En el último
instante. La lectura contemporánea del sacrifico de Abraham
Observaciones al libro de Amalia Quevedo (Eiunsa,
Madrid, 2006, 204 páginas).
Jacinto Choza, Universidad de Sevilla.
1.- Preámbulo biográfico. 2.- La experiencia de
la inmolación del hijo. 3.-
Simbolismo trinitario del sacrificio de Isaac.
Abstract: On the last Instant. Contemporary
Lectures on Abraham Sacrifice.1.- Biografical Vorword. 2.- The Experience of
Sohn’s Inmolation. 3.- Trinitarian Symbolism of Isaac’s Sacrifice.
1.- Preámbulo biográfico.
Querida
Amalia: No sabes la sorpresa y la alegría que me ha dado recibir tu libro,
después de 25 años sin saber de ti. He buscado en Google
y por fin te he encontrado en la Universidad de la Sabana, en Bogotá.
Me
he metido de lleno en la lectura de tu libro
y me he quedado fascinado. No me esperaba que escribieras con tanta
elegancia, profundidad, penetración, desgarramiento contenido
y emoción encauzada... Algo parecido al estilo de tu paisano García Márquez,
pero en mujer, en la mujer que yo recuerdo. Inteligente y perspicaz, sonriente,
guapísima, elegante, alegre, y con un clase fuera de
lo común.
Así
ha vuelto a mi mente la promoción de finales de los 70 en que estabais como
alumnos de Antropología filosófica tu, “la señorita Quevedo”, Guillermo Echegaray, Carlos Castiella, Juan
Carlos Ochoa y algunos otros más. Gorka Vicente, que se nos acaba de marchar,
se incorporaba entonces al departamento de Antropología y Psicología, a mi
trabajo y a mi vida.
No
sabía que leíste la tesis, que habías logrado una beca Humboldt
y habías pasado años en Alemania. No sabía que habías escrito tantas cosas, ni
que traducías con tanto vigor a Hegel, Sartre, Woody Allen,
y otros. No sabía que cultivabas con tanto acierto la literatura, ni que
hubieras recreado tan magistralmente y con un sello tan latinoamericano la
historia de Abraham. No sé si han empezado a salirte ya canas, si tienes gafas,
si has cambiado algo más... aunque por tus mensajes supongo que no, que no has
cambiado en nada.¡Qué tiempos!
No
entiendo qué tiene que criticar Rafa Alvira de tu libro,
pero... en cualquier caso, ahí van mis impresiones. Creo que esta es la reseña
de un libro ajeno que a la vez constituye el escrito más biográfico de cuantos
haya redactado en mi vida, gracias a que he podido vivir como en carne propia
la experiencia de un amigo entrañable, compañero y vecino. Ah, antes de eso,
vaya por delante que me siento orgullosísimo de haber
sido tu profesor, y agradecidísimo de que me mantengas dentro de ti con ese
recuerdo tan entrañable y afectuoso.
Mi
amigo y vecino se casó ya mayor, tuvo una hija, Inés, y a los pocos años de
nacer la niña su mujer se marchó definitivamente de casa llevándosela mientras
él dormía. Año y pico después le dieron la sentencia definitiva de divorcio, y
he vivido todo eso tan estrechamente con él que estoy en condiciones de
contarte cómo hemos vivido los dos el
sacrifico de Abraham. Porque eso es lo que le ha ayudado a sobrevivir a la marcha-secuestro de la niña. Primero te voy a contar cómo hemos vivido los
dos el sacrificio de Abraham, y luego te contaré cómo lo he pensado. En
realidad, no lo he pensado hasta leer tu libro, impulsado por el hecho de que
ninguna de las interpretaciones que recoges cuadra para nada con nuestra
experiencia. Desde luego, no estoy seguro de que lo que expongo reflexivamente
sea lo que corresponde efectiva y realmente con lo que hemos vivido, pero por
lo menos no se le opone tan frontalmente como los relatos que tu me has brindado.
Yo
nunca había pensado, ni elaborado intelectualmente el sacrificio de Abraham, y
si no es por tu libro, tampoco lo haría ahora. Pero me has dicho que querrías
tener más escritos míos de tipo biográfico, y, por otra parte, me parece
injusto no poner mi versión de Abraham junto a las que tu recoges... Injusto
para Abraham. La historia de Abraham, tal como la recoge el Génesis, corresponde más bien a un estereotipo
mitológico que al episodio realmente vivido por alguien, por el patriarca, pero
como quiera que él viviese el acontecimiento en cuestión, creo que se puede
pensar de él mejor de lo que lo hacen tus autores.
2.- La experiencia de la inmolación del hijo.
Cuando
el domingo 5 de septiembre de 2004, al volver de misa con Inés, de 4 años, nos
encontramos con la mujer de mi amigo, Pepi, que
llegaba a casa en un taxi después de haberse marchado definitivamente para no
volver, su reacción fue a la vez de sorpresa, de alegría reservada y
esperanzada, y de susto.
Me
contó que enseguida se disipó la alegría al percibir la hostilidad de las
primeras y posteriores declaraciones de ella. Mientras Pepi
le daba de comer a la niña deliberadamente alejada de él, él comió en la
cocina, y como estaba somnoliento por efecto de los antidepresivos que había
empezado a tomar pocos meses antes a raíz de los conflictos matrimoniales, se
acostó a dormir la siesta en el dormitorio hacia las tres de la tarde.
Cuando
se levantó hacia las cinco de la tarde y entró en el salón, estaba en la tele
puesto el video de la película “Buscando a Nemo”, con
el volumen un poco alto. Llamó a Pepi y a la niña, se
asomó a ver si estaban en el jardín, en su estudio, en cualquier otro sitio.
Llamó, llamó, volvió a llamar... hasta que se dio cuenta de que no había en
casa nadie más que él. Se sintió como anonadado por una especie de golpe que le
arrebataba a él de sí mismo, y en esa situación sonó el teléfono. Soy Pepi. Inés y yo nos hemos marchado. Si quieres algo de mi,
he dejado la tarjeta de mi abogada en la mesa de la entrada.
Mi
amigo quedó completamente desencajado de sí. Pasado un rato se le ocurrió
llamarnos a algunos de sus amigos y hermanos para contarnos lo que había
pasado. Ahí empezó su túnel. Su hundimiento en uno de los abismos más amargos
que yo haya vivido nunca con nadie.
Desde
el punto de vista médico su situación era la de un cuadro de duelo, que tuvo un
curso casi de dos años, como suele ocurrir con los cuadros de duelo. Desde el
punto de vista fenomenológico, la situación era la de quien no tiene recursos
para seguir viviendo porque la raíz de donde mana el impulso vital para
proyectar su existencia ha sido amputada. Su familia, y sobre todo, su hija, había desaparecido, le había sido arrancada.
Durante
los dos primeros meses perdió unos cinco kilos, le costaba concentrar la
atención para preparar las clases y para darlas, pero se esforzaba porque el
trabajo era la única posibilidad de escapar de la amargura y de la rabia. En
esos dos meses en que él estaba así, escribí yo Risa y realidad. Estudio
sobre el Quijote. Aunque muchos
trabajos de los míos han sido elaboraciones intelectuales de episodios
existenciales más o menos prolongados, creo que este libro lo ha sido en medida
mucho mayor que los otros, pues para mí supuso la elaboración de una
experiencia compartida de superación del duelo, de reconciliación y de perdón.
Con
todo, ahí no está contado lo que vivimos, sino la reacción y la actitud que
poco a poco fuimos adoptando en relación con lo que pasaba y especialmente en
relación con la esposa ausentada. Lo que vivimos fue la amargura, la
desesperación, la rabia, el afán de venganza, el llanto desconsolado por la
hija, el dolor físico en el pecho (angustia).
Mi
amigo pasaba mucho tiempo durmiendo, en parte por la depresión, en parte por
los psicofármacos, en parte por mantener el consuelo de la más confortable de
las anestesias, a saber, la pérdida de la conciencia.
Procuraba
escapar a toda costa del odio y el afán de venganza, como yo le indicaba,
porque ya en años pasados yo había tenido la experiencia de haberme quedado
atrapado en esos sentimientos, y sabía lo que cansan y destrozan. Se lo conté
muchas veces en un poema que escribí para que otros se enteraran:
5. El odio.
Cuando te mueras
no te vas a dar cuenta.
Nunca duermes: el odio te lo impide:
tiene mucha más fuerza que el cansancio:
1o recoge en el seno de su vértigo
y así 1o multiplica muchas veces
haciéndolo infinito, insoportable.
Y hasta cuando el cansancio es ya supremo
el odio triunfa de él, y 1o supera.
Lo recoge y 1o aumenta nuevamente.
Puede despedazarte el propio cuerpo
y el alma. Y es inútil:
aunque estés mutilado por completo
tendrás aun fuerzas para maldecir
y para violar intimidades...
Porque el odio será siempre más fuerte,
más fuerte que el cansancio ya infinito.
Y no podrás dormir. Nunca. Jamás.
Y entonces ni siquiera
podrás morir:
no podrás darte cuenta cuando mueras
porque ya desde mucho tiempo antes
estabas habitando en el infierno.
De Poema del vagabundo, Coimbra,
24-VIII-1981.
Ya
había aprendido lo destructivo que son el odio y el afán de venganza, incluso
cuando están motivados por el deseo de justicia, de liberar a los inocentes, de
consolar a los tristes, de devolver un poco de vida a los que tenían el alma
encarcelada y enferma. Había alcanzado la certeza de que esos dos sentimientos
no merecen la pena en ningún caso, y la de que la peor de las trampas para
quedar atrapado en ellos es tener razón de verdad, estar en la posición del que
es justo y le despojan injustamente.
Porque
tener razón se convierte en la coartada para dedicar toda la energía vital a
querer aniquilar, a hacer desaparecer el rastro de alguien o de algo para
siempre. Entonces uno dedica todo su empeño en reducir alguien o algo a la
nada, y entonces el fruto de la vida de uno también ha sido la nada: hacer
justamente nada, hacer que algo o alguien sea nada. Y a la postre uno siente
que se ha convertido en nada, porque ha vivido para nada y ha puesto todo su
empeño, todo su fuerza vital (su amor) en nada. Esa era mi experiencia del
odio, del infierno, durante años. Sabía que había cosas maravillosas por y para
las cuales existir, aunque yo no pudiera gozar entonces de ninguna, y sabía
que, sobre todo, quería escapar de esos dos sentimientos. Y eso es lo que
continuamente trataba de inculcarle.
El
primer truco que le enseñé a utilizar fue la asimilación de su mujer a un
artefacto inerte. Sabía que los trastornos psíquicos que le emergieron a
ella nada más casarse, y por los cuales
le habían concedido una jubilación anticipada por incapacidad laboral total, la
habían reducido en buena medida, y respecto de determinados asuntos, a un
mecanismo delirante autónomo, escindido de toda posible relación con su
dimensión personal. En ese sentido, era como una máquina estropeada que repite
“su tabaco, gracias”, o como una tormenta que se levanta en medio del mar y
genera un huracán.
Nadie
se enfada con una máquina de tabaco, con un tornado ni con ningún ente
inanimado, natural o artificial. Por eso, podíamos no indignarnos ante procesos
psíquicos autonomizados, y mi amigo aprendió a
hacerlo.
Pero
esos mecanismos de defensa, con ser de gran utilidad y rendimiento, y con
proporcionar cierta paz interior, lo que ya era mucho, resultaban todavía un
poco planos. Había algo que nos ayudaba mucho más.
Desde
que murió mi padre en julio de 1994, y a medida que yo me iba haciendo más
mayor, cada vez con más frecuencia me venía su recuerdo a la mente y me
entretenía en dialogar con él. En primer lugar, dándole gracias por haberme
aficionado a la música clásica desde niño, por la cantidad de momentos de dicha
y gozo que yo había experimentado en mi vida gracias a esa música. En segundo
lugar, porque cada vez que oía cualquiera de esas numerosas piezas lo imaginaba
a mi lado, dirigiendo la orquesta, y me sentía muy acompañado por él. Después,
porque a partir de ahí me había acostumbrado a comentarle y consultarle
imaginativamente muchas cosas, especialmente cuando iba a misa y comulgaba,
pues entonces experimentaba que estábamos particularmente juntos.
Cuando “perdímos”
a Inés, entonces comentaba mi situación y la de mi amigo con mi padre, y le
enseñé a él a hacer lo mismo con el suyo, también fallecido años atrás.
Recordaba lo amargo que fue para mi padre que yo me fuera de casa a los 18
años, dispuesto a seguir mi vocación religiosa, y que la siguiera hasta dos
años después de su muerte. Para él fue amargo, no porque él no fuera creyente,
que no lo era, sino porque para él el eje y el centro de su vida fue siempre su
familia, y particularmente sus hijos. Cuando cuatro de sus seis hijos abandonamos
el hogar por una vocación religiosa, el sintió completamente destruido su
proyecto existencial y su vida misma.
Pero
yo ahora podía contarle a mi padre lo que me pasaba. Podía sentirme unido a él
como no lo había estado nunca mientras vivía. Podía también remontarme en mis
lecturas bíblicas hasta el sacrificio de Abraham, y sentir la identidad de
Abraham y mi padre entre ellos y conmigo. Y podía remontarme en mis lecturas
teresianas a la indignación de Santa Teresa contra Dios Padre por haberle permitido
al Hijo inmolarse a beneficio de todos los hombres, sin haber reparado en el
dolor tan indecible que eso le podría producir no solo al Hijo sino igual o
mayormente al Padre.
Contarle
a mi amigo la situación de mi padre, de Abraham y de Dios Padre, hacía que no
nos sintiéramos solos en el dolor y en el desamparo, hacía que no nos
sintiéramos desesperados, y hacía que, en lugar de sentir rabia, abatimiento y
afán de venganza, sintiéramos el indecible consuelo de la compañía de nuestros
padres. Lo podíamos experimentar en diferentes momentos del día, pero
particular e indefectiblemente yo lo experimentaba en misa. Quizá porque sabía
que la misa era ese sacrificio de Abraham, del Padre y de mi padre... aunque
esto ya puede ser una racionalización. La vivencia solía ser particularmente
intensa en la comunión. Y luego, salía de misa y me pasaba las horas siguientes
con la extraña sensación del gozo de la unión con Dios en medio del desastre.
Como
conozco bastante bien a los místicos, no me atrevo a decir que estas vivencias
sean experiencias de unión con Dios de alguna clase, porque no tengo el menor
interés en clasificarlas en relación con ningún sistema categorial,
existencial, religioso o del tipo que sea.
Sé
que esas vivencias no eran experiencias de perdón. Podíamos imaginarnos
entonces bailando en corro cogidos de la mano con la niña y con los abuelos, e
incluso con la esposa ausentada, con todos los seres queridos, y con Dios
mismo. Yo mismo también hablaba mucho con la niña y con mi padre, y el gozo que
ese coloquio me producía me duraba mucho.
Sé
que había una diferencia entre Abraham por una parte, y mi padre y mi amigo,
por otra. A saber, Abraham había querido hacer el sacrificio de su hijo, y mi
padre y mi amigo no. Mi padre y mi amigo solo tenían que consentir en el
“sacrificio” de sus hijos, en que les fueran arrancados. Pero esa diferencia,
desde el punto de vista de mi vivencia personal, resulta completamente
irrelevante. A fin de cuentas, Dios Padre y Abraham también tuvieron que
consentir en que les fueran arrancados los suyos.
Creo
que esto no es una experiencia del perdón porque perdonar me parece una
actividad que se restringe a un acontecimiento concreto, y que en cierto modo
te obliga a quedarte en él o a quedarte con él, y me parece que mi experiencia
es de algo más amplio. Te sitúa en un nivel en que casi no hace falta perdón.
Cada
vez comprendo más a la esposa ausentada. Su mundo interior estaba configurado
de tal manera que no soportaba el matrimonio, ni la maternidad, y que apuntaba
a unos objetivos que eran irreales. Por eso
consideraba (y considera) a mi amigo la causa de todos sus males, y por
eso enfermó. Muchas veces me hace experimentar ternura, como los mendigos de Velázquez.
Ella
le hizo mucho daño a él, y se lo hizo a sí misma. Pero ya pasó todo, queda en
el pasado todo, casi como el haber terminado el bachillerato o haber vivido
unos años en Madrid.
Más
que perdón es compresión, aceptación, reconciliación con la vida, reelaboración
de un proyecto existencial, otra vez otra vida, otros horizontes, como si el
tiempo por sí mismo tuviera un cierto poder creador y redentor. Como si el
tiempo por sí mismo fuera gracia. Porque probablemente el tiempo es gracia. Sí,
sin duda. El tiempo es gracia.
El
proceso de duelo y de refugio en Abraham ha durado dos años, con una intensidad
decreciente desde septiembre de 2004 hasta ahora. La sensación de haberle sido
amputada la hija al padre se suaviza a medida que crece la sensación de que le
ha sido devuelta.
Las
escenas de llanto de Inés cada vez que tenía que despedirse de su padre para
irse con su madre, en las que su madre tenía que arrancarla literalmente de las
piernas de su padre, porque la niña se aferraba a ellas llorando, las han evitado mediante un
procedimiento de entrega por intermediarios. Pero la niña sigue llorando cada
vez que tiene que separarse de su padre para ir con su madre, con desconsuelo y
angustia. Se duerme llorando la noche anterior y si el padre le canta para que
se duerma, lo detiene: “papá, no me cantes, que lloro más”. Los dos o tres días
siguientes a cada separación, el padre
experimenta un desgarrón fuerte en las entrañas, y se siente menos
motivado para trabajar. Se acuerda de ella muchas veces cada día. No sólo
porque tiene en la pantalla del ordenador, como fondo, y como protector, muchas
fotos suyas, sino porque todo en su casa
habla de ella, especialmente el perro y el gato, a los que con
frecuencia les habla de Inés.
Sé
que ella sufre una especie de inmolación o una especie de “destete del padre”,
cada vez que se separa de mi amigo, y él lo vive con ella. Sé que a veces la
niña se traga las lágrimas, para que el padre no la vea. Sé que ha visto a su
padre casi llorar con ella. A veces acepta el consuelo de que cuando sea un
poco más mayor podrá vivir ya siempre con él, pero a veces eso se le hace
demasiado lejano. Sé que cuando se queda con la madre, en el colegio, con las
amigas, es feliz y juega y se mete en sus cosas, aunque sé que se acuerda de su
padre y le pregunta a su madre los días que faltan para que llegue. Mi amigo
también los cuenta, como la niña, y cuando siente el desgarrón más fuerte
vuelve con su padre y con Abraham.
Esta
es mi experiencia del sacrificio de Abraham, de la inmolación del hijo, tal
cono yo la he compartido y vivenciado con mi amigo. No la siento reflejada, ni
me reconozco en las reflexiones que hacen sobre él los autores que mencionas,
aunque puedo entenderlas. Pero también puedo hacer una elaboración intelectual
del sacrificio más congruente con mi experiencia, y es lo que voy a hacer
ahora.
3.- Simbolismo trinitario del sacrificio de
Isaac
Lo
primero que me gustaría aclarar es que la elaboración intelectual de la
experiencia de Abraham que ahora expongo, no pretende ser la expresión
conceptual de la vivencia que he expuesto antes. Es una interpretación, que
resulta más concordante con los hechos vividos por mi que las elaboraciones de Kierkegaard y Hegel, pero no
puedo afirmar que sea su expresión esencial, aunque tampoco excluyo que sea una
de sus posibles expresiones esenciales. Lo vivido pertenece al orden del ser,
de lo nouménico, del mundo como voluntad, y lo
formulado conceptualmente pertenece al orden del pensar, de lo fenoménico, del
mundo como representación.
No
tenemos representaciones de la articulación entre lo representado y lo no
representado. Por eso, como decía Kant, no podemos
saber si nuestras acciones están inspiradas en motivos exclusivamente morales o también en
intereses egoístas. Con todo, si hay un lugar filosófico en el que se situaría la explicación que voy a
dar, podría decirse que pertenece al orden de lo que Fichte
llama intuición intelectual (de la que toma como paradigma la fórmula “pienso,
luego existo”), y que él intenta esclarecer conceptualmente en muchos lugares
de su obra, y en concreto en su interpretación del prólogo al Evangelio de San
Juan, en las lecciones 6 y siguientes de La exhortación a la vida
bienaventurada o la Doctrina de la Religión. Lo que Fichte
llama intuición intelectual es la vivencia intelectual, la captación inmediata
de algo que está siendo real. Por ejemplo, la vivencia y la captación inmediata
de que yo estoy existiendo, que no es una deducción, ni una inferencia, ni una
demostración, ni un proceso lógico de ningún tipo.
Voy
a tomar dos claves para mi explicación. La dinámica aniquiladora del odio, tal
como se encuentra en la Medea de Eurípides (la
expuse en J. Choza, Los otros humanismos, EUNSA, Pamplona, 1994), como
figura que hace pareja con la Ifigenia de Eurípides
a la que se refiere continuamente Amalia
Quevedo, y la dinámica del amor, tal como la expuse en Simbolismo
sacramental del cuerpo femenino (Thémata, 31,
2003).
La
dinámica del amor creador y la dinámica del odio aniquilador pueden servir de
claves para la comprensión de Abraham, como si las dos se resolvieran en él. Al
menos es una interpretación posible.
La
historia de Abraham, tal como la recrea Amalia Quevedo al inicio de su libro,
en sus tres versiones sucesivas, presenta a un Abraham que es asesinado por
Isaac tras escaparse de sus ataduras. Amalia Quevedo había escrito su historia
antes de leer a Kierkegaard, a Kolakowsky.,
a Girard o a Derrida, y lo
que aparece con claridad en su versión es que la víctima del sacrificio de
Isaac es Abraham. Pero, ¿es que no resulta siempre la víctima Abraham en
cualquier caso?, ¿cómo va a ser posible diferenciar entre el carácter de
víctima de Isaac y el de Abraham si hay una identidad tan fuerte entre ambos?
Si
es verdad, como afirma San Juan de la Cruz, que el alma está mucho más donde
ama que donde anima, ¿cómo no iba a estar la de Abraham más en Isaac que en sí
mismo, cuando además el cuerpo de Isaac era también cuerpo de su cuerpo? Si
Abraham se había expresado plenamente a sí mismo en Isaac al tomar posesión de
Sara y al entregarse a ella en la concepción del hijo, y si el hijo era además
la expresión de esa unión, ¿cómo no iba a ser el sacrifico del hijo, la
aniquilación de la unión del padre y de la madre, la aniquilación de la
paternidad del padre y de la maternidad de la madre, y a la postre, la
aniquilación de Abraham y de Sara, que ya no vivían más que por y para Isaac?
También
podría pensarse que Dios, más que probar a Abraham, lo que quiere es llevarle a
experimentar la unidad esencial entre él, su mujer Sara, y su hijo Isaac. Si en
el momento de la unión con Sara, de la concepción y gestación de Isaac, Abraham
no había experimentado con suficiente profundidad la unión con ellos, ahora, en
el sacrificio de Isaac, podía experimentarlo con una lucidez cegadora.
Pero
eso es poco. Podría pensarse que Dios quería hacerle comprender a Abraham la
unión de Dios mismo con su Hijo Unigénito, hacerle comprender el drama que
podía significar la diferenciación y el distanciamiento entre ellos que
implicaban la creación y la redención, y la reduplicación del amor que suponían
recrear nuevamente en el Hijo todas las cosas, los nuevos cielos y la nueva
tierra, y retornarlo todo al Padre.
Porque
el sacrificio de Abraham también puede ser considerado en su unidad completa.
¿Es que Kierkegaard o Kolakowsky
tienen más derecho a considerar y a interpretar la primera parte del sacrificio
en términos de fase autónoma y abstracta?, ¿más derecho del que cualquier otro
autor tendría a considerarlo en la unidad completa de todo el episodio? ¿Es que
no forma parte del sacrifico de Abraham la devolución del hijo?
Y
aunque se diga que la sucesión temporal impone su ley y tiene sus derechos
interpretativos, ¿es que Dios, al comunicarle a Abraham la orden del
sacrificio, no podía comunicarle también una cierta confianza en El, una cierta
confianza en que Dios proveería? ¿Es que no podría haber en Abraham, mientras
subía al Moriah, un cierto sentido de la unión con
Dios que le hubiera permitido seguir vivo, seguir andando y seguir subiendo al
monte? ¿Por qué Dios iba a hacersele presente para darle la orden, y luego iba a
esconderse absolutamente para que Abraham no percibiera ni rastro de Él?
Las
interpretaciones de los autores que recoge Amalia Quevedo suponen que Dios
deja completamente solos después de la
orden a Abraham, a Isaac y a Sara, pero, ¿por qué no suponer lo contrario, que no los dejó solos, que lo
que hizo fue unir mucho más a los tres entre sí y con Él mismo, y que eso era
lo que pretendía con la prueba?
Esta
interpretación que sugiero resulta más congruente con la línea de
interpretación que va de Schelling a Girard y a Levinas. Porque si
ellos sostienen que la cadencia de los momentos de la prueba refleja la
estructura de la trinidad, ¿por qué no pensar que la estructura de la trinidad
se manifiesta también en las relaciones que los miembros de la familia
patriarcal experimentan entre sí? Si Girard y Auerbach sostienen que lo propio del Viejo Testamento es
abolir la violencia, abolir el
sacrificio en tanto que violencia, y abrir cada ser humano al otro, ¿qué mejor
modo de hacerlo que llevar al hombre a vivir la identidad entre oferente y
víctima, entre Caín y Abel?, ¿y qué mejor modo de mostrar eso que hacer patente
a Abraham su identidad con Isaac de todas las maneras posibles?
Si
lo vemos desde la perspectiva del odio y la aniquilación, pero conservando la
estructura de la identidad entre Abraham, Isaac y Sara, lo que resulta es lo
absolutamente imposible. Es como pensar una relación de odio aniquilador entre
Padre, Hijo y Espíritu.
La
relación de amor está bien expresada en el poema de Lope de Vega que glosé en
el estudio sobre el simbolismo sacramental del cuerpo femenino:
“Hallo
tanto que querer,
y estoy tan tierno por vos,
que si pudiera ser Dios,
os diera todo mi ser”.
La
reflexión sobre ese poema y la glosa de él permite un
peculiar comprensión de la unión amorosa de las personas en la familia divina,
así como de la unión amorosa de las personas en la familia humana. Y la
inversión de esa relación amorosa en relación de odio, también.
La
forma más completa de destrucción total sería destruir al hijo, destruir a la
madre, y destruirse a sí mismo, lo que desde cierto punto de vista es el
intento de Medea.
Medea
de entrada destruye a los hijos, sabiendo que de ese modo se destruye a sí misma.
Pero en lugar de destruir al padre le deja para
mantenerlo sólo como conciencia de la destrucción de los hijos y de la propia
destrucción que eso implica, y ella se marcha como si hubiera podido romper su
identidad con sus hijos y con Jasón, y como si ella pudiera tener otro
contenido en su vida y en cu conciencia distinto de la nada, como si la
venganza pudiera alguna vez realizarse completamente. Como si se pudiera lograr
que lo que ha sido una vez no llegara a haber sido
nunca.
Pero
hay una estructura de perdón que se impone inexorablemente, y que Nietzsche tenía clavada como una espina en el alma. El ser,
lo que ha sido, no puede no ser y no puede no haber sido nunca, de manera que
si no vuelve a ser dado, a ser donado, a ser per-donado,
persiste en su donación originaria al menos como pasado, al menos como
contenido de conciencia. La identidad de la madre con los hijos y con el padre
no puede romperse por más que se intente. El perdón triunfa escandalosamente
sobre la venganza.
Y
entonces lo que aparece es que el amor no puede destruir su fruto ni a sí
mismo. Aparece que su fruto y él mismo son lo mismo, que son una sola cosa,
como le gusta decir a Hegel, a saber, la unidad de la
identidad y de la diferencia. La imposibilidad de consumar una venganza del
calibre de la de Medea, o un sacrificio del tipo del de Abraham, en su sentido
más radical, viene dada por lo que Kierkegaard
consideraba el único argumento socrático en favor de la inmortalidad del alma:
si el pecado, que es lo único que puede dañar al alma, no la aniquila, entonces
es que el alma es inmortal. Porque la
noción de auto-aniquilación es una inversión de la noción de causa sui,
que resulta completamente inviable.
Y
no vale decir que en esta argumentación estoy suprimiendo la diferencia entre
el plano empírico y el plano trascendental, porque desde el principio he
señalado que la intensidad de la experiencia puede producir dicha supresión en
la percepción del oferente, que es, insisto, la víctima, o lo que es igual, el
mártir, y que además puede estar experimentando también la compañía o la
cercanía de Dios de un modo peculiarmente intenso (justo como en algunos
relatos se dice de los mártires, y como Tomás de Aquino dice que es
imprescindible para que puedan afrontar la muerte).
Podría
ocurrir que la identidad no se perciba del todo sin percibir la diferencia, y
que el momento de la diferencia y la distancia sea el punto de dramatismo que
Dios tenía que mostrarle a Abraham, para mostrarle hasta qué extremos Abraham e
Isaac estaban hechos a su imagen y semejanza.
Me
doy cuenta de que este discurso es en cierto modo puramente argumentativo y una
especie de demostración meramente formal de que Abraham no podía estar solo.
Pero no quiero demostrar formal ni argumentativamente que Abraham no podía
estar sólo (porque a lo mejor lo estaba), sino que quiero mostrar
plausiblemente que podía no estarlo. Eso es suficiente para el esclarecimiento
de la experiencia que intento comprender.
Ahora
la explicación de la experiencia de Abraham podría resumirse en estas tesis.
Primera, hay una comunidad de amor y de ser, una identidad real y una
diferencia real, entre Abraham, Sara e Isaac, que de alguna manera se
corresponde con la comunidad de amor y de ser, con la identidad y diferencia
real, entre el Padre, el Hijo y el Espíritu. Esta identidad real se puede
experimentar en la vivencia del enamoramiento, el amor, la fecundación, la
concepción, la gestación, el alumbramiento y la educación y cuidado del hijo.
Se puede experimentar de un modo más o menos intenso, y se puede conocer de un
modo más o menos cercano a como es.
Segunda
tesis, hay una identidad y diferencia real entre la familia patriarcal y la
familia trinitaria, que puede experimentarse y conocerse también de un modo más
o menos cercano en la vivencia de la separación, que para Dios es la
encarnación del hijo y la redención, y para Abraham y Sara el destete primero,
y posteriormente la prueba del sacrificio. En esta línea, hay una identidad y
diferencia real entre Medea, Jasón y sus hijos, entre los familiares que
primero se aman y luego se odian y desean una venganza absoluta en forma de
aniquilación completa del otro. Esa identidad y diferencia se percibe en la
experiencia del odio y del intento inevitablemente frustrado de la aniquilación
absoluta.
Es
posible que la unidad de estas dos tesis constituya el núcleo de lo que Jung llama un arquetipo del inconsciente colectivo, que
alcanza una expresión paradigmática en el sacrificio de Abraham. Un arquetipo
es una configuración dinámica, inconsciente, que genera actitudes, imágenes y
conductas en los seres humanos de las diferentes épocas o culturas. En este
caso, hasta podría pensarse que este arquetipo es una especie de huella de la
estructura trinitaria de Dios en el ser humano, una huella de la estructura
familiar, trinitaria, del hombre en cada individuo humano. Una huella que,
además, puede manifestarse como una unidad completa llena de sentido, o como un
episodio secuenciado en el que el sentido se comprende al final.
Si
esto fuera así, se comprende mejor que el sacrifico de Isaac reaparezca en el
de Ifigenia, en el del relato español de
Guzmán el Bueno, en los sacrificios aztecas, etc. Y también que la supresión de
la violencia y la sustitución del hijo por el animal reaparezca en el rey Numa,
que prohíbe los sacrificio humanos en Roma hacia el 700 a C. e institucionaliza
la ya tradicional fiesta de las Saturnales en el solsticio de invierno, que es
cuando el sol muere y resucita, y que es cuando más tarde se instituye la
fiesta de la Navidad cristiana.
El
impulso a prohibir los sacrificios humanos, podría corresponderse con la
estructura arquetípica del momento del perdón en el sacrificio de Abraham. Ese
momento reaparece no sólo en el rey Numa, sino también en las Euménides de la Orestiada, en la
Virgen María, e incluso hasta en Hernán Cortés. Y seguramente está presente en
la polémica sobre la legitimidad de los sacrificios humanos aztecas, que
trenzaron Bartolomé de las Casas y Ginés de Sepúlveda a mediados del siglo XVI. De todas formas, con el recurso al arquetipo
no pierde fuerza la tesis de Girard de que hay en el
Viejo Testamento una constante tendencia
a suprimir la violencia en el sacrificio.
En
el caso de la Virgen María se puede aceptar una referencia a un momento de
enajenación que el sacrificio del hijo le produjo. Teresa de Jesús refiere que
en una de sus alocuciones, y meditando sobre la aparición de Jesús a las santas
mujeres en el sepulcro vacío, se detenía en lo afortunada que habían sido en
ver las primeras al resucitado, y que entonces Jesús le dijo que las primeras
no había sido ellas. Que él se había dirigido en primer lugar a su madre para darle la noticia de su
resurrección, porque “la pena la tenía tan traspasada y absorta que luego no
tornaba en sí para gozar de aquel gozo”.
¿Por
qué Abraham, en el tiempo que precedió a la sustitución, no podía haber
experimentado alternativamente, el dolor de la separación y el consuelo de la
compañía del Padre y de la recuperación del hijo?, ¿por qué no iba a poder conocer
algo más de cómo era realmente Yahweh durante ese
periodo de silencio?, ¿por qué no iba a vivir mezcladas las fases de lo que
luego vivió María?, ¿por qué Dios no iba a estar dispuesto a comunicarle todo
eso antes, justo para que tuviera fuerza y ánimo para seguir?
Pues,
si algo parecido a todo eso ha sido posible en nuestra experiencia de la
separación de una hija, ¿por qué no podía haberlo sido en el caso de Abraham?
Pero
todavía puedo recurrir a la analogía de nuestra experiencia con la de un filósofo
contemporáneo.
Nuestra
experiencia de la cercanía y la compañía de nuestros respectivos padres, de
Abraham y de Dios, ante la desesperación por el “secuestro”de la niña, llegaba
a sumirnos en un extraño y agridulce estado de paz y de gozo en el que los
afanes cotidianos, profesionales, económicos y de cualquier otro tipo
resultaban distantes y casi ajenos. Cuando le hablaba a mi amigo de la
excelencia de alguna publicación suya reciente, me contestaba, “yo no quiero
ser famoso, yo quiero ser feliz”, “yo quiero a mi hija”. Y solo se consolaba en
Abraham. Pero justamente entonces, me venían a la mente unas palabras repetidas
por Wittgenstein, y que hacía suyas también Jorge
Vicente, nuestro colega y amigo, y casi hijo, que murió con 47 años el pasado
diciembre de 2005, “qué me importa a mi la historia”. Nada. Ante la experiencia
de la desesperación y del gozo intensos, la historia,
universal o particular, no importa para nada.
Y
todavía hay otra expresión más enigmática y más asumible
del propio Wittgenstein. Ignoro si el filósofo vienés
llegó a tener experiencias místicas, y en qué número y grado, y también si
algunas de mis experiencias pueden ser de ese tipo. Pero desde mi experiencia
agridulce de la cercanía y compañía de mi padre, de Abraham y de Dios en medio
de la desesperación, cuando fijaba la atención en un montón de problemas de mis
amigos y familiares, y del mundo en general, me salía espontáneamente repetir
muchas veces, paladeando su acierto, una de las últimas frases de Wittgenstein: “todo está bien como está”.
Alejandro
Llano, que me había contado el episodio de esa frase, me había comentado:
Fíjate qué frase. No se puede ser menos ambicioso en la vida. Me quedé con
aquel comentario de Alejandro, sin darle más vuelta. Pero al cabo del tiempo he
comprendido que no era acertado, que no alude a lo que Wittgenstein
dijo, a lo que quiso decir. Creo que dijo algo parecido a “y vio Dios que era
bueno, muy bueno, cuanto había hecho”. Porque eso es el sentido con el que yo
repetía su frase. Y si a Wittgenstein y a mi se nos
ocurría repetir esa frase con ese sentido, ¿por qué no iba a ocurrirsele también a Abraham, antes y después del
sacrificio?, ¿por qué no se le podía ocurrir a Isaac y a Sara?, ¿por qué antes
y después no podían ser llevados por Dios a gozar de aquel gozo de su cercanía
y de su compañía?
Bueno...
pues esto es lo que necesitaba decir, y decirte, después de leer tu libro. Ya
te he contado mi experiencia del sacrificio de Abraham, y una posible
explicación que se me ocurre de por qué la viví así. Una posible explicación de
otra forma en que pudo vivirlo Abraham. Muchas gracias y un cordial abrazo.
[Hay
un pasaje en el que Dostoievski refiere una
experiencia análoga, y que me remitió Alberto Ciria:
“Hay segundos -sólo cinco o seis a la vez– en que de pronto siente uno la
presencia de la armonía eterna plenamente lograda. No es nada de este mundo. No
quiero decir que sea algo divino, sino que el hombre, en cuanto ser terrenal,
no lo puede sobrellevar. Tiene que cambiar físicamente o morir. Es una
sensación clara e inequívoca. Como si de improviso abarcara uno la naturaleza
entera y dijese: sí, esto es verdad. Dios, cuando creaba el mundo, decía al
final de cada día de la creación: „Sí, esto es verdad, esto es bueno.“ Esto..., esto no es ternura, sino sólo gozo. Uno no
perdona nada, porque no tiene nada que perdonar. No es amor. ¡Oh, es algo superior al amor! Y lo más atroz es que es todo
tan terriblemente claro, ¡y qué gozo! Si durara más de cinco segundos, el alma
no podría soportarlo y tendría que perecer. En esos cinco segundos vivo una
vida entera, y por ellos daría toda mi vida, pues lo vale. Para resistir diez
segundos tendría uno que cambiar físicamente”.(Dostoievski, Los demonios, Tercera parte, Capítulo
V)]
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