu. Es el opio del pueblo» (Marx, ibídem).
Podría parecer así que la crítica de la religión
es para el marxismo algo secundario o consecuencia de otra crítica en
circunstancias sociales determinadas. Pero no es así. La crítica de la
religión es necesaria y principal para Marx, aunque
piensa que ya puede prácticamente dispensarse de hacerla, en cuanto ha sido ya
hecha por la Izquierda hegeliana: «La crítica de la religión conduce a la
doctrina de que el hombre es para el hombre el ser supremo» (Marx, ibídem), dirá
recogiendo la conocida expresión de Feuerbach. Por
eso, liberarse de la alienación religiosa es ponerse en la actitud necesaria
para liberarse de las otras alienaciones. Así podrá ponerse en práctica el
empeño por suprimir la alienación económica, que es la más radical y que
produce las otras; de modo que al fin se haga ya imposible que vuelva a surgir
la religión: «La crítica del cielo se transforma así en crítica de la tierra;
la crítica de la religión en crítica del derecho; y la crítica de la teología
en crítica de la política» (Marx, ibídem).
Es ésta una consideración importante para la
recta interpretación del marxismo: su ateísmo constituyente. La noción de Dios
—y la religión en general— impiden considerar la privación económica como el
mal supremo y absoluto, impiden reducirlo todo a economía, a producción
material: crean la ilusión de bienes espirituales, de la inmortalidad personal,
de una eternidad feliz, etc., y así dan una significación muy relativa a la
insatisfacción sensible. Por eso, «la crítica de la religión es la condición de
toda crítica» (Marx, ibídem).
El tema religioso ocupa poco espacio en los
escritos de Marx: lo principal se encuentra en las
pocas páginas de su Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de
Hegel, apareciendo sólo aquí y allá en las obras
posteriores, con sarcasmos blasfemos y con un tono que raya en lo demoníaco. A
pesar de ese poco espacio, el ateísmo lo informa todo, en sentido estricto y
desde el primer momento. A diferencia de Engels, no
parece que Marx haya pasado por una crisis de pérdida
de fe: da la impresión de no haber tenido nunca ninguna creencia religiosa.
El ateísmo es la fuerza motora del marxismo: se
trata de sacar las consecuencias prácticas de que Dios no existe, de que nada
hay superior a la humanidad; es el intento de respaldar y vivir y mostrar como
razonable el ateísmo, dándole una justificación teórica y una determinada
estructura práctica. Por eso, Marx no se contentó con
el materialismo de Feuerbach: necesitaba recuperar la
dialéctica, poner lo negativo como constitutivo de todo, porque toda positividad real finita reclama necesariamente un Creador.
Pero un tal intento tiene, como veremos, un precio altísimo: la degradación
teórica y práctica mayor que cabe imaginar para la persona humana.
Conviene recordar, por último, que Marx, al igual que Feuerbach,
rechaza inicialmente toda religión, y para justificar teóricamente ese rechazo
critican no la verdadera religión (ni la natural ni la Revelada positiva), sino
la religión expuesta por Hegel, y en otra versión por
Schleiermacher, pensando —con cierta coherencia
«dialéctica»— que así han criticado toda anterior interpretación y realización
de la religión; lo cual —hay que insistir— es en realidad una impostura.
2. Alienación
filosófica y crítica de la filosofía.
La crítica marxista de la filosofía es bastante
compleja: complicados son los juicios que Marx hace
sobre Feuerbach, Hegel, Bauer, etc. Pero lo más significativo es el punto de
partida y el término de esa crítica, que se exponen sobre todo en los Manuscritos
de 1884, en Ideología alemana, en La Sagrada
Familia y en las Tesis sobre Feuerbach.
El punto de partida es la consideración de la
filosofía como alienación, y el término es la afirmación de la identidad entre
teoría y praxis, entendida como praxis sensible, como transformación de la
naturaleza, racionalizándola, y realizándose así el hombre mismo, que antes
está sólo en su prehistoria.
La afirmación clásica de Marx
sobre este punto es la 11.ª tesis sobre Feuerbach: «Los filósofos no han hecho más que
interpretar el mundo de diversas maneras; lo que importa es transformarlo.»
Para Marx, la filosofía
es una alienación porque es el resultado de una deficiencia en la existencia
misma del hombre, una evasión ante un problema real y que ilusoriamente
pretende resolver con un éxtasis intelectual: es una ruptura, una situación de
miseria, ese proyectar en una esfera «ideal» lo que debería ser solución
realizada prácticamente (no existe y no se puede pensar la esencia humana: el
Hombre ha de hacerse). La filosofía es alienación porque desdobla la acción en
teoría y praxis.
De ahí que la crítica de la filosofía haya de
llevar a una filosofía que sea praxis. Eso no quiere decir de ningún
modo que se proponga un activismo o un pragmatismo vulgar (recuérdese lo dicho
también para su materialismo). Marx no renuncia al
pensamiento —todo lo contrario, trata de hacerlo realidad material—; lo que él
rechaza es un pensamiento que no sea inmediatamente práctico, realizador en lo
económico-social. La crítica teórica debe ser a la vez práctica, «no es una
pasión de la cabeza, sino la cabeza de la pasión» (Marx,
Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel);
y de ahí su importancia: «Pactad acuerdos que satisfagan los fines
prácticos del movimiento (comunista), pero no permitáis ninguna concesión de
principios..., no hagáis ninguna concesión teórica» (Marx,
Crítica al Programa de Gotha); y comenta
Lenin: «Sin una teoría revolucionaria no puede
existir un movimiento revolucionario» (Lenin, ¿Qué
hacer?).
Marx se compromete
en una acción revolucionaria radical como consecuencia de su concepción del
universo, y entiende su pensamiento como parte de esa acción material
dialéctica y universal: «No basta que el pensamiento empuje hacia la
realización; la realidad misma debe acoplarse al pensamiento» (Marx, Contribución a la crítica de la filosofía del
derecho de Hegel). Se trata, pues, de
eliminar toda distinción entre teoría y práctica.
Esa alienación filosófica, como situación de
proyección imaginaria de problemas materiales prácticos (económicos), es la que
hace posible la alienación religiosa (que aquella esfera «ideal» pase a ser
considerada divina, como una realidad distinta y separada del hombre, etc.).
Por eso la crítica de la religión exige la crítica y la eliminación de la
metafísica. Sin embargo, para poder acometer la crítica de la filosofía es
indispensable la actitud que procede de la crítica de la religión (que es lo
que hace comprender la filosofía como alienación, miseria y pérdida).
Por eso hay que evitar la equivocación de pensar
que la crítica marxista a la filosofía es independiente de su ateísmo, como si
fuese algo así como la denuncia de un pensamiento abstracto y sin influjo real
en la existencia. Niega la metafísica porque niega toda realidad que trascienda
el hacer del hombre y su vida sensible. «La teoría —dice Marx—
se convierte en fuerza material apenas prende en las masas. La teoría es capaz
de prender en las masas apenas demuestra ad hominem,
y demuestra ad hominem en cuanto es
radical. Ser radical es coger las cosas en la raíz. Pero para el hombre la raíz
es el hombre mismo. La prueba evidente del radicalismo de la teoría alemana...
es que su punto de partida consiste en la decidida superación positiva de la
religión. La crítica de la religión tiene su meta en la doctrina de que el
hombre es para el hombre el ser supremo» (Marx, ibídem).
3. Alienación
política y crítica del Estado.
La alienación política se concreta en el Estado,
y es la que, a su vez, hace posibles las alienaciones filosófica y religiosa.
Por eso se hace necesaria la crítica del Estado (eliminación de la alienación
política) para la efectividad completa de las dos críticas anteriores.
El Estado que Marx
considera es, principalmente, el teorizado por Hegel
como encarnación del Espíritu Absoluto (Hegel llegó a
saludar en Napoleón su advenimiento); pero la crítica marxista quiere llegar a
todo Estado, porque lleva consigo necesariamente la alienación política del
hombre en general.
Para Marx, esa
alienación política es la misma existencia o situación política del hombre,
caracterizada por una escisión entre la vida del ciudadano (el hombre como
sujeto de relaciones públicas, como súbdito del Estado) y la vida del hombre
como elemento del mundo de las necesidades, del trabajo y de las relaciones
sociales.
«El Estado —afirma Engels—
no existe desde toda la eternidad. Hubo sociedades que pasaron sin él, que no
tuvieron ninguna noción de Estado y de la autoridad del Estado. En cierto grado
del desarrollo económico, necesariamente unido a la escisión de la sociedad en
clases, esta escisión hizo del Estado una necesidad» (Engels,
El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado). El
Estado, en todas sus posibles formas, aunque nazca con la «ilusión» de ser
instrumento de conciliación entre las clases, entre las dos vidas (del hombre y
del ciudadano), en realidad, permaneciendo necesariamente «exterior a la
sociedad civil», no es otra cosa que «una fuerza de la clase más poderosa...,
un organismo para proteger a la clase que posee contra la desposeída..., una
máquina esencialmente destinada a tener a raya a la clase reprimida y
explotada» (Engels, ibídem).
En resumen, «el Estado es el producto y la manifestación de los
antagonismos inconciliables entre las clases» (Lenin,
El Estado y la Revolución).
En consecuencia, ha de ser eliminado todo
Estado: no se trata de modificarlo, de hacerlo «justo» o de hacerlo «popular y
libre», pues «un Estado, cualquiera que sea, no es libre y no es
popular» (Lenin, ibídem).
Pero la completa eliminación del Estado no podrá ser efectiva —aunque su
crítica sea previa— mientras no se elimine otra alienación más profunda que es
su fundamento: la alienación social, basada a su vez en la alienación
económica.
El marxismo coincide, pues, con el anarquismo en
la meta final política (supresión de toda forma de Estado), pero difiere
de él en cuanto que el anarquismo no considera «las bases económicas de la
extinción del Estado»; bases económicas (supresión de la alienación económica)
que hacen necesaria, después del abatimiento del Estado burgués, una etapa
intermedia de Estado proletario (dictadura del proletariado): «La
sustitución del Estado burgués por el Estado proletario no es posible sin
revolución violenta. La supresión del Estado proletario, es decir, la supresión
de todo Estado, no es posible más que por vía de extinción» (Lenin, ibídem). Sobre
las fases de la instauración de la sociedad comunista, trataremos más adelante
a propósito del materialismo histórico.
Es importante observar el carácter de postulado a
priori de la noción marxista acerca del Estado. Aun aceptando que,
históricamente, haya habido o haya formas de Estado que sean en la práctica
«órganos de opresión de una clase sobre las demás», es falsa la afirmación
general, tanto por lo que se refiere a la esencial dependencia del Estado
respecto a la existencia de clases como a su «necesaria» característica de ser
órgano de opresión. Reconociendo a la persona humana la libertad y la autonomía
que realmente tiene, desde el momento en que las personas constituyen sociedad,
se deriva, de un modo u otro, la realidad del Estado no sólo como garante de
derechos y deberes (que necesariamente existen en el ámbito social), sino
también como órgano subsidiario que puede llegar donde, para el bien común, no
pueden llegar los individuos. Y, además, todo eso se sigue de la misma
naturaleza humana (noción no aceptada por Marx, como
ya se dijo).
Hay que notar, sin embargo, que el marxismo, al
afirmar que el Estado supone una ruptura en la sociedad, en cierto modo tiene
razón; pero se trata de la ruptura (más bien, composición) propia
de toda realidad creatural. Por eso, la consideración
marxista del Estado como algo que debe ser suprimido no es más que un a
priori basado únicamente en la voluntad de rechazar todo aquello que sea
expresión del carácter creatural del mundo, para
justificar el rechazo inicial de Dios.
4. Alienación
social y lucha de clases.
Según Marx, la
alienación social consiste en la oposición no resuelta entre la apariencia de
una sociedad universal y la división radical en clases (y pertenencia de cada
individuo a una clase particular). No es fácil encontrar en las obras de Marx una definición de clase social. Puede decirse
que son grupos particulares que contienen un número indeterminado de hombres
por razón de su situación en el proceso de producción. Los hombres se
identifican con su clase; pero esa clase sólo representa una parte de lo que
ellos son en cuanto hombres; pierden así toda una parte de la «esencia» humana
(del hombre como colectividad), ya que esta parte se identifica con otra clase.
Por otro lado, la clase se constituye como tal cuando se adquiere una conciencia
de clase.
«La historia de toda sociedad es la historia de
la lucha de clases» (Marx-Engels,
Manifiesto del Partido Comunista). Por eso, a lo largo de las
diversas épocas históricas, Marx reconoce diversos
números de clases sociales: «nuestra época, la época de la burguesía,
se distingue sin embargo de las demás por haber simplificado los
antagonismos de clase. Toda la sociedad actual se divide cada vez más en dos
grandes campos enemigos, en dos grandes clases directamente opuestas la una a
la otra: burguesía y proletariado» (Marx-Engels, ibídem).
Llegado a este punto, el análisis marxista pasa
al terreno de las previsiones del futuro, aunque no como «profecía
anticientífica», sino como previsión de la marcha dialéctica de la historia y
como programa de acción revolucionaria: una vez que la burguesía, en su
progreso, va depauperando al proletariado, y a la vez haciéndolo numéricamente
más poderoso, la revolución del proletariado es inevitable, como negación
dialéctica de su negación. De ahí que el programa revolucionario se empeñe en
«ir en el sentido de la historia», radicalizando esa oposición de clases,
fomentando la conciencia de clase, etc.: «Hay que hacer más angustiosa la
opresión real añadiendo la conciencia de esa opresión. Hay que hacer la afrenta
más sensible haciéndola pública» (Marx, Contribución
a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel).
A continuación habría que exponer ya el llamado materialismo
histórico. Pero antes, cabe preguntarse si una revolución, por total que
sea, puede no sólo eliminar la alienación social, sino garantizar además que no
vuelva a producirse en el futuro. La respuesta marxista es naturalmente negativa.
Eso sólo quedará garantizado si se destruye otra alienación más profunda
todavía, y que es la que hace posible la ruptura-oposición del hombre
(colectividad histórico-social) en clases: la alienación económica.
Conviene recordar que la supresión de la
alienación social (división en clases opuestas) no es postulada por Marx en base a ideas de justicia, de fraternidad, de
igualdad, de democracia, etc.: ideas abstractas y sin sentido para el marxismo
(contra lo que afirmaban los socialismos utópicos): «Marx
declara expresamente cómo, por ejemplo, con ocasión de la fundación de la
Primera Internacional en 1864, tuvo que utilizar los términos de libertad y de
justicia porque no podía evitarlo, dada la estupidez (dice él) de sus
colaboradores» (A. Del Noce). En efecto, el motivo
para postular la eliminación de la alienación social no es más que la voluntad
de que el hombre sea totalmente para el hombre. Así, aunque la «estupidez» de
algunos obligue a hablar de «justicia social», etc., para motivar la Revolución,
el elemento motor es la afirmación radical de ateísmo (en su fórmula ya
«positiva»: el hombre y sólo el hombre).
Marx tendrá para las
motivaciones cristianas de justicia las más duras invectivas: «Es muy cómodo
dar al ascetismo cristiano un color socialista. (...) El socialismo sagrado no
es más que el agua bendita con la que el sacerdote consagra el rencor del
aristócrata» (Marx-Engels, Manifiesto
del Partido Comunista). Ese juicio despectivo se extiende a todos
los socialismos que quieren fundarse en ideas de justicia o de filantropía,
etc.: «Salvo raras excepciones, todo lo que circula en Alemania como
pretendidos escritos socialistas o comunistas, entra en el marco de esa
literatura sucia y repugnante» (Marx-Engels, ibídem).
Es un error —bastante burdo aunque extendido—
pensar que cuando el marxismo aboga por la eliminación de injusticias sociales,
se trate de un elemento positivo de esa ideología (que algunos llegarán incluso
a considerar sustancialmente idéntico a la fraternidad cristiana). La idea de
justicia no tiene sentido para Marx. El término real
de la implantación del socialismo marxista es, como veremos más adelante, una
dictadura despótica (que es considerada como etapa «intermedia» para el
advenimiento de un comunismo efectivo). Por otra parte, el motivo radical del
amor cristiano al prójimo es el amor a Dios; mientras que el principio motor
para la revolución marxista es el odio (negación de la negación). También aquí
el marxismo se separó de Feuerbach: «El amor es en
todas partes y siempre el dios milagroso que, según Feuerbach,
debe ayudar a superar todas las dificultades de la vida práctica: y eso en una
sociedad dividida en clases con intereses irremediablemente contrapuestos...
Con eso desaparece de su filosofía el último residuo de carácter
revolucionario, y no queda más que la vieja canción: Amaos los unos a los
otros, abandonaos los unos en los brazos de los otros, sin distinción de sexo
ni de clase. ¡La ilusión de la reconciliación universal!.
En una palabra, sucede a la doctrina moral de Feuerbach
lo mismo que a todas las que le han precedido. Es adecuada a todos los tiempos,
a todas partes, a todas las circunstancias, y precisamente por eso no es
aplicable en ningún tiempo y en ningún lugar, y es, respecto al mundo real, tan
impotente como el imperativo categórico de Kant» (Engels, Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana).
El marxismo no puede aceptar el amor a los demás
como motivo, si el individuo no es más que un foco de intereses sensibles y de
producción económica. El amor sería una afirmación no dialéctica. La única
manera de construir el mundo es el odio de lo negativo, de lo que impone un
límite, de lo que aparece contrapuesto e impide realizarse, llegar a ser en
identidad: es el odio hasta la destrucción efectiva del contrario. «Abajo el
amor al prójimo. Lo que hace falta es el odio. Debemos aprender a odiar: es así
como llegaremos a conquistar el mundo» (Lounatcharsky).
Como es evidente, no hay en todo esto ni sombra de semejanza con la doctrina
cristiana.
Es ilustrativa la radicalización que Sartre efectuó del existencialismo, llegando a coincidir
—como él mismo afirmó— con los principios fundamentales del marxismo. Su
testimonio es de interés, por expresar con lucidez escalofriante la esencia
negativa de tales principios. Así, por ejemplo, dirá que «la sola
inteligibilidad posible de las relaciones humanas es dialéctica, y esta
inteligibilidad, en una historia concreta donde el auténtico fundamento es la rareté (rareza, como deficiencia, negación o
escasez de materia), no se puede manifestar más que como una reciprocidad
antagónica» (Sartre, Crítica de la Razón
dialéctica). De ahí que lo que llamamos amor, en el fondo, esté
constituido por el odio y la violencia: «Yo soy hermano de violencia para todos
mis prójimos... La violencia es la fuerza misma de esta reciprocidad lateral de
amor» (Sartre, ibídem).
5. Alienación
económica y crítica de la economía política.
El terreno donde, según Marx,
surgen las clases sociales contrapuestas es la vida económica, el mundo de las
relaciones de producción, que es la estructura misma de la realidad (la
economía substantivada). Si es ese terreno el que hace posible la alienación
social —aunque es la crítica teórica a la alienación social la que permite
descubrirlo—, se hace necesario descubrir y eliminar la alienación económica,
por medio de la crítica de la economía política (como ciencia normativa). A
esta tarea es a la que Marx ha dedicado naturalmente
más atención y tiempo durante su vida: no por ser él mismo un economista, sino
porque —como queda dicho— para su filosofía la economía es la estructura de lo
«real»; a relaciones de producción se reduce toda realidad: «El proceso de
producción constituye el proceso de creación y reproducción de la vida humana»
(Marx, El Capital). Esta crítica
(insistimos: filosófica) está contenida sobre todo en los Manuscritos de
1844, en Contribución a la crítica de la economía política (1859)
y especialmente en El Capital, en cuyo capítulo 1.° del Libro I recoge lo ya expuesto en la obra anterior
acerca de «la mercancía y el dinero».
Para Marx, la
polarización de la humanidad en dos clases directamente opuestas (burguesía y
proletariado) no es más que el reflejo de un hecho económico único: la
producción capitalista. La crítica de Marx a la
economía política es la crítica del capitalismo. Para el contenido concreto de
esos aspectos de su pensamiento, pueden verse las recensiones a las obras
particulares respectivas; pero es interesante hacer ya desde ahora algunas
observaciones generales más.
Cuando Marx habla del
«trabajo alienado» dice, por ejemplo: «El obrero pone su vida en el objeto, y
desde entonces, su vida ya no le pertenece, es del objeto (...). El producto de
su trabajo no es del propio obrero. El despojamiento del obrero en provecho de
su producto significa no sólo que su trabajo pasa a ser un objeto, y cobra una
existencia externa, sino que significa igualmente que su trabajo se queda fuera
de él, independiente de él, extraño a él, y que el trabajo pasa a ser frente al
obrero una fuerza autónoma. Esto quiere decir que la vida prestada por el
obrero al objeto pasa a erguirse frente a su autor como una fuerza enemiga y
extraña» (Marx, Manuscritos de 1844). E
inmediatamente antes había escrito: «Cuantos más objetos produce el obrero,
menos puede poseer, y tanto más cae bajo el dominio de su producto, que es el
capital» (Marx, ibídem).
Es importante observar que el análisis económico
de Marx está expresamente determinado por su
concepción dialéctica: cuanto más crece el capital, necesariamente ha de crecer
su negación, que es el proletariado como clase esencialmente desposeída. La
burguesía necesariamente ha de engendrar su negación dialéctica: «El obrero
moderno, en vez de elevarse a medida que la industria progresa, desciende cada
vez más por debajo de las condiciones de su propia clase (...). De todo esto se
deduce claramente que la burguesía no es capaz de mantenerse por más tiempo
como clase dominante de la sociedad (...) porque no es capaz de garantizar la
existencia al propio esclavo ni siquiera dentro de su esclavitud, ya que se ve
obligada a dejarlo caer en una situación en la que, en lugar de ser nutrida por
él, se ve obligada a nutrirlo ella (...). La burguesía produce ante todo sus
sepultureros. Su caída y la victoria del proletariado son igualmente
inevitables» (Marx-Engels, Manifiesto
del Partido Comunista). Es de notar, aparte de que la historia ha
demostrado suficientemente la falsedad de esas previsiones, el carácter
determinista de esa concepción: no hay lugar efectivo para la libertad personal
como factor de la historia. Su concepción dialéctica —que exige la
polarización entre burguesía y proletariado, como tesis y antítesis— es el a
priori que determina la crítica marxista al capitalismo: bajo la apariencia
técnica de sus teorías del valor, valor de uso, valor de cambio, plusvalía,
trabajo excedente, etc., se encuentra operante aquella concepción filosófica,
de tal modo que el análisis económico marxista es filosofía, no economía.
Sobre la invalidez —históricamente comprobada— de ese análisis, pueden verse
las recensiones a las obras correspondientes.
Hay que señalar también que, para Marx, tan «alienado» está el capitalista como el
proletario: es el hombre (como ser colectivo e histórico) el que se encuentra
dividido en capitalista y proletario, como consecuencia de que el proletario
está dividido (alienado) de su trabajo, perdiéndose a sí mismo, en cuanto que
el trabajo (acción sensible de autotransformación de
la materia mediante la razón) es el hombre mismo. Igualmente, el «no
trabajador» (el que no transforma directamente la naturaleza) sufre una
alienación rigurosamente complementaria, en cuanto él carece del acto de
producción que es el realmente humanizante o
productor de lo humano.
Conviene tener presente —insistimos— la clave
filosófica de la crítica marxista a la economía política: sus postulados y
presupuestos son filosóficos (del materialismo histórico y dialéctico). Es
interesante a este respecto la categórica afirmación de Lenin:
«No se puede comprender El Capital de Marx, y
particularmente su primer capítulo, sin haber estudiado y comprendido toda la Lógica
de Hegel» (Lenin, Cuadernos
sobre la dialéctica de Hegel).
El fondo último de la alienación económica es,
según Marx, la propiedad privada, sobre todo
de los medios de producción, que es la que posibilita —o más bien produce— la
alienación del trabajador respecto al objeto de su trabajo, y de su trabajo
mismo. Se entiende bien que para Marx la propiedad
privada haya de ser eliminada, en cuanto que consiste —según esa doctrina— en
despojar al trabajador no sólo de algo suyo, sino de sí mismo,
puesto que el trabajador consiste en su trabajo y en su término. La acción del
trabajador no tiene, para el marxismo, otro valor que su objeto: es acción
esencialmente transitiva, puesta además completamente en función de una
«necesidad». Esa acción es colectiva y colectivo ha de ser el goce de su
producto. No se trata de eliminar —eliminando la propiedad privada— una forma de
«robo» o latrocinio —eso sería más bien lo típico de la utopía socialista de un
Proudhon—, sino que se trata de entender que el robo
no es más que una forma de apropiación, y en cuanto tal es como es rechazable:
así lo afirma Marx, por ejemplo, en Miseria de la
filosofía (libro dirigido a refutar la obra de Proudhon
Filosofía de la Miseria).
Es interesante observar también que el rechazo
marxista de la idea misma de propiedad es coherente con su materialismo,
en cuanto que la propiedad en sentido estricto implica interioridad personal
—en el fondo espiritualidad— del sujeto que posee. Y es también coherente con
la dialéctica hegeliana, para la que «la interioridad es la exterioridad» y el
individuo «una abstracción».
Una vez superada la alienación económica, ya no
queda otra que sea más profunda y fundamental, pues ya se ha llegado a la
auténtica «infraestructura» de la «realidad»: la economía, que adquiere así las
prerrogativas de una ontología: «Suprimir la propiedad privada es suprimir toda
alienación (...). La alienación religiosa se produce sólo en el dominio de la
conciencia, pero la económica es la alienación de la vida real: su supresión
abarca ambos lados (...). El comunismo comienza ya a partir del ateísmo» (Marx, Manuscritos de 1844).
No es difícil entonces comprender con claridad
que el Magisterio de la Iglesia haya condenado el socialismo que se opone a la
propiedad privada, viendo precisamente en todo sistema que niega ese derecho
algo incompatible con los dogmas de la Iglesia Católica, porque su manera de
concebir la sociedad se opone diametralmente a la verdad cristiana» (Pío XI, Enc. Quadragesimo anno).
No es propia y directamente la distribución
justa de los bienes materiales lo que está en juego, sino la concepción global
del hombre y de la vida y de su destino; y en consecuencia, aspectos capitales
de la ley natural.
Así, después de aquella extrema aversio a Deo inicial
(ateísmo), se llega a una completa conversio
ad creaturas; como a su fundamento: el fin
del hombre, y su misma realidad, no es más que la producción de bienes
materiales y su goce. Y esto, convertido en doctrina absoluta y en praxis
universal. La esencia misma del pecado, convertida en filosofía y en programa
político.
6.
Consideraciones finales sobre la crítica de las alienaciones.
Las críticas de las diversas alienaciones tienen
en común considerar como negativa, como miseria, toda diversificación, toda
separación, todo límite: es decir, hay al inicio un postulado general de
identidad. La perfecta y absoluta identidad que sólo a Dios corresponde es
reclamada para el hombre (como materia en desarrollo, como movimiento y como
conciencia sensible). Y reclamada no sólo como exigencia teórica, sino como
normatividad práctica: hay que lograr la identidad con la praxis. Sólo así
llegará el hombre a ser para sí mismo el ser supremo. Aceptar una multiplicidad
o variedad estable (una alienación irreductible)
conduciría a admitir la finitud del hombre. Para la filosofía del ser, la
composición y limitación son propias de la criatura en cuanto creada, en
contraste con la simplicidad, la identidad y la infinitud divinas. El ateísmo
inicial, la voluntad de negar todo lo que limite o supere al hombre, lo que no
sea el hombre mismo, comporta las fundamentales consecuencias del análisis
marxista, con lógica bastante rigurosa.
La conexión de las críticas a las varias
alienaciones es, como se ha visto, muy estrecha: cada uno de los desarrollos
críticos de una alienación está movido y condicionado por la finalidad de hacer
imposible la anterior alienación; por tanto, su validez depende de que esa
anterior alienación sea efectivamente algo negativo y eliminable.
Para el marxismo, como vimos, la primera crítica y «condición de toda otra crítica»
es la que hay que hacer a la religión; por eso Lenin
llegará a decir que «toda idea religiosa es una abominación indecible». Pero es
justamente ahí, en ese punto de partida, donde ya no podemos seguir a Marx: nos lo impide absolutamente la fe cristiana, y lo
impide la misma razón natural. En consecuencia, cae lo fundamental y conductor
de sus «críticas». Si algún análisis particular o alguna consideración marginal
puede conservar algún valor, será en la medida en que
se demuestre rigurosamente separable e independiente de su punto de partida y
del término al que quiere llegar.
SOBRE
EL MATERIALISMO HISTÓRICO Y EL MATERIALISMO DIALÉCTICO
El marxismo no es simplemente una crítica,
aunque el elemento crítico le sea esencial; sino que es a la vez e inseparablemente
una visión global del mundo, del hombre, de la sociedad, de la historia. En
esta visión filosófica hay una diferencia inicial y radical respecto de toda
concepción de la realidad según el conocimiento espontáneo y común y su
desarrollo científico y sapiencial en la filosofía del ser. Para el marxismo
—como ya dijimos, y volveremos aún a insistir— no hay propiamente ser (que
funde la verdad y el bien), sino devenir: un hacerse dialéctico,
en el que cada momento es negación del anterior; de modo que, en todo caso, la
verdad tendrá sentido como resultado. Pero aquí Marx
no hace otra cosa que seguir a Hegel, aunque reducido
al materialismo de Feuerbach.
1. La
dialéctica.
Como Hegel, Marx supone que la realidad es movimiento. Nada hay
estable: todo es devenir continuo a base de las
sucesivas negaciones de toda determinación o concreción. Según el principio de Spinoza —asumido por Hegel—, toda
determinación es una negación. De ahí que no haya auténtica positividad
ontológica: la única afirmación posible es la negación de la negación, no sólo
como proceso de la razón, sino como proceso de la realidad: proceso que se
identifica con su contenido, en su infinito devenir de tesis, antítesis y
síntesis.
«La grandeza de la filosofía hegeliana —escribía
Marx en 1844— y de su resultado final —la dialéctica
de la negatividad en cuanto principio motor y creador— consiste en que Hegel concibe la autoproducción
del hombre como proceso, la objetivación como desobjetivación, la alienación
como salida de sí y supresión de esa alienación; en que, por tanto, capta la
esencia del trabajo y comprende al hombre objetivo, al hombre verdadero porque
es efectivo —porque es resultado de la actividad— como resultado de su propio
trabajo» (Marx, Manuscritos de 1844).
La dialéctica es, pues, la relación
sujeto-objeto, que no es ni separación absoluta ni lazo inmediato, sino
separación siempre nueva y siempre debiendo ser suprimida. Esta dialéctica de
la objetivación permite captar con claridad el carácter inmanentista
del pensamiento de Marx (tan inmanentista
como el de Hegel): «Un ser no objetivo es un no ser»
(Marx, ibídem). Esto,
que podría parecer una afirmación de realismo metafísico, es por el contrario
una afirmación de «idealismo» (aun cuando Marx cambie
la Idea de Hegel por la materia). En efecto, el
sujeto no es más que en la medida en que es objeto de la
conciencia (espíritu para Hegel, sensibilidad para Marx). Lo objetivo es lo que es objeto de la
sensibilidad (que se identifica con ella dialécticamente): lo contrario
supondría aceptar la realidad de un ser en sí independiente de la
conciencia (verdadero realismo), y sería contrario a la afirmación inicial del devenir
como única «realidad».
Mientras Hegel se
limita —dirá Marx— a contemplar el movimiento
y el trabajo (lo que supone un absoluto, un criterio en nombre del cual o
partiendo del cual contempla ese movimiento), Marx
prescinde de todo punto de referencia absoluto: se parte de la conciencia
sensible, pero de una conciencia sensible que es actividad (y no pasividad,
intuición, estática, etc.): el objeto de esa conciencia es también actividad,
que se relaciona con ella según la dialéctica sujeto-objeto. La conclusión es
también conciencia sensible, pero ya enriquecida y cultivada, transformada en
universal idéntico a sí mismo.
En esta perspectiva puede comprenderse mejor el
alcance de la postulada identidad dialéctica entre teoría y praxis. «Praxis,
conocimiento, de nuevo praxis, de nuevo conocimiento; esta fórmula, en su
repetición cíclica es infinita; además, el contenido de cada ciclo de la
práctica y del conocimiento se eleva cada vez a un estadio más alto. Esta es,
en su conjunto, la teoría del conocimiento del materialismo dialéctico, ésta es
la concepción materialista-dialéctica de la unidad de conocimiento y acción» (Mao Tse-tung,
Acerca de la práctica).
Conviene recordar lo que ya se ha mencionado
acerca de la «identidad dialéctica» entre contenido y forma —propia del
pensamiento hegeliano—, para comprender bastantes afirmaciones marxistas: el
contenido del proceso es el proceso mismo. No cabe otra posibilidad si se ha
partido de afirmar como única «realidad» el movimiento dialéctico, con la
correspondiente negación de realidad a un sujeto que se mueve siendo en sí distinto
del movimiento mismo. Por eso, cuando el marxismo habla de la realidad, de las
cosas, etc., por una parte; y del hombre, de la conciencia, de la ciencia,
etc., por otra, no es que haga una profesión de realismo (materialista o no).
El marxista piensa que la «primera inmediatez» (la de los hechos empíricos) es mediada
(por la conciencia sensible), y por eso que con otra mediación (la de la
dialéctica) se llega a una «segunda inmediatez» en la que se descubre el
auténtico núcleo de los fenómenos. Al hablar de la realidad, de las cosas, etc.,
sólo pueden hacerlo de sus «ideas» de esas cosas (que son momentos conscientes
de la acción sensible de autoproducción de la
materia: ciertos reflejos materiales en el cerebro).
De ahí que, con palabras de Engels,
«esta filosofía dialéctica disuelve todas las nociones de verdad absoluta,
definitiva, y las condiciones humanas absolutas que le corresponden. No hay
nada definitivo, ni absoluto, ni sagrado ante ella; ella muestra la caducidad
de todas las cosas y nada existe para ella más que el proceso ininterrumpido del devenir y de lo transitorio, de la
ascensión sin fin de lo inferior a lo superior en la que ella no es más que su
reflejo en el cerebro pensante» (Engels, Ludwig Feuerbach y el
fin de la filosofía clásica alemana).
También hay que tener presente lo constitutivo
de la contradicción en su visión dialéctica. El principio clásico de
no-contradicción ha sido exactamente invertido: no es un criterio de verdad,
toda vez que la identidad no está antes (en Dios que causa) sino al final; de
manera que la contradicción es precisamente constitutiva de la realidad, como
movimiento de unidad-negación de los contrarios. La verdad sólo tiene sentido,
pues, como resultado: no se trata de conocer una verdad ya dada (eso supondría
aceptar un ser que la fundase), sino de verificar (hacer
verdadero) un proyecto de acción social: «El criterio de verdad no puede ser
más que la práctica social» (Mao Tse-tung, Acerca de la práctica).
La oposición radical a Dios tenía necesariamente
que desembocar en la oposición a la verdad. Por eso el Señor llama al demonio el
padre de la mentira (Ioann. 8, 44).
En el fondo, no estamos ante una simple cuestión de lógica o de teoría del
conocimiento, sino de teología moral.
Para un desarrollo más detallado de la
dialéctica y de sus orígenes será útil consultar el que se expone en la
recensión del libro Acerca de la contradicción, de Mao Tse-tung.
2. El
materialismo histórico.
Si la «realidad» es devenir, y devenir humano,
esa «realidad» es la historia: la dialéctica es la «forma» de esa historia, que
se identifica con ella misma. Por tanto, la historia será, para Marx, la autoproducción (mediata,
a través del trabajo) del hombre en cuanto hombre (colectividad temporal); es
la sucesión de las sociedades o colectividades.
Al analizar críticamente la historia de la
sociedad humana (hombre genérico, como hacerse continuo), Marx establece que —a pesar de las apariencias de las
«superestructuras» políticas, religiosas, etc.— el movimiento histórico está
regido (constituido) por la «infraestructura» económica: «Quien como yo
—escribía Marx en 1867— concibe el desarrollo de
la formación económica de la sociedad como un proceso histórico-natural,
no puede hacer al individuo responsable de la existencia de relaciones de
las que él es socialmente criatura, aunque subjetivamente se considere muy por
encima de ellas» (Marx, El Capital, prólogo
a la primera edición). Años antes había escrito: «La industria, incluso dentro
de la alienación que ha provocado, es la verdadera relación histórica de
la naturaleza y, por tanto, de la naturaleza con el hombre. (...) Si se la
comprende (a la industria) como la revolución de las fuerzas esenciales del
hombre, se puede ver en ella la esencia natural del hombre y la esencia humana
de la naturaleza» (Marx, Manuscritos de 1844).
La historia es material (materialismo
histórico), porque es el devenir de las sociedades humanas únicamente
constituido por la economía (como proceso de producción-goce de bienes
materiales). Es éste otro punto importante en que Marx
se apartó de Feuerbach: «En la medida en que es
materialista, Feuerbach no hace que intervenga nunca
la historia; y en la medida en que hace que la historia sea tenida en cuenta,
no es materialista» (Marx-Engels,
La Ideología alemana).
El marxismo expone una interpretación bastante
simplista de la historia anterior al capitalismo: las diversas etapas de ese
devenir (comunidad primitiva, esclavitud, plebe, feudalismo...) son explicadas
en base exclusivamente al modo de producción de bienes materiales, pretendiendo
reducir a infraestructura económica todo otro factor histórico (religioso,
filosófico, político), que no sería sino superestructura creada sobre la
infraestructura. Esa interpretación es muy simplista y nada rigurosa, como
puede comprobarse, a poca información que se tenga, por ejemplo, tanto en El
Manifiesto del Partido Comunista, como en la obra de Engels El origen de la familia, la propiedad
privada y el Estado (cfr. las recensiones
correspondientes). Cabe destacar la universalidad que se postula para la lucha
de clases: «La historia de toda sociedad pasada es la historia de la lucha
de clases», se afirma categóricamente ya en el segundo párrafo del Manifiesto.
Afirmación coherente con la dialéctica de la negatividad asumida.
Ciertamente, para que haya historia ha de haber
hombres: «La condición primordial de toda historia humana es naturalmente la
existencia de seres humanos vivos» (Marx-Engels, La Ideología alemana). Pero ¿ha
habido siempre hombres? En sentido estricto, esta pregunta no tiene
sentido para el marxismo, en cuanto que —en base a su inmanentismo radical— el
hombre no puede ponerse fuera de sí mismo para verse antes: Marx
utiliza este argumento en una ocasión. Pero a la vez saluda con entusiasmo el
evolucionismo naturalista que empieza a difundirse en la filosofía europea: en
una carta a Engels habla de la satisfacción que esa
teoría le ha proporcionado, y llega (¿ingenuamente?) a calificarla de
«fundamento de nuestra teoría». En efecto, de ese modo «los hombres empiezan a
distinguirse de los animales en cuanto empiezan a producir sus medios de
existencia, paso adelante que es la consecuencia misma de su organización
corporal» (Marx-Engels, ibídem). Engels, a
su vez, en su Dialéctica de la Naturaleza, hablará del «papel que
desempeñó el trabajo en el proceso de hominización
del mono». Pero tampoco en toda esta cuestión hay que esperar grandes
explicaciones: el gran postulado es siempre el de que la verdad está al final,
como resultado del hacer. Y esto vale para la «hominización»
como para la «primera acumulación de capital» o para cualquier otra fase del
devenir.
Para la crítica del capitalismo, la dialéctica
obligó a Marx, ya en 1844, a afirmar rotundamente que
«el obrero se empobrece tanto más cuanta más riqueza produce» (Marx, Manuscritos de 1844). Atendiendo a las
exigencias dialécticas, la forma de producción capitalista exige también
concebir la oposición burguesía-proletariado como tesis-antítesis, de modo que
el proletariado debe llegar a ser una universalidad negativa. De ahí que
la tarea comunista se dirija a «la educación de una clase radicalmente
encadenada, de una clase de la sociedad burguesa que no es una clase de la
sociedad burguesa, de un estado social que es la desaparición de todos los
estados sociales; de una esfera que obtiene por sufrimiento universal un
carácter universal (...) de una esfera; finalmente, que no puede emanciparse de
las otras esferas de la sociedad sin emanciparlas a su vez; que, en una
palabra, es el completo aniquilamiento del hombre, y que por tanto sólo puede
rehabilitarse con la completa rehabilitación del hombre. Este estado especial
en que la sociedad termina disolviéndose es el proletariado» (Marx, Contribución a la crítica de la filosofía del
derecho de Hegel).
La misma «conclusión» —ya contenida en el
postulado inicial de identidad dialéctica para el mundo— la obtendrá Marx años después como «resultado» de sus análisis
económicos: «Conforme disminuye progresivamente el número de magnates
capitalistas que usurpan y monopolizan este proceso de transformación, crece
la masa de la miseria, de la opresión, de la esclavización,
de la degeneración, de la explotación; pero crece
también la rebeldía de la clase obrera, cada vez más numerosa y más
disciplinada, más unida y más organizada por el mecanismo del mismo
proceso capitalista de producción (...) se hace incompatible con su envoltura
capitalista. Esta salta hecha añicos. Ha sonado la hora final de la propiedad
privada capitalista. Los expropiadores son expropiados» (Marx,
El Capital).
Pero la aniquilación de la burguesía por su
antítesis dialéctica (el proletariado) no puede realizarse en forma de transición,
sino por un salto cualitativo violento: la Revolución proletaria:
«El Estado burgués (...) ha de ser suprimido por el proletariado durante la
revolución» —dice Lenin—, que es una «revolución
violenta», encaminada a «destrozar la máquina del Estado» (Lenin,
El Estado y la Revolución). No se trata de una posibilidad que
deba actuarse si, en determinadas circunstancias, lo exigiese el bien de la
sociedad humana, sino de una Revolución total y violenta, postulada como
necesaria e inevitable, sea la que sea la situación de la sociedad «pre-socialista»: es el medio imprescindible de la
dialéctica histórica.
Es interesante observar que el marxismo
representa el intento más radical que se ha dado hasta ahora de «fundamentar»
teóricamente la Revolución, precisamente poniendo el fundamento al final del
proceso, y no al principio (la revolución no se basa en algo previo —justicia,
igualdad, etc.—, sino en su término: la unidad del
Hombre genérico, que se hace a sí mismo como tal superando toda alienación).
Por eso, el ateísmo es una «condición trascendental» para la Revolución total.
Aquí no hay ética alguna: privado de Principio y Fundamento (Dios, creación),
el Fin no impone otra normatividad que su logro (no hay nada «dado» que
respetar; todo está por lograr). La meta —sólo concebible de modo negativo,
como negación del límite— es una superhumanidad,
enteramente nueva, que comporta la crítica y anulación de todas las formas del
pasado. De ahí se sigue un absoluto amoralismo, que asume
paradójicamente las características de un hipermoralismo,
de un puritanismo fanático, no respecto a un Principio, sino al Fin.
Pero la Revolución proletaria no engendra
inmediatamente ese fin. Después de decir que él no es quien ha descubierto la
lucha de clases, Marx afirma: «Lo que yo he aportado
ha sido demostrar: 1. que la existencia de las clases está ligada a determinadas
fases del desarrollo histórico de la producción; 2. que la lucha de
las clases conduce necesariamente a la dictadura del proletariado; 3.
que esta misma dictadura constituye sólo el paso a la supresión de todas
las clases y a una sociedad sin clases» (Marx,
Carta a Weydemeyer del 5-III-1852).
Después de la Revolución —contrariamente a lo
deseado por el anarquismo—, «es indispensable, para suprimir las clases,
instaurar la dictadura temporal de la clase oprimida» (Lenin,
El Estado y la Revolución). El proletariado, victorioso en la
revolución, necesita todavía de un Estado proletario: «el proletariado
organizado como clase dominante» (Lenin, ibídem). Esta dictadura del proletariado
constituye la primera fase de la sociedad comunista o socialismo. Este Estado
proletario, como todo Estado, es también un órgano de opresión, pero ahora se
trata de la «opresión que la mayoría ejerce sobre una minoría de explotadores»
(Lenin, ibídem).
El Estado nacido de la Revolución —necesario
para un entero período histórico, según Lenin— está
de tal modo constituido que se extinguirá sólo cuando ya no quede nadie
que reprimir. Las bases económicas para la completa extinción del Estado se
ponen en la supresión de la propiedad privada de los medios de producción (que
se realiza en la Revolución), hasta llegar a la sociedad sin clases, sin
estado, sin religión, sin distinción entre trabajo manual y trabajo
intelectual; cuando la misma ruptura entre trabajo y necesidades se haya
suprimido, llegando a ser el trabajo la principal necesidad, etc.: es el comunismo,
en el que todos los antagonismos estarán finalmente conciliados; del hombre
con la naturaleza, de la necesidad con la satisfacción, de la objetividad con
la subjetividad, de hombre y hombre. Se habrá llegado a la producción del Hombre
definitivo idéntico a sí mismo. El comunismo (en su fase superior) es, pues, la
realización de esa unidad total del Hombre genérico (sociedad): todo será
social, la propiedad privada habrá sido definitivamente eliminada, y con ella
todas las otras alienaciones: se habrá realizado así el sueño de Feuerbach y el hombre será al fin para el hombre el ser
supremo.
Todo esto tiene una cierta coherencia interna,
aunque no puede evitar fracturas innegables. Por un lado, la idea misma de dictadura
del proletariado (como ejercicio real del poder por la totalidad de la
clase obrera) es una utopía nunca realizada ni realizable, en cuanto que el
ejercicio del poder necesariamente recae en personas singulares (aunque se
llamen «vanguardia del proletariado»). Este Estado proletario no es —donde está
establecido— y no puede ser la «opresión de una minoría por parte de la
mayoría», sino la opresión de otra minoría (el Partido) sobre la mayoría, como
el mismo Sartre afirmó, aun aceptando los
presupuestos de la filosofía marxista: «La dictadura real (se refiere a la
URSS) es la de un grupo que se reproduce a sí mismo, y que ejerce el poder —en
nombre de una delegación que el proletariado nunca le había dado— sobre la
clase burguesa en vías de liquidación, sobre la clase campesina, y sobre la
misma clase obrera» (Sartre, Crítica de la Razón
dialéctica).
Respecto al paraíso comunista, no
es fácil concebir ese estadio de bienaventuranza material, al que Marx aspira. Pero conviene no confundirlo con los comunismos
vulgares, a los que dedicó fuertes ataques. Esos comunismos vulgares
en los que todo es de todos, no hacen más que extender,
generalizar la alienación de la propiedad. Así, por ejemplo, Marx, que ve en la unidad del matrimonio (por su carácter
de «propiedad») una prostitución, dice que con esos comunismos vulgares se
llegaría sólo a una «prostitución universal» (Marx, Manuscritos
de 1844). Es —como ya se indicó anteriormente— la idea misma de propiedad
lo que quiere destruir (precisamente porque connota un sujeto particular
espiritual) y no la acción y la satisfacción. Lo que Marx propugna no es realmente una comunidad, sino
una unidad (la de la materia universal).
Lo difícil que resulta incluso imaginar el
paraíso comunista es ya un cierto indicio de su carácter utópico. En realidad
no se ve cómo Marx podría escapar de la alternativa:
«si la dialéctica es la ley de lo real histórico, el comunismo no es posible en
la historia; si el comunismo es posible en la historia, la dialéctica no es la
estructura de la realidad» (Ibáñez-Langlois). Es
decir, o el comunismo será real y entonces será histórico, y desaparecerá en su
contrario, y no será definitivo; o está fuera de la historia —en un futuro
siempre aplazado— y no existirá nunca. Es la misma ambigüedad de la unión Hegel-Feuerbach,
dialéctica-materia, sobre la que volveremos a propósito del materialismo
dialéctico.
Sin embargo, analizando las descripciones que
nos ofrece el marxismo sobre el paso de la primera a la segunda fase de la
sociedad comunista, se comprueba mejor el carácter utópico del paraíso
comunista: paso exclusivamente basado en el necesario acostumbramiento de
los individuos a actuar colectivamente, una vez que se haya eliminado la causa
principal de las actuaciones individuales contrarias a las «reglas de comportamiento
sociales» (Esa causa principal, obviamente será sólo la alienación económica).
Sobre ese «acostumbramiento», puede verse la recensión a El Estado y la
Revolución, de Lenin.
Pero, prescindiendo incluso de lo utópico de
llegar a alcanzar un nivel tal de abundancia material que nadie pueda desear
más de lo que pueda realmente gozar; prescindiendo de lo utópico de que una tal
situación fuese necesariamente definitiva; prescindiendo de todo eso, lo más
notable es, una vez más, que para que todas estas teorías sean siquiera
vagamente imaginables, es necesario prescindir a priori de la libertad
espiritual de la persona humana. No se trata, pues, de un buen fin, pero
inalcanzable, sino que, en el fondo, la sociedad que pretende construir el
comunismo llevaría consigo una completa degradación de la persona humana.
Efectivamente, aparte de la expresa exclusión de toda dimensión sobrenatural, y
aun espiritual natural (materialismo), que pone como fin último de esa
«sociedad sin clases» a ella misma, en cuanto actividad productora-consumidora
de bienes materiales, en ella la persona humana queda disuelta: el precio de la
total «igualdad» sería precisamente que todos los individuos fuesen iguales en
su nulidad como personas.
Ya se ha apuntado antes el tema de la libertad,
que es de particular importancia, a la hora de comprender muchas afirmaciones
marxistas. Son muy frecuentes en las obras de Marx y
de sus seguidores las afirmaciones que expresan un completo determinismo histórico:
«La lucha de clases conduce necesariamente a la dictadura del
proletariado» (Marx, Carta a Wiedermeyer).
«Quien como yo concibe el desarrollo de la formación económica de la
sociedad como un proceso, no puede hacer al individuo responsable de la
existencia de relaciones de las que él es socialmente criatura, aunque
subjetivamente se considere muy por encima de ellas» (Marx,
El Capital); el Estado proletario estará «constituido de modo tal
que empiece en seguida a extinguirse y no pueda no extinguirse» (Lenin, El Estado y la Revolución); «Marx plantea la cuestión del comunismo como un naturalista
plantearía, por ejemplo, la cuestión de la evolución de una nueva especie
biológica, una vez conocido su origen y la línea precisa de su evolución» (Lenin, ibídem); etc.:
la exclusión de la libertad personal como factor de la historia no puede ser
más explícita.
Sin embargo, el marxismo habla también con
frecuencia de libertad, de la importancia de promover la
revolución (en términos que parecen hacer responsables de ella a las personas),
etc. Por esto, es muy importante no pensar que se trate de simples
incoherencias: el término libertad, para el marxismo, no
significa lo mismo que para el sentido común ni para su desarrollo científico
en la filosofía del ser. La relación necesidad-libertad es para el marxismo una
relación dialéctica (de identidad dialéctica): «Hegel
ha sido el primero —afirma Engels— que expresó
exactamente la relación que existe entre libertad y necesidad. Para él, la
libertad es la intelección de la necesidad. 'La necesidad es ciega sólo en la
medida en que no es comprendida' (Hegel). La libertad
no consiste en una independencia soñada para con las leyes de la Naturaleza,
sino en el conocimiento de esas leyes y en la posibilidad nacida de este
conocimiento de ponerlas por obra, metódicamente con fines determinados» (Engels, Anti-Dühring).
Por otra parte, «sólo cuando se extingue el
Estado (y lo que lo ha hecho posible: las clases) es posible hablar de
libertad» (Lenin, El Estado y la Revolución).
Sólo hay, pues, libertad cuando hay identidad: sólo considerando la
libertad como perfecta identidad entre sujeto y operaciones de ese sujeto, se
hace posible hablar de libertad en el ámbito del pensamiento marxista. Y no es,
por tanto, libertad personal, sino libertad (identidad) de la única «realidad»
(el Hombre genérico, la sociedad como un todo único). El paso del socialismo al
comunismo será precisamente, según Engels, «el salto
de la humanidad del reino de la necesidad al reino de la libertad» (Engels, Del socialismo utópico al socialismo científico).
Es interesante notar que la concepción de la
libertad como identidad entre sujeto y acción es verdadera en Dios, y que una
semejanza degradada (necesariamente con cierta composición) se da en la
libertad de las criaturas espirituales. También bajo este punto de vista está
operante, pues, el ateísmo, la atribución a la sociedad de las características
de lo absoluto, para poder prescindir de modo definitivo del verdadero Absoluto
(Dios).
La radical e insanable contradicción de toda la
construcción marxista con la realidad de las cosas —realidad también
garantizada para el cristiano por la fe sobrenatural—, es tan patente como
total. Es la trágica paradoja del comunismo: el hombre que no acepta estar
sometido a Dios, y para justificar esa rebeldía desencadena un proceso
intelectual y práctico que le lleva a perderse a sí mismo como persona, a
renegar de su libertad espiritual —limitada, pero real—, en aras de un
pseudo-absoluto (la «sociedad sin clases», el «Hombre genérico», etc.), tan
utópico como degradante.
Trágica paradoja, que no es sino la expresión
más radicalizada de la degradación del hombre que se sigue de toda pretensión
de afirmarse a sí mismo contra Dios. La Sagrada Escritura, después de aquel
«Dice el necio en su corazón: no hay Dios» (Ps.
13, 1), describe el resultado real de esa necedad: «los hombres se
han corrompido y se han hecho abominables (...). Todos se han desviado, se han
corrompido juntos (...) con su lengua traman engaños (...) veloces son sus pies
para derramar sangre, en su camino no hay más que ruina y desastre. Ignoran el
camino de la paz» (Ibid. v. 2 y ss.; cfr. Rom. 1, 19 ss.).
3. El
materialismo dialéctico.
Si la realidad, según Marx,
es el devenir histórico como proceso económico de producción material y su ley
es la dialéctica, es patente que la materia no será para él lo mismo que
para el sentido común, ni lo mismo que para cualquier filosofía realista (aun
materialista, como la de Demócrito, por ejemplo). El
materialismo marxista es materialismo dialéctico (expresión que no
empleó Marx, pero que responde adecuadamente a su
pensamiento, y ha sido aceptada siempre por sus seguidores).
En la génesis del materialismo de Karl Marx intervinieron factores
muy diversos, aunque convergentes, que Lenin agrupaba
en tres líneas: la filosofía, principalmente la dialéctica hegeliana y el
materialismo de Feuerbach; el socialismo francés, que
conoció a fondo en su estancia en París; y la economía política inglesa, a la
que fue iniciado por su amigo y discípulo Engels.
Marx no podía aceptar
la separación entre filosofía, economía y política: se basó en esas tres
líneas, pero criticándolas, buscando un materialismo en el que la
«infraestructura» fuese economía, y que condujese necesariamente al socialismo.
De ahí el influjo que también recibió de Locke y de
los sensualistas franceses, en cuya orientación encontró efectivamente
un elemento que «desemboca directamente en el socialismo» (Marx,
La Sagrada Familia).
En otras palabras, el materialismo dialéctico
debería ser tal que el materialismo histórico no fuese más que su fluencia temporal;
que fuese la explicación de los «momentos» del devenir explicado por el
materialismo histórico.
La materia de Feuerbach
—es necesario insistir en ello— no es la materia de Aristóteles; es un conjunto
de actuaciones de la sensibilidad, la totalidad de la conciencia sensible en
las determinaciones kantianas de espacio-tiempo. Esa materia no es, por tanto,
independiente del hombre: su realidad depende de la conciencia sensible, y la
conciencia sensible de la actividad práctica como actuarse. Es así como el
pensamiento se resuelve en materia.
Marx criticó a Feuerbach a pesar de que su materialismo era ya actividad
humana; lo criticó precisamente porque Feuerbach
había perdido la dialéctica. Como ya se señaló anteriormente, Marx se propone recuperar el devenir o hacerse del hombre,
de modo que la verdad no esté al principio (materia ya «dada» aunque
dependiente del hombre), sino al final, como resultado de la acción: el de Marx, será un materialismo evolucionista, en el que el
devenir es la negación de la negación, la lucha (unidad dialéctica) de
contrarios: «La ley de la contradicción inherente a las cosas —o ley de la
unidad de los contrarios— es ley fundamental de la naturaleza y de la sociedad,
y por tanto también del pensamiento. Esta ley está en oposición directa con la
concepción metafísica del mundo» (Mao Tse-tung, Acerca de la
contradicción).
«Nada existe aparte de la Naturaleza y el
hombre, y los seres superiores que ha creado nuestra fantasía religiosa son
solamente reflejos fantásticos de nuestra propia esencia» (Engels,
Ludwig Feuerbach
y el fin de la filosofía clásica alemana). Pero, para Marx, la Naturaleza y el hombre no son el todo y la parte,
sino identidad dialéctica, y como tal sólo se realizará completamente al final,
en el comunismo, donde «la esencia humana deviene naturaleza y la naturaleza
deviene la esencia humana» (Marx, Manuscritos de
1844). Como ya se indicó, la relación dialéctica entre el hombre y
la naturaleza es el trabajo. Por eso, criticando a Feuerbach,
Marx afirmará que «el ser humano no es una
abstracción inherente a cada uno de los individuos tomados por separado. En su
realidad, el ser humano es el conjunto de las relaciones sociales» (Marx, Tesis sobre Feuerbach).
Por eso, la economía (conjunto de relaciones de producción y consumo
sociales) es la «infraestructura» misma de la realidad: todo lo demás son
«superestructuras».
Se comprende que, efectivamente, un materialismo
así lleve fácilmente al socialismo: no hay personas, sino partes de la materia,
y éstas afectadas por el devenir temporal, como «momentos» de una acción
material productora única. El individuo humano no es, entonces, el «Hombre»: es
sólo un «nudo» de relaciones económicas; de relaciones
necesidad-producción-satisfacción de lo sensible; es un «momento» del proceso
que se continúa indefinidamente, y que se realiza de modo colectivo.
Puede verse entonces la ambigüedad de la
expresión humanismo marxista, del que con frecuencia se
oye hablar. Si por humanismo se entiende una concepción del mundo en la que el
hombre es el centro, entonces el marxismo es un humanismo, pero del «Hombre
colectivo», no de la persona humana; por el contrario, si por humanismo, como
es habitual, se entiende una doctrina que valoriza, respeta, etc., a la persona
humana, entonces el marxismo no es humanismo, sino un impresionante antihumanismo, como señala un actual filósofo
marxista: «Desde el ángulo estricto de la teoría se debe entonces hablar
abiertamente de un antihumanismo teórico de
Marx, y se debe ver en este antihumanismo teórico la condición de posibilidad
absoluta (negativa) del conocimiento (positivo) del mundo humano mismo y de su
transformación práctica. Sólo se puede conocer algo acerca de los
hombres a condición de reducir a cenizas el mito filosófico (teórico) del
hombre. Todo pensamiento que se reclamase a Marx para
restaurar, de una u otra manera, una antropología o un humanismo teóricos, teóricamente
sólo sería cenizas» (Althusser, La revolución
teórica de Marx).
El materialismo dialéctico —como ya se ha
señalado— es inmanentista, es decir, la
materia dialéctica no es algo en sí, sino un proceso de
acción sensible humana: no es una materia que exista independientemente de la
conciencia sensible del hombre. Como afirma Sartre,
«la materia en sí es absurda» (Sartre, Crítica
de la Razón dialéctica).
Sin embargo, algunos autores marxistas hablan también
de un materialismo dialéctico «trascendental» o exterior al hombre,
apoyándose en el intento de Engels de elaborar una
«Dialéctica de la Naturaleza» (cfr. recensión a esa
obra): se trataría de una materia en sí misma independiente del hombre, pero
que estaría constituida por elementos contradictorios, y su evolución
dialéctica sería la lucha de fuerzas contrarias, originando las cosas en un
proceso ascendente de progreso (evolucionismo biológico, etc.). Marx conoció este intento de Engels,
y nunca lo desaprobó, aunque tampoco está claro que lo compartiera. Quizá como sucedáneo
popular pueda tener alguna utilidad para el marxismo (por su mayor
sencillez), pero —como muchos teóricos marxistas han señalado—, ese
«materialismo dialéctico exterior al hombre» no es marxista, sino más bien una
nueva versión de los materialismos vulgares mecanicistas.
Ya la «síntesis» inmanentista
entre materialismo y dialéctica (que sería la superación de Hegel
desde Feuerbach, y la posterior superación de Feuerbach desde Hegel), presenta
una cierta fractura, en cuanto que la dialéctica de la negatividad es una
operación esencialmente racional, de la que no es capaz la sensibilidad humana.
De ahí que no sin razón pueda decirse que el mismo Marx,
en la medida en que es materialista no es dialéctico, y en la medida que es dialéctico
no es materialista.
Pero esta fractura sutil se hace ruptura
completa en el pretendido «materialismo dialéctico realista» (exterior al
hombre, «dialéctica de la Naturaleza»), que es afectado en pleno por esa
crítica aut-aut. De
hecho, en el mundo creado no hay realidades o fuerzas contradictorias que no se
excluyan (eso sólo puede pensarlo el entendimiento); no hay dialéctica
de la naturaleza, sino composición acto-potencia: el principio metafísico que
se «opone» a la positividad (al ser), no es la
negatividad pura (la nada), sino la potencia. Ciertamente, de alguna manera
toda determinación es negación, pero no en el sentido spinoziano
heredado por Hegel y Marx,
sino en cuanto toda determinación creada corresponde a una potencia que
limita al acto; pero la potencia —en el nivel trascendental, la esencia—, no es
simple y puro límite, pues es a su vez acto en el nivel formal, y participa del
ser.
Vemos pues que —con palabras de Mao Tse-tung,
pero para significar lo contrario que él pretende—, «esta ley (la dialéctica)
está en oposición directa con la concepción metafísica del mundo» (Mao Tse-tung,
Acerca de la contradicción).
4. El
marxismo después de Marx.
A partir de Marx y Engels, Lenin sacó todas las
consecuencias prácticas, ocupándose de traducir en acción político-social la
doctrina marxista (como después Stalin, Mao, etc.), pero sin abandonar nunca la base teorética
inicial que da un sentido y una especie de ímpetu pseudo-místico a esa acción.
Las aportaciones de Lenin
y Stalin pueden considerarse, en general, como
simples y ligeras modificaciones ideológicas dictadas por las circunstancias
concretas, para aplicar la teoría-praxis marxista. Pero ellos, como Mao Tse-tung
y como todos los marxistas auténticos, comienzan por adquirir el marxismo como
doctrina. Aunque el marxismo se califique y quiera verificarse como praxis,
es radicalmente y sobre todo una teoría, que no nace nunca
espontáneamente en el pueblo, sino que se cultiva en ciertas condiciones
intelectuales: «La historia de todos los países muestra que la clase
trabajadora, por sus solas fuerzas, es capaz de desarrollar solamente una
conciencia sindical (...). En cambio, la teoría socialista surgió como
consecuencia de teorías filosóficas, históricas y económicas elaboradas por
representantes cultos de la clase propietaria, por los intelectuales» (Lenin, ¿Qué hacer?).
Hay dos elementos que destacan en cierto modo
como aportaciones de Lenin: el Partido y la
táctica y estrategia de la Revolución (elementos que están íntimamente
unidos). Respecto al primer punto, sintéticamente puede decirse que Lenin operó una sustitución práctica del proletariado por
el partido: «Educando al partido obrero, el marxismo educa una vanguardia del
proletariado, capaz de tomar el poder y de conducir a todo el pueblo al
socialismo, capaz de dirigir y organizar el nuevo régimen, de ser el maestro,
el dirigente, el jefe de todos los trabajadores, de todos los explotados, en la
organización de su vida social sin la burguesía y contra la burguesía» (Lenin, El Estado y la revolución). Para Lenin, por tanto, no es el proletariado en cuanto simple
antítesis (universalidad negativa) quien, por evolución dialéctica, conquista
el poder: es el Partido («vanguardia del proletariado») quien conquista ese
poder y luego «conduce» (impone) a todo el pueblo al socialismo.
Es patente el cambio de perspectiva operado por Lenin: «Es necesario guardarse de asimilar la organización
de los revolucionarios (el Partido) con la organización de los obreros (...).
La organización de los obreros debe ser principalmente de tipo profesional. La
organización de los revolucionarios debe englobar principalmente y ante todo
gente cuya profesión es la acción revolucionaria» (Lenin,
Oeuvres complètes,
vol. IV).
No obstante, parece que Lenin
no ha corregido a Marx sobre este punto
(también Marx habló del Partido), pero sí puede
decirse que —eludiendo cuestiones teóricas insolubles— ha aplicado la teoría
general de acuerdo con la realidad política de su época (es el Partido quien,
en efecto, tomó el poder en Rusia e impuso luego el socialismo a las masas).
Cabe señalar, sin embargo, el a priori leninista
(no demostrado ni demostrable) de calificar al Partido como «vanguardia del
proletariado». En efecto, siendo el proletariado, según Marx,
la clase antítesis de la burguesía, cuya «personalidad» es precisamente
la pérdida de toda «personalidad» (un universal no-tener), no es
explicable que el Partido sea parte integrante (además, la «vanguardia») del
proletariado, teniendo en cuenta la fuerte «personalidad» que Lenin le asigna y que, de hecho, tiene donde existe. De ahí
que, como ya se indicó antes, la dictadura del proletariado sea en realidad
dictadura del Partido, y en lugar de «opresión que la mayoría ejerce sobre una
minoría de explotadores», sea la dictadura y opresión de otra minoría (el
Partido) sobre la mayoría (el pueblo).
La estrategia de la Revolución es la
concepción y los métodos acerca de la revolución universal o internacional.
Como afirmaba Stalin (en su obra Cuestiones de
Leninismo), el Comunismo, en su fase superior y definitiva, no es
posible si no es universal. La estrategia leninista para esa implantación
internacional del Comunismo, no es, sin embargo, la revolución simultánea en
todos los países (como quería Trotsky), sino la
implantación de la dictadura del proletariado en un país (Rusia) para después,
con el poder estatal adquirido, las armas diplomáticas, etc., fomentar y
sostener las revoluciones socialistas en otros países.
La táctica de la Revolución es la concepción
y los métodos para la instauración del socialismo (o dictadura del
proletariado) en un país concreto, por medio de la Revolución. El instrumento
es el Partido Comunista. En síntesis, las dos funciones principales de la
táctica revolucionaria son: 1. Exasperar a la clase «antítesis» mediante la
propaganda y la agitación, de modo que adquiera una conciencia cada vez más
dolorosa de su miseria; 2. Hacer que se confíe la clase «tesis», por medio de
alianzas y compromisos: «Sólo los que se sienten inseguros de sí mismos temen
firmar alianzas temporales, aunque se trate de pactarlas con gente de escasa
confianza; ningún partido político podría sobrevivir sin tales alianzas» (Lenin, ¿Qué hacer?).
Es de particular interés subrayar la coherencia
marxista del comunismo establecido (desde el principio con Lenin,
hasta nuestros días) por lo que se refiere a su «crítica de la religión». El
ateísmo marxista está siempre como dado por supuesto, como teoría; pero como
praxis ha de realizarse (y así se hará «verdadero»). Esa crítica práctica o
eliminación efectiva de la religión adopta la forma de persecución religiosa,
casi siempre violenta (aunque las tácticas sean diversas según las
circunstancias). Así puede verse, por ejemplo, en el caso de Rusia, donde se han
dado tres fases álgidas en esa persecución implacable (de 1920 a 1941-43, de
1946 a 1952, y de 1958 hasta la fecha): el panorama que ofrece es
impresionante, incluso atendiendo sólo a los datos mínimos «sociológicos»
proporcionados por el mismo Partido comunista ruso. Las cifras de encarcelados,
deportados, asesinados, etc., son macroscópicas. A la vez, llama la atención
que siga habiendo, a pesar de tanta violencia, una verdadera multitud que
conserva la fe cristiana, en medio de las mayores privaciones físicas y
morales, en un aislamiento social y cultural casi completo. Hay también en
Rusia una «Iglesia» reconocida oficialmente, que depende del Patriarcado de
Moscú y de todas las Rusias (Patriarca Pimen, Metropolita Nikodim de Leningrado, etc.), y que estrechamente controlada por el
Partido, puede sobrevivir a costa de «cooperar ideológicamente». Entre otras
cosas, es útil al Partido para la difusión del marxismo en los países no
comunistas; mientras en Rusia continúa la persecución sistemática del pueblo cristiano
que vive su fe en la más completa clandestinidad (sobre este tema puede
encontrarse una interesante y precisa documentación en W. C. Fletcher, The
Russian Orthodox Church Underground, 1917-1970, Oxford
University Press,
London
1970).
Esto es perfectamente coherente: la negación de
la religión (negación de Dios) es esencial y primaria en el marxismo. Y más que
«probar» que Dios no existe, de lo que se trata —según el criterio de la
praxis— es de hacer que no exista en la vida y en la conciencia de los hombres,
de eliminar esa «alienación».
Sin embargo, exigencias tácticas —con el mismo
criterio de la praxis— pueden aconsejar a veces cierta «tolerancia» religiosa,
como ya afirmó el mismo Lenin: «La propaganda del
ateísmo puede ser inútil y nociva, no desde el punto de vista sin importancia
de no asustar a las personas sencillas o para no perder un puesto en las
elecciones, etc., sino desde el punto de vista del progreso real de la lucha de
clases, la cual, en la actual sociedad capitalista, conducirá mil veces más a
los obreros cristianos a la social-democracia y al ateísmo que una abierta
propaganda antirreligiosa. El marxismo debe ser materialista, es decir, enemigo
de la religión, pero materialismo dialéctico» (Lenin,
Partido obrero y religión).
De acuerdo con esa táctica, que sigue engañando
a tantos incautos —o personas ya «intelectualmente» contagiadas—, se entiende
bien la siguiente resolución del II Congreso de la Internacional Comunista:
«Los comunistas jamás deben alejarse de las organizaciones que engloban masa de
obreros sin partido, incluso en algunos casos que revistan carácter
manifiestamente reaccionario, y hasta ultrarreaccionario
(sindicatos amarillos, asociaciones cristianas, etc.)». Pero sin olvidar que
hacen «completa traición del programa revolucionario» quienes —aun siendo
ateos— «reniegan la tarea del Partido de luchar contra la religión» (Lenin, El Estado y la Revolución).
CONCLUSIÓN:
SOBRE LA CONDENACIÓN DEL MARXISMO POR LA IGLESIA
A lo largo de esta Introducción se ha ido viendo
ya cómo el marxismo es radicalmente opuesto (teórica y prácticamente) a toda
religión. No obstante, se expondrán ahora como conclusión los principales
elementos de la reprobación total del marxismo por parte del Magisterio de la
Iglesia.
1. Esa
condena es global: de los presupuestos teóricos y de las realizaciones
prácticas.
Desde la primera vez que es mencionado por el
Magisterio pontificio, con Pío IX, hasta nuestros días, el comunismo ha sido
siempre condenado por la Iglesia. Naturalmente está condenado su ateísmo
y materialismo, como cualquier otro (cfr.
Concilio Vaticano I, sess. III, cánones 1-5).
Pero el comunismo no está sólo condenado por
eso, sino también por sus necesarias consecuencias: negación del derecho
natural, de la libertad individual, de la propiedad privada, etc., y por su
misma concepción de la sociedad humana (cfr.
especialmente Pío IX, Enc. Qui
pluribus, 9-XI-1846). Esta misma
condena se dirige expresamente no sólo al comunismo (que podría también
entenderse como el «comunismo vulgar» criticado por Marx),
sino también al socialismo marxista (cfr. Pío
IX, Enc. Quanta cura, 8-XII-1864; Pío XI, Enc. Quadragesimo anno, 15-V-1931).
Aunque
la doctrina católica sobre la libertad personal, la familia, el estado, la
propiedad privada, etc. —y su incompatibilidad con el marxismo— puede
encontrarse fácilmente en la bibliografía general crítica del marxismo,
conviene recordar brevemente algunos puntos:
«Es necesaria en toda sociedad humana una autoridad
que la dirija. Autoridad que, como la misma sociedad, surge y deriva de la
naturaleza y, por tanto, del mismo Dios, que es su autor (...). La elección de
una u otra forma política es posible y lícita, con tal que esta forma garantice
eficazmente el bien común y la utilidad de todos» (León XIII, Enc. Immortale Dei 1-XI-1885). Por
eso, «la dignidad del Estado es la dignidad de la comunidad moral querida por
Dios» (Pío XII, Alocución, 24-XII-1944).
De ahí también que la idea misma de revolución
total y necesaria sea contraria a la naturaleza humana y a la voluntad de Dios:
«Quebrantar la obediencia y provocar revoluciones por medio de la fuerza de las
masas constituye un crimen de lesa majestad, no sólo humana, sino también
divina» (León XIII, Enc. Immortale
Dei, 1-XI-1885). Por eso, la Iglesia
«desaprueba el pernicioso afán de revoluciones y rechaza muy especialmente ese
estado de espíritu en el que se vislumbra el comienzo de un apartamiento
voluntario de Dios» (León XIII, ibídem). En
el caso del marxismo, como se ha visto, el apartamiento
de Dios no sólo se vislumbra, sino que es el motor inicial de todo el proceso.
Oponiéndose a toda forma de Estado y de
autoridad, el marxismo se opone a la ley natural y a Dios, que es su autor.
Pero, incluso mientras el comunismo utiliza un Estado (en la primera fase,
socialismo, dictadura del proletariado), también se opone a la ley natural y a
la doctrina católica: «EI Estado no es una omnipotencia opresora de toda
legítima autonomía (...). Ni el individuo ni la familia deben quedar absorbidos
por el Estado. Cada uno conserva y debe conservar su libertad de movimientos en
la medida en que ésta no cause riesgo de perjuicio al bien común. Además, hay
ciertos derechos y libertades del individuo —de cada individuo— o de la familia
que el Estado debe siempre proteger y que nunca puede violar o sacrificar a un
pretendido bien común» (Pío XII, Alocución, 5-VIII-1950). Y entre
esos derechos inviolables está el de practicar la religión (ibídem), el de los padres sobre los hijos (ibídem), a la propiedad privada, también de los
medios de producción, que sólo puede limitarse en su ejercicio por graves
motivos y con carácter excepcional (cfr. León XIII, Enc. Quod Apostolici muneris, 28-XII-1878; Pío XI, Epist. Firmissimam
constantiam, 28-III-1937, etc.). Sobre el tema de la
propiedad privada, cfr. también los correspondientes
apartados de las encíclicas Rerum novarum (León XIII, 15-V-1891), Quadragesimo
anno (Pío XI, 15-V-1931), Mater
et Magistra (Juan XXIII, 15-V-1961), y Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et
spes, n. 71.
La condena más detallada del comunismo se
encuentra en la encíclica Divini Redemptoris (Pío XI, 14-III-1937). Después de una
exposición sencilla, aunque detallada, del materialismo dialéctico e histórico,
esa encíclica afirma: «El comunismo despoja al hombre de su libertad (...). Al
ser la persona humana, en el comunismo, una simple rueda en el engranaje total,
niegan al individuo, para atribuirlos a la colectividad, todos los derechos
naturales propios de la personalidad humana (...). Los individuos no tienen
derecho alguno de propiedad sobre los bienes materiales y sobre los medios de
producción, porque siendo éstos fuente de otros bienes, su posesión conduciría
al predominio de un hombre sobre otro (...). Al negar a la vida humana todo
carácter sagrado y espiritual, esta doctrina convierte naturalmente el
matrimonio y la familia en una institución meramente civil y convencional,
nacida de un determinado sistema económico. (...) niegan a los padres el
derecho a la educación de los hijos...».
Después de la exposición de los fundamentos y
consecuencias del marxismo, continúa Pío XI: «(el
comunismo) es un sistema lleno de errores y sofismas, contrario a la razón y a
la Revelación divina; un sistema subversivo del orden social, porque destruye
las bases fundamentales de éste; un sistema desconocedor del verdadero origen,
de la verdadera naturaleza y del verdadero fin del Estado; un sistema,
finalmente, que niega los derechos, la dignidad y la libertad de la persona
humana». Y más adelante: «Por primera vez en la historia asistimos a una lucha
fríamente calculada y cuidadosamente preparada contra todo lo que es divino (II
Thes. 2, 4). Porque el comunismo es por su
misma naturaleza adversario de toda religión». En consecuencia, continúa Pío
XI, «el comunismo es intrínsecamente perverso, y no se puede admitir que
colaboren con él en ningún terreno los que quieren salvar la civilización
cristiana. Y si algunos, inducidos al error, cooperasen a la victoria del
comunismo en sus países, serán los primeros en ser víctimas de su error».
2.
Consecuencia disciplinar de esa condena.
Por consiguiente, quien profesa la doctrina atea
(en cualquier forma) es apóstata, y por tanto incurre ipso
facto (se declare o no) en excomunión reservada por el derecho común de
modo especial a la Santa Sede. Por otra parte, este principio general está
expresado en particular para todo materialismo ateo por los anatemas citados
del Concilio Vaticano I.
Ante la pregunta concreta de si esta
consecuencia disciplinar de la apostasía incluye al comunismo, el Santo Oficio
respondió afirmativamente (Decreto del 1-VII-1949).
Diez años después, durante el pontificado de
Juan XXIII, se consultó al Santo Oficio si los católicos podían apoyar, con su
voto, por ejemplo, a quienes —aun llamándose católicos— se asocian con los
comunistas o de algún modo los favorecen. La respuesta fue negativa, remitiendo
como toda argumentación al anterior decreto, que a su vez declaraba (y
no establecía, puesto que ya existía) la excomunión por apostasía (Respuesta
del S. Oficio del 4-lV-1959).
3. Vigencia
actual de la condena y de su consecuencia disciplinar.
Para que eso no tuviese actualmente vigencia,
sería necesario que el marxismo hubiese cambiado esencialmente (de modo que no
tuviese ni los presupuestos teóricos ni las consecuencias prácticas que lo
constituyen propiamente), o bien que el Magisterio de la Iglesia hubiese
modificado su juicio sobre él.
Esto último es naturalmente imposible (no hay
autoridad en la tierra que pueda establecer que el ateísmo, el materialismo, la
negación de la moral cristiana y del derecho natural, etc., no sean errores
gravísimos o que no constituya apostasía para un cristiano su aceptación). De
hecho, el Magisterio solemne y ordinario reciente ha renovado varias veces la
condena del marxismo y del comunismo (cfr., por
ejemplo, Concilio Vaticano II, Const. Gaudium
et spes, nn.
20-21, con las correspondientes notas en pie de página, que remiten a todas las
anteriores condenas). Más tarde, por ejemplo, Paulo VI afirmaba: «La Iglesia no
se adhirió, y no puede adherirse a los movimientos sociales, ideológicos y
políticos, que, tomando su origen y sus fuerzas del marxismo, han conservado
los principios y los métodos negativos (...). El materialismo que de ahí se
deriva expone al hombre a experiencias y tentaciones sumamente nocivas; apaga
su auténtica espiritualidad y su esperanza trascendente. La lucha de clases,
erigida en sistema, lesiona e impide la paz social; y desemboca fatalmente en
la violencia y en la opresión, conduciendo a la abolición de la libertad, y
después a la instauración de un sistema fuertemente autoritario y tendencialmente totalitario» (Paulo VI, Alocución del
22-V-1966).
El otro supuesto a que nos referíamos tampoco se
ha dado, y no es concebible que se dé: el marxismo actual tiene los mismos
presupuestos que el que elaboraron Marx y Engels, y que hemos expuesto sintéticamente en esta
Introducción. Esto se puede comprobar fácilmente con las recensiones a obras marxistas
recientes.
Para terminar, hay que decir que, en general, el
marxismo —aun siendo una enorme abstracción que poco o nada tiene que
ver con la realidad— es un «Sistema» bastante bien montado, y no es fácil (y
probablemente no es posible) desmontar algunas de sus piezas para utilizarlas
con otro fin o en el marco general de otro pensamiento.
Hay en el marxismo una lógica interna, una
coherencia dinámica y en cierto modo —en la medida en que al menos las heridas
del pecado están presentes en todo hombre— «una aspiración universal». El
gran presupuesto gratuito, la gran falsedad está al principio, en la «puesta en
marcha». Aunque Descartes afirmara en su Discours de la
méthode que
había decidido sustituir toda filosofía contemplativa por otra que nos hiciera
«como maestros y dueños de la naturaleza», era entonces difícil predecir que la
aventura de ese pensamiento moderno iba a tener este final.
Se puede, pues, concluir, con Mao Tse-tung
—aunque en un sentido bastante distinto al que él le da— que efectivamente el
marxismo es «la otra concepción del mundo», radicalmente y punto por punto
antagónica a la cristiana.
F.O.B. y C.C.
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