MI EXPERIENCIA COMO HIJO DE SUPERNUMERARIA DEL OPUS.- Fiko
Fecha Wednesday, 07 June 2006
Tema 078. Supernumerarios_as


La palabra “opus” la he escuchado desde que tengo memoria. Crecí viendo a la figura del “padre” como un gran santo, si bien aún ni se le beatificaba, ni mucho menos se le canonizaba (de hecho, hasta fui a la misa que con motivo de su muerte se celebró en su memoria en 1975); no obstante, en mi casa su presencia se sintió de mil maneras, desde las clásicas expresiones opuseístas como “encomendar” hasta su famosísima “foto de estudio” decorada con todo y aureola, visible en algún lugar de la casa. Y por supuesto, la imagen de la virgen en todas y cada una de las habitaciones, la bendición de los alimentos durante las comidas, el angelus al mediodía, y de ser posible, la visita al santísimo… y el santo rosario. Sólo nos faltó rezar las preces, y a la hora de levantarnos besar el suelo y decir ¡Serviam!-, previo a que transcurrieran los sesenta segundos del “minuto heroico”.

 

A mis hermanos y a mi se nos “adoctrinó” muy bien desde pequeños. Mi madre se encargó de transmitirnos a todos la doctrina opus como la única fuente correcta de doctrina católica que debíamos recibir. Este fue un trabajo que hizo ella sola, pues mi padre –quien nunca fue miembro (¡gracias a Dios!)- le delegó dichas funciones. Y ella lo hizo “tan bien”, que le pitamos dos de sus hijos...



Desde muy pequeños ella nos llevó a mis hermanos y a mí al Club Kamuk –en San José de Costa Rica- (y a las mujeres, al Club Yokó). No obstante, siempre tuvo que soportar los reclamos que le poníamos alegando nuestro derecho a no querer  ir  al Club, mas nunca nos hizo caso e igual nos llevó, gustásenos o no (¡qué mala filosofía!, ¿no creen? – supongo que lo hacía por instrucciones de su directora). No obstante, ya estando uno ahí no se pasaba tan mal. El Club tenía lo suyo. Había cursos de fotografía, de cohetes, de montañismo, y además por las tardes (después del Círculo, por supuesto) se armaba un partido de fútbol con otro montón de chiquillos, muchos de ellos, hijos de supernumerarios/as que también asistían a los cursos de “formación” semanales, y con quienes también jugábamos “juegos de hombres” como “Madre” y “Spyro”. En fin, no se pasaba tan mal. Lo que costaba era “dar el paso” … e ir (aparte de que llevarle la contraria a mi madre era parte del encanto).

 

En el Club había algunos muchachos, mayores que nosotros, que se vestían muy raro. Siempre andaban con la camisa abotonada hasta casi arriba (parecía que se iban a ahorcar), con dos o tres lapiceros en el bolsillo, usaban pantalones de vestir en vez de jeans, y los usaban más cortos de lo normal. Se les veía “diferentes”; eran lo que hoy día llamaríamos “nerds”. No obstante, eran simpáticos –nerds- pero simpáticos. Eran los “numerarios”. Estos muchachos siempre trataban de acercársenos, aunque ni su atuendo ni su forma de hablar eran un buen anzuelo. No iban a la moda, y además hablaban raro, utilizaban terminologías y modismos verbales que chicos de nuestra edad jamás usábamos, lo cual automáticamente los convertía en “raros”. Jamás lanzaban chistes pasados de tono, y si alguien contaba uno, inmediatamente se escuchaba un barullo generalizado mediante el que se le enviaba un mensaje especial al “narrador” de que ese tipo de chiste no era aceptable en el Club.

 

Por otra parte, el tema de la pureza siempre estaba a la orden del día. Y obviamente, allí no había mujeres, lo cual hacía todo aún más raro, pues muchos de los que asistíamos estudiábamos en escuelas o colegios mixtos, y la ausencia de mujeres se nos hacía algo extraña. Y, por supuesto, ese “faltante” hacía que fuese menos interesante ir al Club. No obstante, mis hermanos y yo asistimos al Kamuk con asiduidad durante nuestros años de infancia.

 

Ya luego, durante la adolescencia, a mi madre se le hizo más difícil manejar a sus hijos varones, y aunque nos seguía llevando (siempre a nuestro disgusto), ya nosotros podíamos “escaparnos” (pues ya teníamos “bicis”) e irnos a casa de algún amigo o amiga de por ahí, o simplemente regresarnos a nuestra casa o a la de alguno de nuestros primos.

 

No obstante, aunque no quisiéramos ir o nos escapáramos de los “medios de formación” del Club, ya las enseñanzas que allí nos habían inculcado y las que mi madre se había empeñado en transmitirnos, habían calado hondo en nuestras mentes. Ya para ese entonces, como hijos de supernumerarios, teníamos mucho mejor doctrina que cualquier hijo/a de “cristiano corriente”. Ya formábamos parte de la “élite de la santa intransigencia”. Recuerdo con apenas 15 ó 16 años haber discutido con mi profesor de religión del Colegio sobre temas de fe y de moral con mucho mejor criterio que el de cualquiera de mis compañeros y compañeras, y hasta quizás del suyo propio. Y peor que esto, recuerdo perfectamente como ya desde ese entonces podía hacer claros distingos entre gente con “buena” o “mala” formación, y a aquellos encasillados como los de “mala”, había que tenerles lástima y rezar por ellos, pues “no eran tan afortunados como nosotros”, los de “la élite”.

 

En varias ocasiones acompañé a mi madre a dejar o a recoger a mis hermanas y primas al Club Yokó, y recuerdo siempre haber querido entrar para ver qué había allí adentro. Como era prohibido que un hombre entrara, siempre tuve un cierto morbo por cruzar el “sanctum sanctuorum”. Y alguna vez lo hice, ayudándole a mi madre a llevar un queque o algún bolso pesado, y recuerdo haber siempre visto un montón de niñas -quienes asistían a clases de cocina o de manualidades-, y quienes apenas me veían se callaban y se sorprendían porque allí había un hombre, como si fuese algo malo, o prohibido, algo inusual …, así que inmediatamente tras cumplir mi encargo salía y me metía al carro a esperar a que mi madre terminara de hacer lo que tuviera que hacer y regresara, para irnos. Era muy desconcertante  esa sensación, pues por una parte, siempre que hablaba con mujeres (hermanas, primas o compañeras de escuela o colegio) lo hacía normalmente, sin ninguna clase de morbo, pero con las del Yokó jamás, pues había que guardar la distancia. ¡Era tan raro…!

 

Todo ese tipo de situaciones extrañas eran las que hacían muy poco apetecible querer ir al Kamuk, o en el caso de ellas, al Yokó. Todo era muy raro. Y por eso, entre más grandes nos hacíamos, menos agradable nos resultaba la idea de querer ir por allí. Además, ya las reuniones o fiestas donde amigas competían –y le ganaban- al Kamuk. Y mi madre perdió la batalla. No obstante, seguía inyectándonos su doctrina cada vez que podía, aunque fuese a nuestro disgusto. ¡Bastante empeñada la señora, eso no se lo podemos negar! Claro, hoy día entiendo que lo hacía siguiendo claras directrices de su Directora (¡obvvviamente!).

 

Esas conversaciones que tenía con nosotros sobre temas de fe y de moral las hacía en forma individual. Nunca nos habló a todos juntos; de así haber sido, hubiésemos sido todos contra ella, lo cual no era su idea, por lo que prefería hacerlo individualmente, con cada uno en el momento que ella consideraba más oportuno. Era como asistir a la “dirección espiritual”, pero con la mamá. Ella nos hablaba sobre un tema en particular, o simplemente nos pedía que la acompañásemos mientras hacía su “lectura” -la que por supuesto hacía en voz alta, y claro- duraba más de los 15 minutos reglamentarios. ¡Tenía qué aprovechar! Y después, si encontraba “buen ambiente” y no nos le escapábamos al televisor o a jugar con los amigos del barrio, conversábamos o discutíamos un poco más sobre el tema de la lectura o bien sobre algún otro tema en particular. El de la “pureza” era inevitable: nunca faltaba (y era muy incómodo hablar de esas cosas con ella…).

 

No es de extrañar que ese excelente “arado de tierra” preparado por ella durante nuestra juventud “rindiese sus frutos” en algunos de sus hijos. Yo, le pité y otro más lo hizo, y los demás igualmente chuparon y nutrieron la doctrina opus,  y todos la hicimos parte de nuestras vidas. Se cumplió muy bien la intención del fundador de tener su “semillero de vocaciones” entre los hijos de supernumerarios/as. Funcionó. (Y funciona).

 

En mi caso nadie tuvo que “trabajarme” mucho. Yo pité solito cuando tenía 21 años. Así que le atribuyo la labor “de apostolado de amistad y confidencia” a mi madre y no a ninguno de los numerarios que me cayeron encima como buitres cuando –muchos años después- acepté una invitación a un curso de orientación profesional ya no en el Kamuk, sino ahora, en el “club” de los “grandes”… el Centro Estudiantil Miravalles, que fue donde pité apenas dos años después de haber puesto un pie en el lugar (después de toda una adolescencia relativamente alejada del opus). Por eso –insisto- no le atribuyo mi “vocación” a ninguno de los numerarios de ahí, sino a mi madre, pues gracias a su empeño y dedicación, y a sus mil y un intentos –aún a nuestro disgusto- y con su lema de “persevera y vencerás”, logró que dos de sus hijos pidiésemos la admisión. Y ahí continuó, profundizó y ahondó el “opus-coco-wash”.

 

Es esa la forma como trabajan en el opus. Arando terreno con los hijos e hijas de supernumerarios. Y hoy en día el trabajo se les hace aún más fácil, pues –aparte del trabajo constante que hacen los padres, hoy cuentan con las escuelas del opus, que no existían en aquel entonces. Hoy día, los hijos de supernumerarios la tienen aún más difícil, pues aparte de que nutren opus desde el vientre, no tienen escapatoria, pues tienen que asistir además a las escuelas del opus, y de seguro (“al que no quiere caldo, dos tazas”), ir con regularidad también a los clubes. En otras palabras, desayunan, meriendan, almuerzan y cenan opus (por lo que no es de extrañar las diarreas mentales que más de uno puede llegar a desarrollar).

 

Mientras un hijo/a de supernumerario/a esté ligado a “la Matriz” del opus, y por ende  esté de acuerdo –o al menos no en contra- con las enseñanzas del opus en materia de doctrina, fe y de moral, la relación que lleve con sus padres le será fácil. Pero si alguno se atreve a tener “criterio propio” y a discutir, cuestionar, o lo que es peor, oponerse y/o juzgar la doctrina de Escrivá, automáticamente la relación con sus padres se le pondrá difícil. Pasará de ser el hijo bueno y amoroso, a ser el hijo problemático, el hijo rebelde (“la oveja negra de la familia”).

 

El condicionamiento intelectual del adoctrinamiento es tan fuerte, que le es muy difícil a los padres poderse comunicar con este hijo/a que no piensa como ellos. Y –como es de esperar- si la comunicación con sus padres no es buena, este hijo/a se rebelará contra ellos, y allí comenzarán los problemas. Esta rebelión  (que no es ni más ni menos que un reclamo del hijo/a pidiendo que se le acepte y se le quiera tal como es, y no como se espera que sea) puede llevar a situaciones muy poco deseadas tanto para él como para ellos. Y –desgraciadamente- estas situaciones giran como un círculo vicioso:  entre más se opone el hijo, más fuerte es la contrafuerza que le hacen sus padres de no complacer “los caprichos” del rebelde (del malcriado). Y dependiendo de la gravedad del tema, la lucha puede incluso llegar hasta a convertirse en un reto o un duelo, en el que la incomprensión de los unos, puede llegar hasta la descompensación emocional (y/o psíquica) del otro/a.

 

Y este círculo vicioso proviene –en gran parte- de la incapacidad que tienen los padres  (“incapacidad” impuesta por sus mismos directores) de no poder aceptar las ideas de sus hijos y por ende de no poder ceder (“no deben ceder”, les insisten e instruyen sus directores, y se les recuerda muy enfáticamente que deben mantenerse firmes en su posición, pues de lo contrario estarían “poniendo en peligro el alma –la salvación- de su hijo/a” –y/o- ¡la suya propia!), y si la situación no llegase a resolverse y el “pulso” continuase entre ambas partes hasta llegar casi al absurdo-, su posición como “hijos de Dios y como miembros del Opus Dei” debe ser la de escoger por “la Fe” antes que por sus propios hijos, siendo que la razón de su existencia –o sea, su vocación al opus dei- es la de “salvar almas”, función que está aún por encima de la de “ser padres”. Esto no es ni más ni menos que la repetición del mismísimo “sacrificio de Abraham”.

 

Y es que probablemente los padres piensan que el hijo  tarde o temprano tendrá que recapacitar y dejar de pelear o discutir, pues consideran que lo que “el malcriado” discute hoy no es más que un simple “capricho de adolescente”, y que hoy día está haciendo rabietas por una simple idea o una creencia,  al igual que años atrás lo hacía por un juguete. No obstante, el problema se genera cuando esta idea o creencia es parte firme de la forma de ser del hijo, y sus padres no lo pueden entender (ni nunca lo harán en tanto sigan conectados a “La matriz”).

 

Y mientras ellos consideran que el problema no es más que un capricho y una testarudez del hijo y que tarde o temprano “se le pasará”, éste más bien se adentrará y adentrará en una depresión de la que difícilmente podrá salir –causada por el rechazo  de sus padres- que muy probablemente le marcará y dejará huellas profundas. (Piénsese en los casos de: a) el hijo/a que no acepta la posibilidad de no poder concebir “tradicionalmente” y desea recurrir a la “fertilización in vitro”; b) el hijo/a cuyo matrimonio fracasó por culpa del otro cónyuge y desea rehacer su vida con alguien más; c) el caso del hijo/a cuya orientación sexual le ha llevado a enamorarse de una persona de su mismo sexo; d) el caso del hijo/a que no desea concebir al hijo que por error concibió). Cualquiera de estas situaciones será “rechazada ad portas” por sus padres, cuando los hijos busquen su comprensión y su apoyo, y serán inamovibles en sus tesis, independientemente de que sea la felicidad de su hijo la que esté en juego, o de la buena relación que con ellos haya tenido hasta la fecha. Todo lo construido hasta entonces, se caerá como un castillo de naipes.

 

Y a estos extremos llega la manipulación de las conciencias que los directores numerarios inculcan en las conciencias de los padres de familia supernumerarios/as en su dirección espiritual semanal, sin importarles un bledo el dolor emocional que tanto los padres como los hijos pueden sufrir durante esta fuertísima y moralmente violentísima batalla campal, en la que –normalmente- la parte perdidosa resulta ser el hijo o la hija rebelde, quien termina por renunciar a su reclamo de amor y de atención, y a pensar –equivocadamente o no- que  simplemente sus padres “no le quieren”, o que el amor incondicional que creyó tener en ellos, no ha sido más que una farsa. Y este hijo/a rebelde termina o en problemas de drogas o de alcohol (que no es ni más ni menos que su insistencia reclamando amor y atención, acompañado ahora de una clarísima venganza, de la que él mismo será su auto-víctima), o en trastornos psico-mentales como la anorexia o la bulimia, o bien desarrollando una sexualidad desenfrenada e irresponsable, en la que termina embarazando a una adolescente –o siendo más bien ella la embarazada-, o peor aún, una víctima más del virus de inmunodeficiencia adquirida (SIDA), o –en el peor de los casos- simplemente quitándose la vida, toda vez que “dejar de vivir” es la forma más sencilla de “dejar de sufrir”. Pero estas posibilidades sus padres jamás las han analizado, y mucho menos previsto. Y cuando suceden, en caso de que sucedan, simplemente las justificarán como un acto del “demonio” que se apoderó de su hijo/a por haberse separado éste/a tanto de Dios y de la iglesia (y del opus, por supuesto). Esta explicación es más fácil de tragar que simplemente aceptar su incapacidad para tolerar ideas o actos a los que ellos –por su ceguera mental- estuvieron absolutamente imposibilitados de aceptar.

 

Y esta es la realidad de muchos de los hijos de familia de supernumerarios/as del opus dei (y no la de aquella propaganda barata de ser hijos de “familias numerosas y alegres”). Muchos de los hijos se convierten en profesionales exitosos, tienen sus propias familias y le inculcan a sus hijos las mismas creencias que recibieron de sus padres, o bien, “transan al opus” simplemente por complacer a sus padres. Pero la carga más fuerte la lleva el hijo rebelde, aquél que “osó” oponérsele a la “santa intransigencia”, aquél que no quiso ser parte del rebaño y optó por “desconectarse de la matriz” y tener su propio criterio y sus propias creencias, aquél que simplemente no quiso tragarse el cuento y no aceptó la fuerza impositiva de la “santa coacción”.  Este hijo o hija, dependiendo de la edad que tenga y de su propio nivel de autoestima, podrá salir adelante en su vida y llegar a aceptar que sus padres no fueron más que dos seres humanos llenos de limitaciones, la mayoría de ellos impuestas por una institución que creyó que su filosofía era la única capaz de proclamar la ciega y santa verdad, y la única –por gracia divina- transmisora de las enseñanzas del mismísimo Jesucristo.

 

Pero no siempre este hijo/a tiene esta suerte. Y hay muchos casos en Costa Rica, y en todo el mundo,  de estos hijos rebeldes, quienes siendo hoy día adultos, siguen sufriendo el abandono y el apoyo moral de sus padres supernumerarios, que simplemente “no pueden” cambiar su manera de pensar, porque eso implicaría traicionar a Dios, y ellos, como “soldados de Jesucristo” que son, llamados por Dios a ser la “sal de la tierra y luz del mundo”, no pueden “transigir ante el error”, no pudiendo siquiera encender la luz de sus propios hogares. ¡Qué ironía! Y se atreven a profesar que “la caridad comienza por casa”.

 

Es una situación muy confusa. Por una parte, aman a sus hijos con todo su corazón, y probablemente al rebelde más que a ninguno, porque es “el hijo problema”, pero no pueden hacer lo que él quiere. Y éste, siendo ya un adulto con graves problemas emocionales, muy probablemente no podrá “triunfar” en su matrimonio, pues aunque desde pequeño escuchó hasta memorizar aquello de “siembra amor, donde no hay amor y hallarás amor”, no podrá ponerlo jamás en práctica, pues el único amor incondicional que creyó conocer de pequeño, resultó no serlo. Sus padres eligieron a Dios, y le negaron a él. Así que, si los dos únicos seres del planeta que se suponía debían amarlo incondicionalmente, no pudieron hacerlo, ¿quién podrá? De seguro será un hombre o una mujer discapacitado/a para amar o para recibir amor,  salvo que la vida le lleve por caminos menos duros y tope con la suerte de encontrarse en el camino con un ángel que le enseñe a amar, o de que durante su vida haya desarrollado –y permeado- una manera de pensar y de sentir ajena a la que recibió de pequeño. Pero esto último le será muy difícil, pues por haber nutrido la doctrina opus desde muy joven, muy probablemente este hijo/a será siempre una persona emocionalmente perturbada. Y todo, gracias a la “santa intransigencia”.

 

Ser hijo de supernumerario/a tiene sus cosas buenas, pero también tiene otras no tan buenas. Para un hijo de supernumerario/a, sus padres nunca serán “padres normales”, y si él se rebela, no sabe lo que le espera. Es muy posible que crea que como padres, el amor por él/ella derribará montañas y que cualquier cosa que haga, será aceptado por ellos. Pero no es así. Los hijos de padres supernumerarios no tienen padres normales, pues sus padres no actúan por si mismos, no piensan por si mismos, sino que son marionetas de la doctrina opuseística. Sus padres están conectados a una red, a “La Matriz” del Opus, y por ende, en materia de doctrina, de fe y de moral nunca podrán pensar por si mismos. Así que aquel hijo o hija de supernumerarios del opus dei que tenga criterio propio y esté de acuerdo con el aborto, el divorcio, los anticonceptivos o la homosexualidad,  nunca podrá discutir estos temas en familia sin entrar en una fuerte discusión, en la que aparte de reprendido, será juzgado, pues sus padres en vez de ser simplemente padres, son –antes que eso- “censores morales”. Y ya con sólo esto habrá una distancia muy grande entre ambos, y quizás la mejor de las decisiones será no tratar estos temas con ellos, a fin de evitarse o evitarles problemas o disgustos innecesarios. Tener padres del opus dei y ser “hijo rebelde”, es igual a tener padres robotizados, y a ser hijo actor o hija actriz. Si se quieren llevar bien, que cada quien “actúe” de la mejor manera posible para evitarle un disgusto al otro, o bien téngalo, pero no espere tener armonía si quiere ser él/ella mismo/a. Ese es el precio de desconectarse de La Matriz. Y puede ser que las famosas “familias numerosas y alegres” del opus dei sí existan, en tanto todos y cada uno de sus miembros estén fielmente conectados a La Matriz, pero si uno de ellos se desconecta, seguirán siendo numerosas, pero no alegres. Así de sencillo. Amén.

 

Fiko







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