Yo estuve allí (apuntes para una historia no autorizada).- Itaca
Fecha Friday, 18 November 2005
Tema 010. Testimonios


Hay una frase de Escrivá que escuché repetidas veces durante mi estancia en la Obra y que me viene a la cabeza cuando leo alguna de las ya numerosas biografías oficiales publicadas: “Dios os pedirá cuentas, porque habéis conocido al Fundador”.

Alejada de la Obra desde hace ya una eternidad de años (quisiera incluso que fueran más) y clausurados mis recuerdos sobre ella en el cajón del tranquilo olvido, hay, sin embargo, momentos en que esta frase me viene a la cabeza y pienso que sí, que efectivamente, tengo una cierta obligación moral de explicar a aquellos que no lo conocieron mis experiencias y mis recuerdos. Evidentemente, experiencias y recuerdos subjetivos, personales, que tienen tan sólo el valor del testimonio y la fuerza de la proximidad a los hechos.

Os leo a muchos de vosotros y me digo “¡pero si ni habían nacido cuando yo dejé la Obra!” Lo que para vosotros ha sido historia contada para mí es historia vivida; quizá pueda aportar algo a vuestros conocimientos que os sea de utilidad. No esperéis grandes revelaciones, ya he dicho que fui una numeria “simpliciter” y que mi curriculum dentro de la Institución fue de muy bajo nivel. Pero me tocaron unos años interesantes, los años finales de la vida de Escrivá , y pasaron muchas cosas en esos años. Voy a intentar contaros cómo los viví.

Capítulo !: Cómo conocí a Escrivá

Yo quería estudiar Periodismo, en Barcelona habían cerrado la Escuela y un sacerdote de mi parroquia, agregado (por supuesto, yo no lo sabía), me habló de la universidad de Navarra: allí podía estudiar, al mismo tiempo, Periodismo y Filosofía y Letras, porque unas clases eran por la mañana y las otras por la tarde. Me ponderó su ambiente intelectual, que al ser una universidad pequeña los catedráticos estaban muy asequibles... Bueno, pues cogí los bártulos y me fui a Pamplona.

Llegué un 4 de octubre por la tarde; hacía un frío pelón. Me esperaba una chica en la estación y me llevó a Goroabe, en la plaza Conde de Rodezno, creo que 4 y 6. La residencia eran tres pisos, dos arriba y uno abajo, pequeña: quizá seríamos unas veinte residentes. Compartía la habitación con una catalana que iba a estudiar Medicina (Nuria) y con una valenciana (Araceli) que ya tenía cursado un año de Filosofía y Letras. Nuestro cuarto era el antiguo office de la casa, y habían cubierto las paredes alicatadas con tela de arpillera; quedaba original. Teníamos dos camas normales y una plegable: cuando ésta se abría por la noche, casi no podíamos pasar. Nuria había traído una caja con un esqueleto entero, de verdad, nada de plástico, y lo guardábamos debajo de la cama: le llamábamos Pepe. Araceli llegaba bien provista de comestibles (nescafé, mermeladas, galletas..) y ya imaginábamos unas buenas timbas nocturnas. Las encargadas de la casa –nos dijeron que eran numerarias- sonreían todo el día con sonrisa “Profident” y eran amables. Por las noches desaparecían no sabíamos en dónde, porque ellas no tenían habitación propia. Todo era como casi normal, pero sin serlo del todo, había algo indefinible que no acababa de encajar. Yo no sabía nada de nada del Opus, excepto que tenían un libro que se llamaba Camino y que a mí no me gustaba: demasiadas exclamaciones, demasiados puntos suspensivos, demasiados entrecomillados y, entre toda esta maraña, frases de perogrullo que lo mismo servían para un barrido que para un fregado. En el colegio habíamos jugado con él a charadas, decías un número y te leían el texto entre risas. Era como el horóscopo de las revistas.

Bueno, al cabo de unos quince días, las numerarias de la casa entran en un estado de euforia indescriptible y nos comentan:

—¡Viene el Padre!
—¿El Padre? Y ¿quién es ése?
—¡¡El Padre!! El autor de Camino, el fundador del Opus Dei
—¡Ah! ¿Y a qué viene?
—Viene a decirnos que ya somos universidad, que el Estado nos ha reconocido, y a poner la primera piedra del futuro edificio central de la Ciudad Universitaria.
—¿Y ya no nos examinaremos en Zaragoza? Pues estupendo.

El Padre iba a celebrar una misa en la catedral de Pamplona. Todas se pusieron de punta en blanco, como si fueran de boda.

—¿Queréis venir?
—Si es una misa pública, vale.

A mí me picaba la curiosidad saber quién era aquel mossén y por qué suscitaba tanta expectación; como buena periodista en ciernes quería estar en la noticia y conocerla de primera mano; ya sabéis, eso del qué, quien, cuánto, cómo, dónde, cuándo y porqué.

La catedral de Pamplona estaba llena, pero no a rebosar. Salió un sacerdote no muy alto, de cara redonda, mofletes caídos, pelo lacio, con una guedeja que le caía sobre la frente, y unas gafas de gruesa montura negra. Creo recordar que la casulla era verde. Empezó a decir la misa inclinándose mucho sobre el altar, casi lo tocaba con la cabeza. Daba la impresión de que tenía reumatismo, pobre hombre. Después del evangelio, comenzó la homilia. Gran sorpresa, tenía un acento aragonés de lo más cerrado, vamos, como un catalán de l’Empordà , y recalcaba mucho las frases, con mucha entonación. No recuerdo nada de lo que dijo, sí recuerdo que lo que dijo me pareció muy flojo y de poca altura oratoria: un sermón de pueblo. Explico: los directores espirituales de mi colegio eran jesuitas, muy cultos, sus sermones estaban bien estructurados, eran claros y se ceñian a un tema; el sermón de Escrivá era otra cosa, no conseguí ni aclarar el hilo conductor, eran frases sueltas un poco a modo de arenga. Confuso y difuso, fue mi definición. Me decepcionó: ¿eso era el fundador del Opus Dei?

Al acabar la misa, corrió la voz de que Escrivá se reuniría con los asistentes en el claustro, y allí me dirigí, a ver si observaba otro aspecto más positivo del personaje. Fueron unos breves minutos, tampoco dijo nada interesante, creo que habló de que durmieran y comieran bien y dijo que les iba a dar la bendición. Todos de rodillas, menos yo, que jamás me había arrodillado ante un sacerdote. —¡Pero qué gente más rara! —pensé para mis adentros.

Afuera el día era gris, hacía frío y estaba lloviendo. Pero dijeron que Escrivá iba a poner la primera piedra en unos terrenos cerca del Hospital Provincial de Pamplona y ¡hala! A coger la Villavesa y para allí (la profesión de periodista me estaba resultando un poco dura, pero la noticia es la noticia y no la puedes dejar pasar). Siguiendo a la gente, atravesé unos campos embarrados –eran campos de cultivo de cereal- hasta llegar ante una plataforma de madera bastante precaria que sostenía una piedra cuadrada. Creo que estaba también presente alguna autoridad de Pamplona, quizá el presidente de la Diputación Foral. Fue un acto rápido, breves parlamentos y la piedra al hoyo.

Más barro en los zapatos, nuevamente la Villavesa y a la residencia, que tenía calefacción central y te quitaba el frío en 10 minutos.

—¿Qué te ha parecido? —me preguntó una de las encargadas.
—Pues chica, no sé (quise ser amable), desde donde estaba no escuchaba bien.
—¿Y el Padre?
—Estaba de espaldas y lo he visto poco.

Creo que en este momento decidieron que yo no servía para la Obra.

(Continuará)

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