EL ¿CAMINO JURÍDICO? DE LA OBRA (1).- Tolorines
Fecha Friday, 18 March 2005
Tema 110. Aspectos jurídicos


            Tema que “me pone” el que ha abierto Isabel Nath (14.03.05) y ha continuado mi gran José Antonio (16.03.05). Isabel, querida, sugieres que los juristas tomemos tu testigo y debo advertirte que, ni por asomo nos expresaremos, ni con tu frescura, ni con tu sinceridad, más bien nos instalaremos en el fárrago de un mundillo en el que nunca dos y dos son cuatro (¿verdad José Antonio?). Creo que estamos ante un tema extraordinariamente complejo y puedo asegurar que más de un jurista pondrá su granito de arena. Ahí va el mío.

           

            En primer lugar, debiera cuestionarse muy mucho si la vinculación a la Obra reviste caracteres nítidamente contractuales, tal y como se postula (con la palabra compromiso, e incluso “vínculo jurídico”), desde la Prelatura. Y, en segundo lugar, y aún admitiendo que estemos ante un verdadero contrato, qué ámbito –civil o canónico- gobierna ese contrato, y qué requisitos deben cumplirse para su validez, y si, en su caso, la eventual ausencia de alguno de esos requisitos es subsanable o –me gusta más- es susceptible de “confirmación”... 



A).- Necesidad o no de dotar de efectos jurídicos a los llamados “caminos de perfección”.

 

         El Derecho es un “invento” humano, y, consecuentemente, imperfecto, y gracias a esa imperfección, sobrevivimos los Abogados. Por eso, por ejemplo, cuando hablamos de “Institución de Derecho Divino”, en realidad no nos referimos al supuesto Código de comportamiento que Dios ha impuesto a los hombres, sino a la forma de intitular –al modo humano- lo que Dios ha sembrado en nuestras conciencias para ser cumplido. Acudir a la palabra “derecho” nos conciencia de deberes que cumplir y derechos que respetar, con nuestros semejantes y con nuestro Creador.

 

             La venida de Jesucristo, y sobre todo su acción redentora, abre una nueva era en las exigencias del ser humano: Ha quedado expedito el camino para alcanzar, con la acción del Espíritu Santo, la salvación eterna. El paso de Jesús por esta tierra, la fundación de la Iglesia, el manto protector del Paráclito marcan el camino a seguir ya de un modo inefable, definitivo, sin fisuras y con garantías de no errar la senda.

 

            Abierta por Jesucristo la puerta del cielo y, en lo que aquí interesa, la puerta de la andadura en la tierra, se suceden, a lo largo de la Historia, una especie de “nuevas interpretaciones” de los caminos de santidad, con la incorporación de propuestas de exigencia, muestras pormenorizadas de Amor a Dios, establecimiento de “cosas que hacer o cumplir”, todas ellas con la única finalidad de buscar un más y mejor acercamiento a la perfección exigida por Jesucristo a todos los mortales. Todas encuentran su origen en los Evangelios y se van “mejorando” con los datos que proporciona la Tradición.

           

            Fruto de esas inquietudes, nacen las congregaciones religiosas y, en general, todas aquellas manifestaciones de cristiandad que persiguen una más y mejor implicación de los cristianos en su relación con Dios.

 

             La proliferación de esas congregaciones, los “matices” de interpretación de la relación Dios-Hombre, las muchas incomprensiones de los poderes establecidos, han propiciado la necesidad de buscar un refrendo en la Institución que todo humano respeta por encima de otra: EL DERECHO.

 

            El Derecho codifica, unifica, “tranquiliza” y tiene vocación de permanencia, razón por la que, desde siempre, se ha buscado la “solución jurídica” para acallar a quienes no comprenden o injurian (en el caso de la Prelatura del Opus Dei, llegó a ser obsesiva)

 

            El derecho canónico tiene por objeto, entre otros, el de “legitimar” de un modo absoluto, permanente e inalterable, y sobre todo con la obligación de ser respetado por todos,  esos caminos de perfección. Ahora bien, el derecho no puede descender a regular todos los detalles, misterios, claros y oscuros de un camino de perfección, tal y como hace magistralmente E.B.E., en todos sus tratados, y tampoco puede hacerlo una Prelatura o una Congregación, pues sería un trabajo de chinos y siempre sujeto a las oscilaciones del libre albedrío, de la imperfección de la semántica y de la arrogancia interpretativa de cada uno.

 

            Por eso me pregunto: ¿Es realmente necesario establecer una norma (de suyo exigible), en un camino de perfección, que, además de responder a un mandato divino, responde al sano ejercicio de la libertad humana?. Mi respuesta debe ser negativa.  Y, creo, además, que puede explicarse por qué:

 

.- Porque la esencia sobre la que se asienta la recíproca exigibilidad que entraña toda relación juridificada, es de corte espiritual, de predisposición personal, del más íntimo rescoldo de escapatoria humano, y, por tanto, de muy difícil sujeción a presunciones, a consecuencias, a penas, a premios, a contraprestaciones.

 

.- Porque, se quiera o no, el establecimiento de un camino de perfección en términos jurídicos, conlleva el peligro de convertirse en un “cumplo y miento”, en un desligar del corazón los actos humanos y enjuiciarlos únicamente por su adecuación externa y aparente. Una “resurrección” del fariseismo.

 

.- Porque, sobre todo, el aspecto jurídico, para quienes tengan el convencimiento (y la gracia divina para ello) de cuanto hacen, en poco o en nada contribuye a su mejora personal.

 

            Pero es curioso: todos los caminos de perfección, poniendo en entredicho la relatividad del “apoyo jurídico”, lo quieren para sí. Me recuerda a lo que decía Helenio Herrera: “se juega mejor al fútbol mejor con diez que con once”, y siempre le contestaban: “sí, sí, Helenio, lo que tú quieras, pero yo quiero jugar con once, y si puedo....con doce” (refiriéndose al árbitro).

 

            En el caso de la Obra, de puertas adentro, el aspecto jurídico se presenta como simplemente anecdótico, una imposición que viene del Vaticano (“es un simple traje, un ropaje”), aunque no se tiene empacho alguno para reclamar su auxilio cuando se torna en el único arma para desalojar a un indeseado. En cambio, y ahí radica mi asombro, de puertas afuera, se insiste hasta la saciedad en el vínculo jurídico, en el compromiso, en la reciprocidad que se establece entre la Prelatura y sus miembros, y una atenta lectura de sus propios estatutos podrían llevar a cualquiera a la convicción de que allí “uno se apunta y se desapunta  cuando, como y dónde quiere”. ¿Por qué esa insistencia a los de fuera de “esa conformidad con el derecho”?. Pues muy sencillo: por el carácter persuasivo, de común respeto y aceptación, que entre todos nosotros, tiene todo lo relacionado con el derecho.

 

            CONCLUSIÓN: El establecimiento de aspectos netamente jurídicos (fríos, impersonales, anónimos, antipáticos) en los denominados “caminos de perfección”, deben introducirse únicamente como complemento de “corte humano” que permitan una correcta comprensión de las obligaciones asumidas y derechos ofrecidos por ambas partes, la que se une al camino de perfección, y la que lo gobierna. No debe empañar, nunca, jamás, la predisposición personal de las almas que deciden entregarse a la causa, ni la pérdida de esa predisposición, y en cambio, la consecuencia que en su caso se establezca, no debe, por su parte, sobrepasar los límites de lo jurídico, pues para eso está. Me explico: la consecuencia (jurídica) de abandonar la Obra, es la que se establece en la norma, sin permitirse mayores conjeturas al respecto. Si se estableció esa consecuencia, es decir, si se ha aceptado la misma como la única que da satisfactoria explicación al abandono de la Obra, no se honesto la apelación al aspecto “espiritual” desdeñando el jurídico, porque si así fuera, ¿por qué se buscó una formulación jurídica?.

 

B).- La diversidad jurídica en los “modos de obligarse” con los caminos de perfección.

 

            La “buena voluntad”, “tener vocación”, “sentir la llamada para algo grande”, “admirar a un santo”, “querer ser mejor”, “procurar no pecar”, “tener ansias apostólicas”, “tener vibración interior”, no son, en sí, MODOS DE OBLIGARSE con un camino de perfección  canónicamente reconocido(la Obra o el que sea), sino que, más bien, son modos de obligarse con el Evangelio y con el mismísimo mensaje de Jesucristo.

 

            Nos recuerda el Concilio Vaticano II que “todos los bautizados estamos llamados a la santidad”, proclamación que, además de aceptarla personalmente, fue impulsada por cuantos Consultores, teólogos y canonistas pudo suministrar Escrivá al Concilio. Es decir, se intentó JURIDIFICARLA, darle tintes de compromiso humano para labores divinas.

 

            Esos “ MODOS DE OBLIGARSE”, desde los albores de la Iglesia, se habían traducido en el seguimiento a “pies juntillas” DE LOS CONSEJOS EVANGÉLICOS: POBREZA, CASTIDAD Y OBEDIENCIA, al tiempo que se estableció un modo humano de acentuar el compromiso, mediante unos juramentos en los que, con publicidad o no, se ponía a Dios por testigo del compromiso adquirido: los VOTOS. De este modo, la Iglesia se situaba en posición de RECEPTORA de esa libre voluntad de seguir esos consejos evangélicos, otorgando a quienes los profesaban, de la protección jurídica consistente en establecer una presunción “iuris tantum” (es decir, que admite prueba en contrario), de que quienes daban ese magnífico paso no podían ser inquietados en la adecuación de su conducta a dichos consejos. Y la proclamación solemne de esa voluntad inequívoca de mantenerse casto, pobre y obediente, conllevaba –y conlleva aún hoy-, importantes CONSECUENCIAS, TANTO ASCÉTICAS, COMO JURÍDICAS:

 

.- ASCÉTICAS: En el derecho de acaparar, con discusión únicamente en el grado de “mérito” alcanzado, cuantas gracias se vierten en contraprestación de esa exigencias. Y, contrariamente, en anudar una DOBLE PENALIDAD a cuantas ofensas se incluyan en la contravención de esas tres virtudes: la que atenta contra la virtud misma (la castidad, la pobreza, o la obediencia), y la que atenta contra la ruptura del juramento.

 

.- JURÍDICAS: La profesión de votos solemnes es impedimento para el matrimonio, por ejemplo. Y no se trata de un “lo tomas o lo dejas”, sino que, la no exención de dispensa incide directamente en la validez del matrimonio. Se precisa, pues, una intervención previa de orden jurídico (la dispensa), para acometer otro acto (el del casamiento), con las necesarias garantías jurídicas de validez.

 

            La prelatura del Opus Dei, ya desde siempre, ha luchado por desmarcarse del sistema establecido y que hemos venido viendo. Y debo anticipar que esa lucha se ha centrado en considerar que la institución de los votos  responden a un vestigio del derecho canónico que en nada mejora la obligación de perfección establecida en el Evangelio para todos los hombres, sino que únicamente la sanciona, le da seriedad. De un lado, y esto es curioso, se apela a la libertad humana como “leiv motiv” que debe presidir el comportamiento de perfección, sin necesidad de dobles penalidades, ni sanciones públicas, y, de otro lado, se exige el establecimiento de un VÍNCULO JURÍDICO. Esa consideración de los votos, en el sentido que vengo exponiendo, en realidad es un desprecio hacia esa institución pues se basa en una afirmación tan demagógica como la siguiente: “me entrego a Dios, soy casto, pobre y obediente porque quiero, no porque me haya comprometido ante otros y ante Dios mismo, no necesito clase alguna de advertencia canónica, listado de consecuencias”. Si se mira bien, es una propuesta muy sibilina de soberbia. Un desprecio hacia el recto juicio humano, de los demás hermanos en la fe, un “atrincherarse” en uno mismo, en su propia palabra, sin testigos, a pelo.

 

            Ha llegado el momento de abordar, pues, la naturaleza (ya adelanto que muy confusa, de perfiles borrosos, de “alternancia interpretativa”), de ese denominado VÍNCULO JURÍDICO que se establece entre la Obra y quien entra, permanece y/o sale de ella. Al mismo dedicaré el siguiente capítulo.

 

Siguiente y último capítulo

 

TOLORINES.







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