Mi primera tertulia con Escrivá. Cap. III de 'Apuntes para una historia...'.- It
Fecha Friday, 02 December 2005
Tema 010. Testimonios


1962.

Yo ya era de la Obra y acababa de hacer un curso anual de vocaciones recientes en Madrid. En agosto. Me enteré de que era posible que Escrivá fuera a Pamplona en septiembre, y me las arreglé para convencer a mi madre de la necesidad de estar en Pamplona en este mes. Mi primer encuentro con Escrivá en 1960 no había resultado demasiado positivo y sentía la necesidad de escucharle desde una nueva óptica.

Vino a Goimendi –el colegio mayor donde yo estaba- a mediados de septiembre. Eramos unas 20-25 numerarias. Entró en la sala de estar acompañado de Alvaro y de un chico joven vestido con un traje de color castaño que, a todas luces, le quedaba demasiado estrecho, sobre todo por detrás: le marcaba un “pompis”...

Escrivá se apresuró a calmar nuestra sorpresa:

-“Hijas mías, no os preocupéis, es don Javier: viene vestido de seglar para no llamar la atención.”

(Según nos dijeron después, Escrivá venía de Francia; pues bueno, ¿qué importaba si en el coche iban dos o más curas, teniendo en cuenta que el vehículo tenía los cristales tintados y cortinillas? -Lo comprobé a la salida-).

Javier, tal como lo conocí en aquella ocasión, tenía una cara aniñada, dulce, pelo moreno rizado, formas un poco feminoides. Años después, visitando el Museo Diocesano de Valladolid, encontré una talla de Martínez Montañés que representaba a san Gabriel y le dije a Jordi: “Mira, se parece a Javier Echevarría...” No sé si la conocéis. Alvaro, postura habitual, miraba a Escrivá con una sonrisa idéntica a la de las korai griegas y, de vez en cuando, le decía algo a la oreja. Javier estaba hierático, como la esfinge de Gizeh: miraba al infinito.

No os puedo transmitir las palabras de Escrivá en aquella tertulia; como siempre decía lo mismo (que estéis alegres, que durmáis bien, que hagáis apostolado) me es imposible determinar qué frases concretas dijo en determinada ocasión: fueron éstas o similares.

Salí tras él al acabar la tertulia; al llegar al vestíbulo, se acercó a una de las pilastras que tenía los ángulos protegidos con una cantonera de madera, tiró de una de ellas hasta desprenderla y dijo a la directora de la casa: “no sirve; cámbiala”. Al día siguiente estaban los operarios quitando las cantoneras, of course.

A la puerta estaba un numerario –el chófer del Padre-: delgado, de cara angulosa, con un chaleco de lana de color gris jaspeado. Un numerario –carrera universitaria, vocación de poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas- haciendo de chófer: me pareció una paradoja.

Días después corrió por Pamplona que Escrivá había comido en “las Pocholas”; inmediatamente nos transmitieron la versión oficial: había comido en “las Pocholas”, pero sólo una tortilla francesa. Mi espíritu catalán se rebeló, por dos motivos:

1. Si sólo quieres una tortilla francesa no vas a “las Pocholas”, que es un restaurante carísimo; te la comes en Aralar, que la administración te la hará buenísima.

2. Era un desaire, en grado superlativo, ir a un restaurante de lo mejorcito –lo que diríamos ahora un tres estrellas Michelín- y pedir sólo una tortilla francesa; es como decirles que su cocina no está a tu altura.

Como entonces tenía un buen espíritu como la copa de un pino, concluí lógicamente que la versión oficial era una “excusatio non petita” para que los numerarios de a pie no pensáramos que Escrivá iba de banquete en banquete; y me pareció tonto, porque ¿qué de malo había en ir a un buen restaurante si te invitaban? ¿No éramos laicos normales? Años después, tras leer los testimonios “culinarios” de María Angustias Moreno y de Carmen Tapia, y de conocer de primera mano algunos sucesos –en su primer viaje a América del Sur a Escrivá le enviaban melones españoles por avión- comprendí el porqué de aquella piadosa explicación.

Bueno, espero que continuará.

Anna

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