Cont. PARTE I: el origen del problema (de 'La conciencia y la Obra').- E.B.E.
Fecha Monday, 12 September 2005
Tema 090. Espiritualidad y ascética


La conciencia y la Obra

PARTE I: el origen del problema 

Los Evangelios y la Tradición

A veces la identificación entre la Obra y Dios es explícita pero otras no: es lo que dice Ivan cuando habla de la asociación inconsciente. La Obra se identifica con Dios y luego todo lo que sea propio de Dios lo será de la Obra, sin necesidad de hacerlo explícito. Esta es la lógica con la cual están escritos los tomos de Meditaciones.  

Toda la teología católica que allí pueda aparecer, las citas de San Agustín, la de tantos Padres de la Iglesia, etc., están desarrolladas en torno a la Obra como eje teológico, como si la Obra fuera la expresión más genuina del cristianismo, y por lo tanto, destinataria de la elaboración teológica de todos esos pensadores cristianos.

Se trata de reforzar la obediencia, por ejemplo, con citas de los Padres de la Iglesia:

«Sin ningún cuidado nos hemos de confiar a quienes recibieron del Señor la misión de guiarnos hacia la santidad» [cita de S. Juan Clímaco]

 

(…) Por eso procuramos identificar nuestra voluntad con las indicaciones de los Directores, poner toda la inteligencia para entender lo que mandan y para hacerlo del mejor modo posible. Y comprendemos con claridad que [texto oficial o de los directores]

 

«no hay nada que pueda dañar tanto y deshacer a la Iglesia de Dios, nada que pueda perjudicarla tan fácilmente, como el que los discípulos no estén unidos con gran empeño a sus maestros» [cita de S. Juan Crisóstomo]

(en Meditaciones, IV, pág. 643) 

Este tipo de construcción de justificaciones hace que la palabra que desciende de la cadena de mandos (en la Obra) tenga un peso extremadamente considerable al apoyarse en la Tradición de la Iglesia, como si ésta alentara a obedecer y seguir el magisterio infalible de Escrivá...



A su vez, la peculiar “dirección espiritual” que se imparte en la Obra tiene como fin, para cada miembro, «identificar su espíritu con el de la Obra y mejorar sus actividades apostólicas» (Catecismo, 5a ed., n. 276, citado en Meditaciones III, 359).  

No es la santidad o el bienestar espiritual del interesado sino un doble objetivo exclusivamente beneficioso para la Obra: obediencia y proselitismo.

Hasta los Evangelios tienen una lectura que es propia de la Obra: o sea, la Obra acude a los Evangelios para fundamentarse a sí misma, a tal punto que podría hablarse de «el Evangelio según Escrivá», compilación de los diversos fragmentos de la vida de Jesús con sus propias interpretaciones internas adecuadas para ilustrar y argumentar a favor de la Obra. No es la Obra la que gira en torno al Evangelio: es al revés. 

El «omnia in bonum» de San Pablo, en la Obra se convierte en el «omnia in bonum de nuestro Padre» y a partir de allí el primero se vuelve arcaico y el segundo pasa a ser el vigente. «Omnia in bonum» se convierte en una «marca registrada» a nombre del fundador y así tantas otras frases de las Sagradas Escrituras.

Tomemos el caso del texto sobre “la Barca” de la “Meditación Vivir para la Gloria de Dios” (Meditaciones IV, pág. 84 y ss.), donde el fundador utiliza el relato evangélico para construir «su propia parábola» y así darle a la barca de la Obra el fundamento que tiene la Barca de Pedro.

«Y vio Jesús dos barcas a la orilla del lago, cuyos pescadores habían bajado, y estaban lavando las redes. Subió Jesús a una, que era de Simón, y le pidió la desviase un poco de la orilla; se sentó dentro y predicaba desde la barca al numeroso gentío» (Lc. V, 2-3)

 

«Hijos, hemos subido a la barca de Pedro con Cristo, a esta barca de la Iglesia, que tiene una apariencia frágil y desvencijada, pero que ninguna tormenta puede hacer naufragar. Y en la barca de Pedro, tú y yo hemos de pensar despacio, despacio: Señor, ¿a qué he venido yo a esta barca? Esta pregunta tiene un contenido particular para ti, desde el momento en que has subido a la barca, a esta barca del Opus Dei, porque te dio la gana...»

 

«...si te sales de la barca, caerás entre las olas del mar, irás a la muerte, perecerás anegado en el océano, y dejarás de estar con Cristo...»

 

«Hijo mío, ya te has persuadido, con esta parábola, de que si quieres tener vida, y vida eterna, y honor eterno; si quieres la felicidad eterna, no puedes salir de la barca, y debes prescindir en muchos casos de tu fin personal. Yo no tengo otro fin que el corporativo: la obediencia» 

¿Será finalmente ésta una declaración espontánea e indudable de que el fin corporativo de la Obra no es el amor a Dios sino «la obediencia al Prelado»?

Especial interés tiene para la Obra la parábola de la higuera estéril. Impresiona cómo Escrivá hace una interpretación utilitarista y unívoca para fundamentar el proselitismo coactivo:

«no hay excusas para dejar de dar fruto» (Meditaciones VI, nro. 550).

«ninguno de mis hijos puede estar tranquilo, si no trae cada año cuatro o cinco vocaciones que sean fieles» (Meditaciones IV, nro. 381).

Coacción que no sólo sufren los de afuera (de la Obra) sino también las últimas líneas de la cadena de mandos: cada uno puede recordar las presiones que sufría para traer gente a la meditación, a un curso de retiro o a la actividad que fuera.

Y siempre el argumento era el mismo, en última instancia: está en juego tu salvación eterna, ya que «todo sarmiento que no dé fruto será cortado». Para reforzar aún más su argumento, el texto de Meditaciones cita al Profesa Isaías:

«El Señor ha plantado la semilla de nuestra vocación personal, como la viña de que habla el profeta Isaías [texto oficial o de los directores].

 

¿Qué cosa podría yo haber hecho de mi viña, que no hiciera? ¿Cómo, esperando que me diese uvas, dio agrazones? Voy a deciros ahora lo que haré de mi viña. Destruiré su albarrada, y será ramoneada. Derribaré su cerca, y será hollada. Quedará desierta, no será podada ni cavada, crecerán en ella los cardos y las zarzas» [texto de Isaías]

(Meditaciones VI, págs. 492-493) 

Es hacer apostolado (para obtener frutos) con un revolver apuntando a la conciencia de uno. Los directores tienen la noble misión de apuntar y persuadir. Se trata de una presión muy bien argumentada, que se dirige directamente a la conciencia para obtener metas de gobierno.

Es decir, obtener un resultado externo a la persona que se presiona, por eso su santidad personal no es la prioridad. La persona aquí es un medio. 

Lo único que a la Obra le interesa es obtener frutos apostólicos. Los frutos de santidad personal no están en la mira de los directores, salvo si se convierten en números de vocaciones.

Las principales amenazas de Escrivá se dirigen siempre contra la desobediencia, la falta de frutos apostólicos y la posibilidad de abandonar la Obra. Sus palabras más duras –sus maldiciones más amargas- no van contra las faltas de amor al prójimo sino contra las faltas de sometimiento a su autoridad.

«nos sentimos libres y comprendidos a la hora de obedecer (…) . Somos seres vivos, hijos de Dios: a los muertos los sepultamos piadosa-mente» (Meditaciones II, pág. 165).

[deja en claro cuales son las dos opciones]

«Y en esta barca, pobre, humilde, te acuerdas de que tú tienes un avión, que puedes manejar perfectamente, y piensas: ¡qué lejos puedo llegar! ¡Pues, vete, vete a un portaviones, que aquí tu avión no hace falta!» (Meditaciones IV, pág. 88).

«Es inconcebible —sería una falsedad, una doble vida, una comedia— la vida de un hijo mío que no dé frutos abundantes de apostolado. Os digo una vez más que ese hijo mío estaría muerto, ¡podrido!: iam foetet (loann. XI, 39). Y yo —lo sabéis bien— a los cadáveres los entierro piadosamente» (Meditaciones III, pág. 144-145).

 

«Si alguien se descaminara, le quedaría un remordimiento tremendo: sería un desgraciado. Hasta esas cosas que dan a la gente una relativa felicidad, en una persona que abandona su vocación se hacen amargas como la hiel, agrias como el vinagre, repugnantes como el rejalgar»

(Meditaciones III, pág. 389). 

En la Obra, la muerte cumple una función fundamental a la hora de argumentar. Es muy significativo su carácter recurrente, a modo de amenaza.

Lo cual marca una coherencia: las faltas de amor sólo pueden ser señaladas desde una disposición hacia el amor (desinteresado) y no hacia la maldición (la cual revela generalmente un interés frustrado). Tomemos el conocido texto:

«...más criminal sería que no estuviésemos vigilantes [de los demás], para sorprender los primeros síntomas de una languidez espiritual, que les podría conducir a la muerte. Por eso, os he dicho que [yo] no excuso de pecado, y en ocasiones de pecado grave, a los que hayan convivido con un hijo mío que se descamina»

(del fundador, Meditaciones I, pág. 506) 

Como sucede a menudo con los textos del fundador, hay demasiadas cosas implícitas, que es necesario explicitar.

Lo primero a señalar es que en la Obra no existe la posibilidad de plantear la propia nulidad, es decir, plantear que nunca se tuvo vocación y por lo tanto es legítimo dejar la Obra sin que esto implique ninguna trasgresión. Para Escrivá, rechazar a su Obra es rechazar a Dios. El fundador afirmaba contundente: 

«Tienes vocación y la tendrás siempre. Nunca dudes de esta verdad, porque se recibe una vez y después no se pierde; si acaso, se tira por la ventana»

(citado por A. del Portillo, carta 19-III-1992, n. 14)

Los directores pueden –se sienten representantes de Dios- dispensar y declarar nula la vocación, pero los miembros rasos no pueden plantear la nulidad ni pedir la dispensa sin que esto sea tomado –por los directores- como un rechazo hacia Dios, para presionar a las conciencias. 

Quien se va de la Obra es considerado un muerto y ya no hay por qué preocuparse de él: sólo enterrarlo piadosamente.

En este sentido, es significativo que a la parábola de la oveja perdida no se le preste la más mínima atención dentro de la Obra, salvo para hablar de la corrección fraterna o de la confesión, que no son el tema de la parábola (cfr. Meditaciones III, nro 307 y Meditaciones I, nro. 7). Además, lo gracioso es cómo se alienta a la oveja para que vuelva por sus propios medios pero se dice poco y nada de ir a buscarla. Es que no interesa si alguien se va de la Obra porque no tiene vocación o porque la tiene, si se va es un traidor y sólo tiene una posibilidad: arrepentirse. Nada de ir a buscarlo (salvo que a los directores esa persona les interese de manera especial y entonces son capaces de viajar a otro país para buscarla, lo he visto). Lo mismo puede decirse de la parábola del hijo pródigo, que no se aplica en la Obra salvo para hablar de la corrección fraterna, la confesión, etc. (cfr. La formación de la Identidad, inciso G). 

Por eso, resulta difícil ver en las palabras del fundador, cuando «no excusa de pecado», un dolor honesto o una preocupación por la santidad personal de quien desea no seguir en la Obra. ¡Si lo ha dado por muerto, si ya no interesa más! Por lo cual, esas palabras del fundador ¿a quién tienen como sujeto del dolor, a quién las dirige, quién es la víctima, a quién se debe reparación?

Al muerto claramente no, fundamentalmente porque a su vez es considerado un traidor, alguien que ya no tiene derecho a reclamar nada:

«Si alguno de mis hijos se abandona y deja de guerrear, o vuelve la espalda, que sepa que nos hace traición a todos» (del fundador, Meditaciones II, pág. 68)

«...notamos como un desgarrón en el alma si alguien no persevera en la vocación. Nos hace sufrir, pero no tambalear. El mismo Jesucristo experimentó la amargura de la traición de Judas».

(A. del Portillo, carta 19-III-1992, n. 41) 

Y sabemos que estas palabras se refieren a todos los que dejan la Obra, pues ya dijo solemnemente el fundador: «tienes vocación y la tendrás siempre».

La pregunta es ¿contra quién pecaron los que pecaron, si pecaron? (en primera instancia, contra Dios, por supuesto) ¿Contra el que se descaminó? Difícilmente, pues él ya tiene su condena. 

Por lo cual, en aquél texto donde, en primera persona, no excusa de pecado, el fundador parece expresar una frustración personal, como si se hubiera pecado contra él.

Es importante señalar cómo Escrivá no se incluye en la cadena de responsables sino que él se atribuye la potestad de no excusar de pecado. Para ser fiel a la verdad, a veces se incluye: 

«Cuando se queda alguno, me parece que se queda un pedazo de mi carne allí, pegado a una roca. Y sufro. Me parece que he faltado yo, y me doy golpes de pecho: perdóname, Dios mío. Muchas veces la culpa no es mía, sino de algunos que están alrededor y no le han ayudado»

(del fundador, Meditaciones II, pág. 541)

Extraño modo de hacer oración, echándole la culpa a los demás (cfr. la plegaria del fariseo, en Lc, 18,9). 

Se trata de una falta de obediencia, de no haber cumplido con el doble mandato (que no se vaya nadie y que todos estén sometidos), más que de una cuestión de caridad para con el “traidor”.

Es inevitable, entonces, ver al fundador ubicado en el centro del discurso, en el lugar del ofendido, aquél que no excusa de pecado pero tampoco sale a buscar a la oveja perdida. La Obra gira en torno al fundador y el fundador la hace girar en torno suyo: es el centro de ese universo peculiar. 

Y es necesario recordar que quienes dejan la Obra también dejan al Padre.

Ese texto es también una exhortación a coaccionar a los que no quieren seguir en la Obra, para impedir que se vayan. Pues está «amenazada» la salvación, de quien se va y de quien deja ir. 

«Si el Señor quería que se obligara a ir a su cena a personas extrañas, ¡cuánto más querrá que uséis una  santa coacción con los que son hermanos vuestros y  ovejas del mismo rebaño de Jesucristo! Esta hermosísima  coacción de caridad, lejos de quitar la libertad a vuestro hermano, le ayuda delicadamente a administrarla bien».

(del fundador, Meditaciones II, pág. 157)

Resulta paradójica –e hipócrita- esa acusación de pecado grave cuando la principal causa para abandonar la Obra es la misma institución: ya sea por la alienación que produce o por la decepción y fraude en que termina.  

Como toda hipocresía, esa acusación esconde el verdadero motivo de la recriminación: posiblemente el narcisismo herido de quien se siente abandonado.

Hay una segunda causa para abandonar la Obra: el engaño, pues hay personas que no sólo entraron engañadas sino que se van engañadas, creyendo que el problema está en ellas mismas y la Obra no tiene nada que ver en su «fracaso». 

***

En resumen, la Obra no sólo recurre a medios que son inmorales (coacción), sino también los fines que persigue carecen de rectitud de intención (utilitarismo). Lo cual refleja una coherencia. 

Sigamos con los ejemplos.

Lo mismo, que en las otras parábolas, sucede en el caso de la parábola sobre la vid y los sarmientos, que se utiliza para fundamentar la unidad con el Padre (prelado) en sentido disciplinal, más que espiritual.

«Convéncete, hijo mío, de que desunirse es morir.» 

«Un sarmiento que no está unido a la vid, en lugar de ser cosa viva, es palo seco que sólo sirve para el fuego, o para arrear a las bestias, cuando más, y para que lo pisotee todo el mundo. Hijos míos ¡muy unidos a la cepa!, pegadicos a nuestra cepa, que es Jesucristo, por la obediencia rendida a los Directores»

(citas de Meditaciones IV, nro. 354)

Nuevamente, la interpretación de la parábola no apunta a la unidad espiritual sino política:

«Hijo mío, tú eres el sarmiento. Saca todas las consecuencias: que tienes que estar unido a los que el Señor ha puesto para gobernar, que son la cepa, la vid a la que tienen que estar bien unidos los demás. Si no, no me darás fruto, o darás fruto de vanidad, o quizá totalmente de podredumbre; y en vez de alimentar a las almas, pudrirás todo y serás causa de corrupción y malicia»

(Meditaciones I, pág. 655) 

Aunque para fundamentar el sentido disciplinal, Escrivá le da un significado dogmático a sus palabras, sentenciando que para estar unido a Cristo hay que estar unido a Escrivá, a quien «el Señor ha puesto para gobernar»:

«Unidos al Padre, estaremos también unidos vitalmente a la Obra. Seremos sarmientos vivos llenos de frutos. “Si no pasáis por mi cabeza —decía nuestro Fundador—, si no pasáis por mi corazón, habéis equivocado el camino, no tenéis a Cristo”.

Estas palabras pronunciadas por nuestro Fundador hace muchos años, son y serán válidas siempre: en primer lugar, referidas a su persona; y también aplicadas al Padre, sea quien sea a lo largo de los siglos»

(Meditaciones IV, pág. 354) 

Esta lógica de la utilidad es una constante. Se puede tomar cualquier tomo de Meditaciones y constatarlo.

A cambio de otorgar una fuerte motivación (sentido en la vida), la Obra obtiene el derecho a exigir, y de la exigencia saca beneficios. Y sin esa motivación, las personas creen que toda su vida perderá sentido. Como desangrarse. 

Creo que es importante señalar un desencuentro, que al descubrirlo se vuelve desconcertante.

Los que creer, conducen su vida desde los ideales. Los que gobiernan las vidas de estos, no creen en los ideales, gobiernan desde el pragmatismo, cuando no del cinismo. Son políticos, no personas espirituales como habrían de esperar los que creen. Y éstos idealizan a los directores y creen que todo lo que deciden procede de una sublime disposición espiritual. A su vez, quienes gobiernan, predican los ideales como parte de su política, pero jamás permiten que los ideales limiten (y menos aún dirijan) la política que llevan a cabo. Los ideales tienen fuerza para seducir y convocar a creer, pero poca o ninguna fuerza para que los que creen exijan nada al que gobierna.  

Esto es empíricamente comprobable, no una deducción teórica, de modo particular en el caso de la Obra. Cuando se comprueba, comienza el desencanto, en picada. Y no para.

Es muy probable que el pragmatismo de los que gobiernan esté amparado por una espiritualidad superior creada por ellos mismos y sólo para ellos mismos, pero esa ya es otra historia, que tiene que ver con la necesidad de autoengañarse para gobernar como gobiernan.

*** 

En general la formación de la Obra tiende al éxito (motivación y demagogia), al utilitarismo (exigencias y advertencias) y a la búsqueda de intereses (beneficios corporativos), por eso es muy difícil que coexista una dirección espiritual desinteresada (desconectada de este contexto) o que existan como regla general fines intermedios rectos si el fin último de la institución es la obtención de «utilidad» y «la eficacia».

El discurso oficial (o de los directores) le hace decir a San Agustín y a otros santos lo que en realidad no dicen: que la Obra tenga algo que ver con la Voluntad de Dios. 

«“Los hombres —explica San Agustín— hacen su voluntad, no la de Dios, cuando hacen lo que quieren, no lo que manda el Señor. Pero, cuando hacen lo que quieren y, no obstante, siguen la Voluntad divina, entonces no hacen su voluntad aunque hagan lo que quieren. Haz voluntariamente lo que se te mande; así es como harás lo que quieres y no harás tu voluntad, sino la Voluntad de Dios”. Cumplimos la Voluntad de Dios cuando nos esforzamos en vivir con fidelidad las Normas y Costumbres; cuando hacemos nuestras las indicaciones de los Directores; cuando orientamos la lucha ascética y el apostolado según lo que nos aconsejan en la Confidencia.» (Meditaciones I, pág. 281)

Son como diapositivas, primero mostrar una, luego otra y finalmente a asociarlas, aunque no haya una relación necesaria entre ellas. 

Es perfecta la cadena, salvo por su eslabón más débil: ¿quién dice solemnemente que la Obra es voluntad de Dios y que obedecer a los directores es obedecer a Dios? Únicamente Escrivá. La Iglesia no ha hecho ninguna declaración infalible al respecto y sólo una declaración así sería el único eslabón legítimo entre la Voluntad de Dios y la Obra.

Mientras no haya solemnidad por parte de la Iglesia, toda solemnidad proveniente de Escrivá no tendrá ningún valor (más aún, puede tenerlo muy negativo). Posiblemente por esto, entre otros motivos, quiera la Obra obtener para su fundador el título de Doctor de la Iglesia. 

***

La gravedad del engaño producido por parte de la Obra se encuentra en que el fraude apuntó directamente a la conciencia moral, a lo más profundo de la dignidad humana. Y todo, en nombre de Dios. 

Si uno se quedó en la Obra, muy probablemente fue porque en conciencia creyó que así debía ser (aunque se debiera a un engaño, en conciencia creyó que le decían la verdad).

Si alguien se va porque le dicen que se tiene que ir, es porque en conciencia cree que los directores le dicen la verdad. Y si uno se va dando el portazo, es muy probablemente porque en conciencia cree que la Obra no ha actuado rectamente. 

La Obra apuesta fuerte al establecer que su verdad debe ser considerada del orden de lo que obliga en conciencia, pues de esa manera obtiene el sometimiento e impone orden. Pero esa apuesta es, al mismo tiempo, su talón de Aquiles, porque cuando la conciencia descubre –tarde o temprano- que la Obra no posee una verdad digna de esa categoría, se produce el escándalo, la conciencia se rebela y pasa de la adoración a la aversión, en un instante.

Hay muchos otros casos que los citados más arriba, pero en definitiva la conciencia juega un papel fundamental. La Obra no es un tema “opinable” para la conciencia: es algo que, o está bien o está mal. Y esto es así porque desde un principio la Obra se colocó en el lugar del Bien Supremo, por lo cual resulta difícil –al menos en primera instancia- hacerle entender a la propia conciencia que ahora el Bien Supremo es un Regular Intermedio. Resulta tan abominable a la conciencia que el Bien Supremo haya sido un engaño que es comprensible una reacción de aversión. 

***

«Hay personas con una cabeza excepcional, prodigiosa, y un corazón leal y bueno, como dice Tlin, que no se irán mientras no se lo digan», decía Jacinto en su escrito.  

Pienso que estas personas están más cerca de OpusLibros que de la Obra, aunque moralmente se encuentren en medio de un dramático dilema que no les permite acercarse a OpusLibros y sí permanecer en la Obra a pesar de la contradicción que esto supone, entre lo que ven en la Obra y lo que la conciencia les dice.

Al mismo tiempo, Flavia señalaba la imposibilidad de todo discernimiento en los miembros de la Obra, debido a la formación de la Opus Dei, caracterizada por machacar en la obediencia incuestionable y bloquear todo acto de discernimiento o pensamiento personal.  

Este disciplinamiento de la conciencia impide toda posibilidad de libertad interior, pues antepone la obediencia al ejercicio del discernimiento. El dominio que la Obra tiene sobre las personas es tan profundo como el alcance que tiene en las conciencias ese modo de obediencia.

O sea, la Obra anula la conciencia con la excusa de la obediencia (para sus propios intereses corporativos). En el centro de esta concepción está la idea del sacrificio personal hasta llegar al holocausto del yo. Este “entregar la conciencia” es un tipo de anulación personal que caracteriza a las sectas.  

Si a esto le sumamos el factor "miedo" que la misma Prelatura fomenta (a partir del “derecho a inspeccionar las conciencias y condenarlas” que se arroga), la decisión moral, aunque pareciera teóricamente posible, en la práctica resulta muy difícil, salvo que uno tomara esa decisión de manera "lógica" -como el caso que comenta Jacinto- o, si no, de manera desesperada, como producto del instinto de supervivencia. De moral, poco y nada. O sí, de moral de supervivencia.

Por último, es importante hacer notar que la imagen de la Obra que uno incorporó, en los años que pasó allí dentro, estuvo cargada de “mucha divinidad” y en primera instancia resulta “sacrílego” desnudar a esa imagen de su carácter sobrenatural. Es tremendo el enfrentamiento que esto supone.

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