¿Me permitís una amable aclaración?.- LuxindexBorgia
Fecha Wednesday, 18 October 2006
Tema 010. Testimonios


El padre Escrivá, para quien lo dude, fue un cateto vanidoso, prejuicioso e iracundo. Sus remilgados modos entremezclados con histriónicos mohines encandilaban auditorios por su asombrosa desfachatez; amanerada puesta en escena que años después explotaría, también siempre de negro pero con menor éxito, nuestro querido y universal cantante Rapahel. Y es que toda la vida del barbastrino fue para la obra, de teatro.

Hizo solemnes profecías que no se cumplieron. Se curó, afirmó él y repiten los suyos sin pasmo, de la incurable diabetes, pero padeció de por vida de un pestífero pensamiento que contagió a los, durante tantos años, inmutables sesenta mil (para mi sorpresa, recientemente leí que dicen ir por ochenta mil, u ochenta y cinco mil. Mejor, cuantos más sean menos acabarán siendo, si es que algún día son).

Su irrespirable pensamiento resulta irrespirable, precisamente, por la falta de pensamiento; él lo sustituyó por contraseñas, consejas, consignas y frasecitas hechas de necesario entrecomillado. Es el natural resultado de viciar las voces en ecos, es decir, de copiar sincopadamente ascéticas ajenas más enjundiosas (jesuitas, teresianos y otros).

Siempre dijo que su torpe voluntad fue genuinamente arrobada, ¡oh!, por revelación aquella otoñal mañana de 1928, pero, en realidad, sigilosamente anduvo rectificando su propuesta, ¡hasta cuarenta años después (1968)!, para acompasarla, simulando premonición, a los tiempos que corrían; vamos, reescribiendo el mensaje divino supuestamente recibido (de vivir hoy diría que Dios se lo sopló ya entonces por e-mail y en PDF). En fin, entre tanto corta y pega, este arrollador mandatario acabó reduciendo lo Misterioso a un plan de vida milimétricamente ajetreado y habló de Dios y, pretenciosamente, por boca de Él, sin corte ni pegas.

Total, si acaso la tuvo, ese hombre perdió pronto la vergüenza que tan bien le hubiese venido para disimular sus inocultables defectos, y que a los demás nos hubiese ahorrado sufrir su vergonzoso estilo ascético a lo Barbara Cartlan.

En gran jurista y asceta sin par convirtieron sus hagiógrafos al autocomplaciente que gozosamente sufría vertiginosos altibajos y raptos de cólera que resolvía sentando, entre perdigoncitos de saliva, un nuevo criterio. Y si en el exabrupto se le escapaba un pedete, su gregaria corte con presteza lo guardaba en un coqueto fanal estanco para aumentar el insólito museo de pelos, uñas, mondas y demás santa bazofia que en su vida nos dejó. Sobra decir que lo de guardar el pedete es broma (naturalmente por la falta de los adelantos técnicos necesarios); lo otro, junto con trastos y objetos personales, rigurosamente cierto. Como santo fetichismo o santa idolatría podría él haberlo resuelto, pues con ese dócil adjetivo, santo, justificó todas sus injustificables actitudes: intransigencia, coacción, desvergüenza...

Sus seguidores eran individuos que, tristemente con frecuencia, exhibían una farmacia en su casillero correspondiente del aparador que guardaba las servilletas. Pero, ay, cuando el casillero se quedaba pequeño para tantos botes de psicofármacos, el Padre y los de Casa, devolvían a esos vegetales a su casa (de sus padres, decían) y a portes debidos. Entonces, por fin, para unos empezaba la vida… pero para otros se confirmaba la muerte. Y para el resto, los que se quedaban, el impasible olvido con la escueta forma de encomienda a fulanito o menganita.

También los había que, simplemente, tiraban por el retrete las pastillas, se bebían el vaso de agua, eructaban y se iban. Eran los afortunados.

Y ahí, y así, se quedaban los que se quedaban: cursis, tribales en sus afectos y triviales en su juicio. Pero, eso sí, im-pla-ca-ble-men-te eficaces, pues estar en posesión de la Verdad les ahorraba tiempo (tengamos en cuenta que se libraban de la enojosa tarea de pensar, que tanto retrasa).

Y lo sé porque fui uno de ellos. Numerario y de los afortunados (no digo afortunado por cofundador, sino por lo de antes), y en los defectos me temo que sigo siéndolo. Por eso procuro corregirme rodeándome de gente espontánea (para ellos serían personas sin cultivo ni cuidado; para mí, simplemente, sin prejuicios. Vamos, los demás).

Claro que no todo fue malo, no. Dos cosas le agradeceré de corazón y por vida a la opus de Escrivá (¿que el artículo determinante sea femenino singular es Satur©?): la santa intolerancia, que me permite escribir lo que ahora leéis, y la fragante colonia Atkinsons, lo más parecido al bonus odor Christi que allí olí durante, aunque fueran pocos, tantos años.

En la actualidad, amigos, vivo en el mundo donde nada está dispuesto de antemano, donde todo se habla a la llana, donde si un atardecer agrada se suspende todo y se contempla (si se está de vacaciones, lo admito)… Bueno, el caso es que quiero hacer un reconocimiento a mi condescendiente mujer, de la que aprendemos nuestra hija y yo, ¡y no sé cómo!

En fin, no quisiera despedirme sin dejaros una anécdota, aunque no sea memorable.

Siendo adscrito (con 15 años) e invitado por mi director espiritual (calculo que me doblaba la edad) a dormir en el centro aquella noche, se coló en mi dormitorio para hablarme de mortificación mientras se merodeaba bajo el pantalón de pijama, para al final, con entrecortada voz acompasada al repugnante frufrú que venía produciendo, decirme: “¡huy, pues no que me he empalmado!”. No supe cómo reaccionar, así que bostecé. Su lasciva mirada al punto se volvió aún más triste. Se levantó y, acomodándose el levantisco paquete, desapareció. Luego escuché el furioso e interminable chasquido de unas disciplinas. Si aquellos azotes sirvieron para reducir su crecida naturaleza o, conociendo al sicalíptico energúmeno, para mantenerla, es algo que ni entonces me importó. ¡Edificante, ¿verdad?!

Pero más triste que aquella mirada, sin respuesta desde toda la eternidad, fue que aquello no me escandalizara. Sí, la duda ya antes se había hecho sitio en mí por otras incoherencias menos violentas pero más desmoralizadoras.

En fin, ahora, ellos ya tienen su privilegiada (y rarita de entender) prelatura, su santo marqués y la Vida Eterna garantizada. Yo me conformo con haber recuperado mi vida. De la Eterna, creedme, prefiero no tener respuestas, pues el misterio que se desvela deja de serlo. ¿No tiene cada día su afán? Pues eso, todo se andará.

 

P. S.: Admiro a los que hacéis este sitio posible. Menos mal que, ¡gracias a Dios!, os fuisteis, pues de seguir allí la opus de Escrivá sería una verdadera enemiga.

 

Luxindex y Yo.









Este artículo proviene de Opuslibros
http://www.opuslibros.org/nuevaweb

La dirección de esta noticia es:
http://www.opuslibros.org/nuevaweb/modules.php?name=News&file=article&sid=8553