No llevas el mundo sobre tus hombros. Para Marina.- Karel
Fecha Wednesday, 29 June 2005
Tema 020. Irse de la Obra


Estimada Marina:

Impone mucho dar consejos respecto a la situación que narras en Quiero irme, creo, pero como hay algunas cosas que me suenan en 'tu historia' te cuento cómo las viví yo por si te sirve.

Fui numerario desde los catorce años y medio hasta los 31. También en un determinado momento empecé a temer de veras la posibilidad de una depresión. Se lo conté al director de la Delegación y su respuesta fue que no debía preocuparme: "La depresión se evita durmiendo lo suficiente y haciendo deporte". No me convenció: parecía un ejemplo supino del recetario -"en Casa tenemos toda la farmacopea"- del que tira quien en realidad no te entiende, no te puede contar toda la verdad o, simplemente, tiene otras prioridades en ese momento.

Siempre viví en un centro de San Rafael y me aterraba la idea de cambiar a un centro de San Gabriel, pues en los cursos anuales veía que los numerarios mayores eran raros hasta decir basta. Recuerdo que en cierta ocasión fui al curso de retiro con uno que hasta poco tiempo antes había vivido en un centro de jóvenes, en el que era un 'crack': iba de excursión en excursión, de campamento en campamento, de convivencia de estudio en convivencia de pitables.... En el trayecto me contó que sus fines de semana, ya en el centro de mayores, habían cambiado sustancialmente: "Ahora le estoy cogiendo el gustillo a los arreglos". Parecerá tonto, pero casi me da un síncope al imaginarme a mí mismo tratando de coger el gustillo a los arreglos para llenar el fin de semana... Y no era el único ejemplo: mi jefe es numerario y, aunque la empresa cierra los fines de semana, se pasa por allí un rato todos los sábados y domingos a realizar tareas ligeras mientras escucha música en su despacho. Temo que en su casa no tiene la suficiente intimidad como para descansar a pierna suelta... aparte de que si va a la sala de estar probablemente tenga que escuchar la música que ya ha puesto otro... ;-)

Luego está el punto de que las grandes decisiones hay que tomarlas en los buenos momentos, no en los malos. Me parece que esto es cierto como regla general. Por ejemplo, en toda trayectoria profesional hay momentos en los que te sientes poco reconocido o ninguneado, en los que la incertidumbre parece apoderarse de la empresa y tu propio puesto, etcétera. En esos momentos, que casi siempre son en realidad transitorios, lo mejor es 'esperar y ver', porque precipitar un cambio podría ser fácilmente a peor: no es bueno tomar decisiones bajo el miedo.

Sin embargo, creo que esto no se cumple en el caso de los numerarios. Al menos, yo no conocí ninguno -ninguno en sus cabales- que se fuese en un ataque de ira o de repente. La mayoría de los numerarios funcionamos por acumulación: empiezas a pensar que eso no es lo tuyo y lo rechazas por tentación contra la vocación; el asunto vuelve y, hop, llegas al curso anual y te reconstruyes como puedes y, hala, a empezar de nuevo. La comezón retorna y, zas, es Navidad y te marchas al curso de retiro, del que regresas con la agenda llena de propósitos y fórmulas que, esta vez sí, serán infalibles. Y así, una y otra vez, vas reescribiendo tu hoja de ruta hasta que un día algo hace que te des cuenta de que no, simplemente no: se acabó, me marcho. Eso no es un 'momento malo': es el final de un proceso paulatino en el que la necesidad de irse se impone a pesar de todos los capones que le has ido dando cada vez que asomaba la cabecita...

Yo estuve no menos de cinco años en esa situación. Pero no podía irme porque no había nadie al otro lado: en particular, mi familia tenía motivos bien fundados para reprocharme que, al marcharme a vivir a un centro, les había dejado en la estacada desde el punto de vista afectivo, económico y moral; en suma, me había tocado incorporarme al centro de estudios precisamente tras una crisis -que prefiero no detallar- que les había dejado en una situación muy comprometida. Las relaciones con ellos no mejoraron con los años, gracias a la peculiar manera de vivir el dulcísimo precepto que hay en Casa. En ese contexto el detonante de mi marcha sólo podía ser uno: me enamoré de una compañera de trabajo, con quien ahora estoy casado: es posible que no pueda acabar este texto esta noche porque nuestro tercer hijo puede nacer en cualquier momento... Lo mejor y más justo que puedo decir de ella es que es una de esas mujeres como La Piedra.

Obviamente, cuando conté todo esto en el centro y dije que quería la dispensa, también me repitieron que las grandes decisiones hay que tomarlas en los momentos buenos, no en la vorágine del enamoramiento. Pero no era cierto: no se trataba de una crisis, sino del desenlace de una situación anormal contenida durante muchísimo tiempo. De hecho, mi principal problema real en esas circunstancias no era dejar de ser de la Obra, sino el riesgo de llegar engañado al matrimonio: pensar que la música de violines y el olor a azahar que me acompañaban todo el día durarían eternamente. Gracias a Dios -ahí sí que puedo decir gratias tibi, Deus, gratias tibi; vera et una Trinitas...- tuve amigos casados que me orientaron y, sobre todo, toneladas de Providencia con la mujer que me cazó.

Luego está el tema de ser un desgraciado. Aquí, de nuevo, sólo puedo remitirme a mi experiencia: ya me gustaría tener la mitad de luces que un Ruiz Retegui o un Esquivias para explicar el fundamento hondo de lo -cuando menos- desafortunado de la expresión. Cuando quise irme consulté con varios numerarios que habían sido directores de los sucesivos centros por los que pasé y también con algunos curas numerarios. Todos tenían en común que me conocían muuuuuuuuuy bien (y que me querían, por cierto). Ninguno me dijo lo de ser un desgraciado si abandonaba la vocación; es más, todos insistieron en que ese argumento estaba 'desfasado' (creo que se tendrían que haber hecho mucha violencia para enmendar sin más la plana a nuestro Padre y decir que tal tesis era una solemne estupidez). Hubo dos excepciones, pero vinieron de personas que tenían que velar por la institución, no por mí: el director del centro en el que vivía en ese momento y el vocal de San Miguel de la Delegación. La presión fue tan continuada que en una de las últimas charlas fraternas le dije a uno de ellos: "Es posible que Dios me pida cuentas por marcharme; pero a ti te las pedirá también por todo lo que me digas y, si me voy desesperado, responderás por ello".

De hecho, conservo dos tesoros enormes que sólo puedo atribuir a la formación recibida en la Obra: una confianza grande en la Providencia y un sentido bastante vivo de la filiación divina. Y eso me ha acompañado siempre. Recuerdo que la Semana Santa anterior a dejar el centro la pasé en una ciudad célebre por sus pasos y la devoción popular que les acompañan. Me quedé extasiado ante una imagen de la Virgen que llevaban en procesión y que pararon delante de mis narices. Como ya entonces tenía metido el rejón del enamoramiento, le dije: "Si dejo el Opus Dei, Tú no me abandonarás, ¿verdad?". Y tuve la seguridad de que, en efecto, no me abandonaría. (Tal vez he contado ya esto en otro post; si me estoy repitiendo lo siento de verdad). Desde entonces no he hecho más que tocar la Providencia con las manos.

Y un último apunte, por si te sirve. Hay una cosa a la que periódicamente doy vueltas sin poder evitarlo. Cuando nuestro Padre llegaba a un centro preguntaba siempre: "¿Estáis contentos? ¿Hacéis corrección fraterna?". Durante los años que pasé en la Obra, incluso los últimos, muchas veces estaba contento, pues al fin y al cabo llevaba una vida de sacrificio y todita orientada hacia Dios y los demás. Pero no era feliz. Ahora, muchas veces no estoy contento -estoy preocupado, harto de los niños, hastiado de no tener tiempo para leer y cultivarme un poco, experimentando los roces (a veces lacerantes) de la convivencia real, tan ajena a la cortesía sin intimidad que reina entre los numerarios- pero soy feliz. Antes estaba contento pero vacío, clamando continuamente por una vida llena. Ahora escasea la placidez de una vida espiritual (y no espiritual) reglada, pero soy feliz.

Puede que nunca leas estas líneas -lo dudo, porque tu mensaje sugiere que, aunque lo cuentes en la charla (¡sí, señora: valiente, honesta y clarita!) y te lo prohíban, acabarás volviendo por aquí-, pero tal vez sirvan para otra persona que se asome por primera vez, como tu has hecho en estos días.

Abrazos y ánimo: no llevas el mundo sobre tus hombros y Dios te mirará siempre con ojos de misericordia, incluso aunque te equivocases.

karel









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