Retablo de Curiosidades (III).- Satur
Fecha Monday, 28 March 2005
Tema 010. Testimonios


RAMÓN Y VENANCIO Y SOR SENÉGUER

 

Paseaba ensimismado por una calle peatonal de una ciudad cualquiera preguntándome algo que me han explicado miles de veces, pero que no alcanzo a entender, y es por qué los de Chile Austral no sienten la sangre presionando sobre sus cabezas, por qué nosotros no advertimos que estamos  peligrosamente inclinados sobre el vacío infinito, por qué el agua de allá abajo no se derrama por el Universo Todo… por qué, en definitiva, no nos subsumimos en la sopa de la Vía Láctea. Son cosas que me preocupan, y que creo que  preocupan a más gente, lo que pasa es que no lo dicen.

 

Bueno, en éstas estaba, cuando alguien me requiere sorpresivamente – ¿ Tú eres ”Satur”?, me dice. “Pues, de sí: le soy”-le contesto...



-         ¡¡¡Saturrrrrr!!! –me abraza emocionado-. ¡¡¡El hijoputa de Satur !!!. (En España hay gente que dice eso de “hijo de puta” como algo cariñoso y de buen rollito). ¿Sabes quién soy?... –iba a decirle que no, pero que creía que era el hijo de puta que me acaba de llamar hijo de puta hacía unos segundos, y que no le llamaba hijo de puta porque a lo mejor yo era su padre…- ¡¡¡soy Ramón G.!!!, ¿te acuerdas?. Me diste clase en el colegio Pijaró.

 

Por más vueltas que daba al careto de ese tipo no caía. Tenía delante de mi un prototipo de jefe de planta de Corte Inglés, rubio, un metro noventa, sonrisa “soy yo, soy yo, soy yo, Señor, que contigo quiere hablaaaaarrrr”, adornada por unos labios que recordaban algo parecido al cartílago de un caracol, traje impecable, mirada de iglú, pero nada en él me recordaba al niño que se suponía que yo di clase. Los que yo he dado clase, aunque  fuese sólo  durante un año, los distingo  de seguida:  están tocados del ala y tienen cara así como de desorden interior profundamente deteriorado, de alguien que está buscándose en alguna parte. No falla. Cuando me los encuentro y pregunto “yo te di clase, ¿verdad?”. La contestación siempre es “SÍ”.Y una mirada lobotomizada que  te observa con la curiosidad de un proctólogo.

 

-         ¡¡¡Jodeeeer, Satur!!! –insistía el jambo. ¿No te acuerdas?. Ramón, de la promoción de Borja, de Chusmari, de Oleguer… que íbamos por el club Andanda.

-         Ah, sííí, ya caigo –mentí.

-         Bueno, bueno, bueno. ¿Y qué haces por aquí?

-         Pues, ya ves. Vivo aquí.

-          Ya;  dando clases y contando chistes.¡¡¡Campeón!!! –y me da otra palmetada.

-         Pues, no. Dejé de dar clases y ahora el payaso lo hago en casa, y el que me quiera escuchar, que pague.

-         ¡Juá, juá, juá!. Muy bueno.

 

La verdad es que me sentía incómodo. Son situaciones en las que te parece estar hablando con alguien que se supone debes conocer mucho muchísimo y, sin embargo, te recuerda medio bocata de chorizo fermentado y envuelto en papel  albal que encuentras de repente en el fondo de la mochila de tu vida. Un bocata que sí, un día estuvo allí contigo, pero no le hincaste el diente lo suficiente.

 

Pero el tío te recuerda perfectamente.

 

En medio de tanta confusión y oscuridad, derrepenete, de pronoto, llegó la luz. Un fogonazo de magnesio que sí quedó reflejado en la retina de mi memoria. Ramón me contó una anécdota que protagonizamos los dos hace muchísimos años en una visita de pobres a las Hermanitas de los Ancianos Desamparados. Yo había olvidado la historia –felizmente para mi-, pero él la llevaba grabada a fuego de tal manera que desde aquel día ya nada fue igual para él. Yo quedé para siempre en su biografía, y cada vez que ve un anciano desamparado, una monjita de anciano desamparado y algo parecido a una residencia de tercera edad, le vienen unos sudores, unos accesos y unas nauseas  que no veas.

 

Acostumbrábamos a hacer las visitas de pobres a una residencia de Las Hermanitas -que, aunque se llaman así, “Hermanitas”, son duras como el pedernal,  fuertes como una estalactita y de hermanitas nada: te llevan un agüelo de cada brazo como si fueran pétalos de rosas. Una hermanita de esas que parecen tan frágiles, escuchimizadas y arrugadas, te pega un tortazo y  te manda donde el viento da la vuelta.

 

Casi cada semana acudía  las tardes de sábado con algún chaval y echábamos una mano en la Residencia. Normalmente eran tonterías: acompañar a un tipo que conoció el Mar Muerto cuando estaba Enfermo, hinchar cientos de  flotadores patito hasta el vértigo y el mareo total, flotadores que, supongo,  les habría regalado algún cabrón y que nosotros debíamos  comprobar cuáles estaban pinchados, servir la merienda o la cena…Ya digo, tonterías. Era fácil salir de esas visitas con una agradable sensación de buen chico, de buen samaritano, con una sonrisa de satisfacción y la conciencia de saberte tan cerca de Jesús, como un Cirineo del siglo XX.

 

Había una monjita, una hermanita, que no nos veía así como con muy buenos ojos. Le debíamos parecer los típicos “¡¡¡supersocorro, que me ataca un Lacoste!!!”, unos pijillos que no se sabía muy bien qué íbamos a hacer allí, unos yogurines  guaperillas y chachis que bajaban de los barrios Ives Saint Lorans a hacer la buena obra del día. Y una tarde, la tarde que fuimos Ramón y el menda, la “hermanita” dijo “hoy pillas”. Y pillamos. Me lo recordó Ramón…¡¡¡pero ahora mismo, mientras tecleo, tengo que levantarme de la silla y tomar aire sólo de recordar aquellas horas de horror y asco!!!.

 

Sonriendo Sor Presa la Tocacojones nos dijo dulcemente.

-         ¿Podéis acostar a Venancio?

 

Venancio era un hiperanciano que estaba sentado en una silla sobre un cojín más gastado que el de Ironside.

 

-         Venga, Ramón, vamos a acostar a Venancio.

 

Ni Ramón ni yo habíamos acostado nunca a un agüelo. Pero, era Jesús con el rostro de Venancio Anciano, y allá que nos fuimos con Venancio –un brazo en mi hombro, otro brazo en el hombro de Ramón– hasta la cama. Venancio se dejaba hacer. Era buen chico.

 

-         Ramón, tú le bajas los pantalones, yo me encargo de la camisa, ¿ok?.

 

Ramón debió de pensar que vaya cara, pero yo era el profe, qué caramba.

 

Estoy intentando desabrochar el botón primero de la camisa, el del cuello, con la lengua fuera y una halitosis de Venancio que anunciaba que algo no funcionaba allá dentro, cuando escucho a Ramón que le da una arcada, un arranque de nausea, un ataque de vomitera brutal, y se pone a potar a escasos centímetros de Venancio que, impertubable, sigue mirándome a los ojos fijamente. Yo, que soy muy mindunguis para  esas cosas, y muy aprensivo, veo la potada de Ramón, y me pongo a potar yo también, pero en el otro lado de la cama. Venancio, nada, a lo suyo. Y nosotros como el Fontanone, dale que te pego.

 

Terminamos el primer pote de gomito y descubro alucinado y horrorizado que Venancio está en calzoncillos totalmente cagado. Una cascada de mierda que le cae calzoncillo abajo hasta los tobillos.

 

¡Vuelta a potar Ramón y yo! Y Venancio como un campeón. Nada. Sólo nos miraba.

 

Nos vamos a la monjita con lágrima en los ojos y cara de besugo con arcadas.

 

-         Hermanita, que mire lo que nos ha pasado…

-         ¡Vaya por Dios! –dice así como si le hubiéramos comentado que le compramos lotería de Navidad. ¡¡¡Ay Venancio, que no hay día que no hagas una!!!. Nada, no os preocupéis, ya limpio la habitación, y vosotros llevadle al baño geriátrico y le limpias con la grúa.

-         ¿Que le que le qué…?. ¿Grúa?...¿Baño?.

 

Eso no era una monja. Era La auténtica Sor Seneguer.

 

Acompañamos entre espasmos y extraños movimientos corporales a Venancio. Lo de la grúa fue de traca. Lo colocamos como pudimos, lo colgamos de una especie de pañal enorme que se sostenía sobre un brazo hidráulico… pero la visión de esas pielnas repletas de heces, de ese cuerpo mortal, de esos miembros que en su día debieron de ser causa de admiración y no pocas sorpresas, nos hacía volver a gomitar y tener unas arcadas que nos dolía hasta el  ombligo. Algo patético. Venancio, suspendido entre el baño y el brazo hidráulico, balanceándose, nos observaba agarrados a la pared y echando la leche que mamamos .

 

Ya una vez medio recuperados, los ojos llorosos, y sin nada más que echar, porque ya no había nada más que echar, comenzamos a limpiarlo. Pero nos parecía que allí se estaba produciendo un fenómeno extraño, porque más que limpiar esparcíamos: era como si le estuviésemos limpiando con una bolsa de patatas fritas. Y fue en ese momento cuando Venancio me coge por el cuello del jersey y me dice muy serio.

 

-         ¿Porqué hacéis esto?.

 

Muy buena la pregunta, Venancio. Porque eso no lo sabía ni yo. Pero le contesté, así, por contestar.

 

-         Porque me gustaría que me lo hicieran a mi cuando sea como usted.

 

No me llamó “ cabrón” porque lo tenía suspendido del brazo hidráulico y sospechaba en mi pensamientos asesinos, que si no…

 

Nos fuimos a la Hermanita y le dijimos que ya estaba hecho el encargo. La verdad es que nos tiramos con Venancio nuestras buenas tres horas, lo acostamos con algún palomino  pero, bueno, para ser la primera vez –y la última– el encargo más o menos se hizo.

 

Las risas de la monjita todavía se deben de oír en la noches de luna llena en los pasillos de la Residencia.

 

Y a nosotros no nos volvió a ver el pelo en su vida.

 

Venancio, descansa en paz.

 

Ramón: lo siento.

 

Papá: te aconsejo que palmes de infarto, porque como me toque cuidarte a ti…


<<Anterior - Siguiente>>







Este artículo proviene de Opuslibros
http://www.opuslibros.org/nuevaweb

La dirección de esta noticia es:
http://www.opuslibros.org/nuevaweb/modules.php?name=News&file=article&sid=4483