Camino de la bienaventuranza.- Demócrito
Fecha Monday, 18 December 2006
Tema 010. Testimonios


Hace algunos años, si el curso anual se localizaba en alguna casa de retiro cercana a una zona de alta montaña, los aficionados al climbing aprovechaban los días de excursión – uno a la semana – para ascender algún 3.000; como sabe casi todo el mundo eso requiere salir antes del alba de un albergue a cota conveniente. Así que se permitía que el grupo de tres o cuatro se marchara a media tarde del día anterior, cenase en ruta, durmiese en albergue, hiciera la caminata o escalada y estuviera de vuelta para cenar. Más tarde esta corruptela se cortó de raíz. La jornada de excursión empieza después del desayuno del día asignado. Vaya a ser.

Así que Andrés Paz y yo aprovechamos nuestro día de excursión en una convivencia en la sierra para darnos una vuelta por los alrededores y hacer picnic junto a una riachuelo cercano, con los bocadillos que nos habían preparado. En un momento determinado, sin que pueda recordar como entramos en esa conversación, Andrés declaró algo así como "Pues yo en esta vida me lo estoy pasando pipa; por descontado que espero de Dios la bienaventuranza eterna pero aunque así no fuera, en conjunto diría que no iba a poder quejarme".

Para los que no conozcáis a Andrés se trata de un sacerdote numerario humano, listo y trabajador. Y encima simpático. Si en la Obra la dirección espiritual fuese de libre elección, con seguridad Andrés iba a mantener un permanente overbooking. Como además es bueno imagino que algo le debía sugerir que yo no lo estaba pasando precisamente bien y supongo que intentaba animarme. Y, cosa singular, creo que era por su propia iniciativa. Porqué como bien sabéis, ese tipo de conversaciones están prohibidas.

La cita no es textual pero el mensaje si; y, por otra parte, resultaba teológicamente irreprochable. Para los bienaventurados la vida presente es en cierta forma un prolegómeno de la eterna bienaventuranza futura del cielo; no incompatible con (sino todo lo contrario, firmemente enraizada en) las penas, dolores y trabajos que conlleva el tránsito por este valle de lágrimas.

Confirmó mis temores.

Por aquel tiempo cuando algo me contrariaba, cuando me daban, cada vez con mayor frecuencia, una solución opuesta a mi consejo en verdaderas minucias y debía aguantar a un director arrogante, distante y pijo, había desarrollado el hábito de atribuirlo a mi necesaria participación en el sufrimiento de Cristo en su Pasión que me encaminaba progresivamente a la salvación eterna que Su Redención nos lucró. Como un peaje, ahora me avergüenza esa comparación.

Desde luego mi estado interior no se traslucía externamente - salvo en los desencuentros privados con mi director, a los que no quiero referirme ahora - pero la lectura del testimonio de Carmen Charo me ha recordado que en cierta ocasión no pude continuar mi charla con un sacerdote en un curso de retiro a causa de una incontenible emoción entonces inexplicable y que ahora reconozco como causada por la tensión interior; don Luis se quedó callado y estuve en silencio como unos diez minutos interminables.

Con el tiempo la cosa fue pasando a un verdadero tormento que, desde luego, no llevaba trazas de constituirse en prologo de ninguna cosa buena.

Entonces pensé que si luego no existiera la bienaventuranza eterna, realmente habría hecho con mi vida - única e irrepetible - un mal negocio. ¿Yo qué hacia allí? Había roto mis vínculos familiares, había quemado mis relaciones sociales, había renunciado - en nombre de una vocación de cristiano corriente, tela - a cualquier pensamiento, afecto o cosa que pudiera considerar propia. ¿A que aguantar, encima, ese in crescendo incomprensible de desconsideraciones, contradicciones e impertinencias que me estaban amargando la existencia?

De repente me di cuenta que, en calidad de prolegómeno, mi vida estaba incoando un camino hacia una tristeza y una amargura irreductibles. No resultaba ya reconocible ningún indicio de la bienaventuranza futura.

Y, una vez fuera, he vuelto a sentir la sonrisa de Dios.

Gracias, Andrés. Cuánta razón tenías.









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