La religión de la Obra - o su mesianismo. (de 'La conciencia y la Obra).- E.B.E.
Fecha Friday, 09 September 2005
Tema 090. Espiritualidad y ascética


PARTE I: el origen del problema 

La religión de la Obra (o su mesianismo)

Nueva entrega de 'La conciencia y la Obra'

Enviado por E.B.E., 9-sep-2005

Reflexionando acerca de tantas personas con muchas décadas en la Obra (denominadas “mayores”) con las cuales tuve un trato habitual y hoy siguen en la institución, me preguntaba cómo pueden estar ahí sin hacer crisis o plantearse seriamente las contradicciones que en esta web tanto se señalan. 

Y llegué a pensar que la Obra es mucho más que una institución, es una religión: es el seguimiento de una persona y esa persona es el fundador y su «carisma», su mensaje a ser revelado. Religión fundada (supuestamente) en la Voluntad de Dios, los Evangelios y la Tradición.

Visto de esta manera, creo se entienden muchas cosas...



Religión que tiene como centro la filiación al Padre (el fundador) y como pecado mortal el apartarse del Padre. Por eso posiblemente tanta insistencia, por parte de su fundador, en la muerte como consecuencia para aquellos que se separan (de la religión) de la Obra.

Para estas personas que hace décadas que están siguiendo al Padre, cualquier contradicción o incoherencia es menor comparada con el sublime fin principal.  

Así como de la Iglesia se pueden criticar muchos aspectos históricos sin poner en crisis la identidad de la religión y su origen sobrenatural, la religión de la Obra se sitúa de la misma manera: nació divina y por lo tanto cualquier problema siempre será “intrascendente”, en el sentido de que no afectará su sobrenaturalidad. Por lo cual esos “mayores” de la Obra no se inmutan para nada, tienen los ojos puestos en su mesías (por supuesto, otros “mayores” tienen puestos los ojos en su propia supervivencia material, pero no me refiero a ellos ahora; aunque a veces la mística es necesaria para sobrevivir, «creerse el cuento» para seguir adentro y tener un lugar donde vivir).

No es una exageración: Escrivá fue muy mesiánico y por eso consiguió que lo siguieran tanto y de una manera incondicional. Prometía la salvación para aquellos que profesaran la fe que venía a predicar (el tema es qué sustento real tenía esa nueva fe): 

«Recuerdo que cuando todavía no teníamos ninguna aprobación canónica, gritaba a los de Casa en los cursos de retiro que teníamos en Ferraz: ¡aseguro la salvación, la gloria del Cielo, a los que perseveren en su vocación hasta el final! Y añadía: aquel que sea fiel a este espíritu, tiene asegurada la salvación eterna»

(del fundador, Meditaciones IV, pág. 696)

 

«Puedo decir que el que cumple las Normas (…) ése está predestinado, si persevera hasta el fin»

(del fundador, Meditaciones VI, pág. 47)

Estas palabras también pueden tener su significado opuesto: quien voluntariamente se aparte de la barca de la Obra, encontrará su propia condena. Las palabras del fundador no señalan una posibilidad (irías) sino afirman una certeza total (irás): 

«Si te sales de la barca (…) irás a la muerte»

(del fundador, Meditaciones IV, pág. 87.)

Y quien intente cambiar los aspectos “divinos” de la Obra será objeto de la maldición de Dios, según solemnes palabras del primer sucesor de Escrivá (cfr. Meditaciones VI, pág. 222 y ss.). De aquí el carácter “dogmático” de la Obra, comparable al de la Revelación Divina contenida en las Sagradas Escrituras. 

Por su parte, el “catecismo” de la Obra (pregunta nro. 83) habla de «pecado mortal» para aquél que se va de la prelatura sin el perdón del Padre, o sea, la dispensa que evita la ejecución de la condena mortal (cfr. al respecto el notable artículo de Duo Dinámico).

¿Cómo no van a afectar gravemente a la conciencia todas estas consecuencias que surgen de seguir a Escrivá 

Ciertamente hubo un gran engaño, lo cual disminuye o elimina toda culpa según cada caso particular, pero esto no evita sufrir las consecuencias, es decir, padecer el escándalo de la propia conciencia, que es doloroso y perturbador.

Se necesita una verdadera redención de la conciencia para remediar la caída que supone haber creído en esta persona y, por tanto, en la mortalidad con la que tanto amenazaba y a la cual estábamos sometidos en la medida en que nuestra conciencia lo estuviera. Es que creer en la Obra es una forma de mortalidad, de la cual es posible redimirse.

*** 

Lo propio de una religión, en general, es que existan dos partes: una perfecta y otra imperfecta, Dios y las criaturas. Una parte que tiende al pecado y otra que perdona el pecado. La Obra claramente se ubica en el lugar de lo impecable y es por ello que toda su “doctrina de la justificación” está redactada hacia la otra parte, hacia la parte pecadora, que son los hijos.

Veamos un ejemplo que forma parte «del espíritu», es decir, no es adjudicable a un «error de las personas». Es doctrina oficial, acerca de cómo el Padre espera que se comporten los hijos. 

«Lo incomprensible sería que el hijo ocultara la herida o la enfermedad que padece, o buscase a escondidas un curandero que no puede sanarle. Quien obrase así no podría llamarse buen hijo, sería un loco, y su final sería triste.» (texto de Meditaciones I, pág. 552)

Para la Obra, por dar un ejemplo, un sacerdote diocesano es “un curandero” que “no puede sanar”, y quien (siendo “hijo”) acude a él, es considerado por la Obra, un loco.  

Esta enseñanza forma parte del denominado «espíritu de la Obra», por lo cual ni siquiera se puede decir que la parte “intachable” de la Obra sea «el espíritu». El «espíritu» está tan viciado como las «prácticas» y lo rescatable en realidad pertenece a lo que la Obra ha tomado del patrimonio de la Iglesia.

Continúa el texto anteriormente citado, refiriéndose ahora al papel de los directores: 

«Los Directores nos quieren, nos comprenden. A ellos acudiremos siempre porque son el Buen Pastor.»

(texto de Meditaciones I, pág. 552)

Los directores no tienen que dar cuenta de nada ni justificar nada, pues actúan en nombre del Padre, o sea, de la parte perfecta:

«Estamos unidos al Padre cuando somos muy fieles a los Directores. Ellos representan al Padre y le prestan —de algún modo— su voz para decirnos lo que quiere de nosotros, sus oídos para escucharnos, su corazón para querernos, su amor para comprendernos siempre. Nuestro mayor deseo debe ser afinar más y más en ese cariño confiado y dócil a los que representan al Padre, poner por obra sus indicaciones, acudir gustosos a la Confidencia y a los medios de formación, porque “cualquiera que sea quien recibe la Confidencia, es el mismo Padre quien la recibe [dice el fundador]»

(Meditaciones IV, pág. 355) 

Es sorprendente el tono de este texto. ¿Qué importancia puede tener que sea «el mismo Padre quien la recibe»?

Porque el fin de la Confidencia (dirección espiritual) es el mismo Padre: es conocer «lo que quiere de nosotros», transmitir cuál es la voluntad del Padre, pues el Padre quiere lo que Dios quiere y así lo comunica.

“Si no pasáis por mi cabeza, si no pasáis por mi corazón, habéis equivocado el camino, no tenéis a Cristo”
(del fundador, Meditaciones IV, pág. 354) 

Es tajante. No deja lugar a dudas. Esto también forma parte del «espíritu de la Obra». Esta herejía forma parte de lo que no pocos creen es «lo bueno de la Obra», su espíritu.

¿Qué significa «pasar por su cabeza y su corazón»? Parecería que el Padre fuera una instancia necesaria entre Dios y la conciencia, confirmando nuevamente la doctrina de «la infalibilidad» de razón y de voluntad comentada en el capítulo anterior.

Dios ha quedado totalmente eclipsado por el Padre. Estos textos revelan cuál es la esencia de la religión de la Obra: estar unidos al Padre. 

Los directores «representan al Padre» (Escrivá), como si se tratara de una figura divina o «de culto» y los directores fueran sus «ministros», de manera análoga como los sacerdotes le prestan su voz a Cristo en la confesión y demás sacramentos, los directores le prestan su voz al Padre. En este caso, la Charla es el sacramento, los directores son los ministros, y «el Padre» es el que obra a través de ellos. Y cualquiera que recibe a un director, «a mí me recibe» (cfr. Mt. 10,40: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe» y Jn 14, 9: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre»). Es inevitable pensar en estas comparaciones.

«El Padre» está puesto en un lugar sublime, extraordinario, inalcanzable, divino.

Aunque el fundador diera a entender que su misión era llevar a sus creyentes hacia Dios, consiguió centrar la atención en su persona y de alguna manera hacer que su figura se volviera extraordinaria más allá de lo razonable.

Se ha hecho idealizar y quienes fueron o son sus seguidores lo han idealizado y lo idealizan aún hoy. Por eso no existen biografías oficiales que impliquen la más leve autocrítica: su vida es considerada extraordinaria del comienzo al fin.   

Estos creyentes han transmitido y propagado la devoción a esa imagen considerada sagrada, y sobre todo, viven para ella y sostienen sus vidas desde ella (especialmente quienes viven el celibato en razón de la Obra y del Padre). El sentido de su vida está puesto allí mismo. También yo tuve esa “religión” en una época, aunque no fui consciente de ello como lo soy hoy.

De todos modos, ese seguimiento no puede ser incondicional para siempre: en algún momento de ese camino surge el punto de inflexión, donde se pierde la inocencia o se la defiende. En ese momento se decide seguir en la Obra o irse para siempre. Aunque se tarde años en tomar la decisión, el momento crítico sucede una sola vez y a partir de allí se toma el sendero hacia la irreversible consolidación dentro de la Obra o comienzan a contarse los días que faltan para salir.

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