Perdonar.- José Carlos
Fecha Friday, 18 February 2005
Tema 040. Después de marcharse


Me ha gustado mucho el último artículo de Jacinto Choza (16-II), que atina certeramente en lo que a mí respecta.  Quería aportar algunas ideas sobre el tema.

 

Blanca (30-I), que ha sufrido mucho, nos citaba hace unos días un artículo aparecido en el diario español “El País” el cual recogía la vida de la superviviente de Auschwitz Violeta Friedman:

Violeta Friedman se entregó de lleno a la lucha por defender sus ideas, que iban más allá de una intención punitiva de los culpables. (...) Perdonar sólo era posible en el caso de existir una prueba fehaciente de arrepentimiento de los verdugos, y de su mutación en fiscales de su propia actuación pasada. Y olvidar, nunca.

Acto seguido, Blanca desconsoladamente admitía sobre sí misma:

 

“Tampoco hoy está en mí el ánimo de olvidar y perdonaré cuando pidan perdón por lo que me hicieron. ¿A quién perdono si no hay nadie que me pide que le perdone?”

 

Desde aquí, aunque sea poca cosa y a Blanca no le ayude mucho, quiero pedir perdón por las veces que no estuve a la altura de las circunstancias en mi labor de dirección (¡el peso de las almas!).  Debería haber tratado a todos como lo hubiera hecho Jesús, y no siempre pude o supe hacerlo.

 

Yo no estoy en la piel de Blanca, de Amapola, o de Nacho; no he padecido lo que cuentan Carmen Charo, Aquilina o Emevé.  Al contrario, desde mi primer escrito (30-IX-03) he constatado las razones por las que agradezco muchas cosas al Opus Dei.  Por eso no me puedo ni imaginar lo difícil que debe de ser llegar a poder otorgar ese perdón.

 

Pero sí conozco el ideal que se nos presenta: colgado de una Cruz, aniquilado, el Inocente por antonomasia perdona sin condiciones.  No espera que Judas, Caifás, Herodes o Pilato vengan a pedirle perdón o muestren arrepentimiento: lo ofrece a raudales, para el que lo quiera, aunque “no sepan lo que hacen.”

 

Creo que la auténtica reconstrucción personal, si pretende ser genuina y duradera, ha de pasar por el perdón.  Un perdón real, sincero, que sonría y quiera el bien del otro, que no se burle y no guarde resentimiento.  Sin ignorar las heridas, que existen: pero asumiéndolas y reconociendo que son parte de nuestra vida, que fueron permitidas por la Providencia, que en ellas también hay crecimiento y maduración.  Trabajando para evitar que vuelvan a ocurrir, pero por amor y con amor.

 

Por eso me parece contraproducente ofrecer una visión exclusivamente sombría que demoniza al Opus Dei: cuesta mucho perdonar al mal encarnado.  Sin percibir las innegables luces surge la rabia como única respuesta al daño recibido, y de ahí se abre la puerta al rencor.  Y además esa caricatura maléfica no concuerda con la honesta realidad vivida por tantos de nosotros, que es mucho más rica y compleja.

 

Por eso también me duele leer cómo la amargura se vierte tantas veces en sarcasmos, mofas y críticas acerbas, quizá provenientes de un alma llagada que no ha encontrado el bálsamo de la sanación, una sanación que sólo el perdón cristiano conoce.

 

Recuerdo los momentos pasados junto al lecho de muerte de aquella venerable anciana.  Muchos años antes, durante la guerra civil española, con tres hijos pequeños y embarazada del cuarto, unos milicianos habían irrumpido en su casa y arrancado a su marido de su vida.  Nunca se supo más de él; sólo se sabe que a los pocos días, amenazando las tropas franquistas con la toma de Madrid, se vaciaron las cárceles políticas de la capital y tuvo lugar la matanza de Paracuellos.

 

En su lecho de muerte, habiendo criado a cuatro hijos sola y sin ni siquiera poder confirmar que se había quedado viuda, esa mujer miraba fijamente al crucifijo y decía: “Jesús, una vez más te repito que perdono a los que se llevaron a mi marido…”

 

Su hijo menor, aquél que nunca había conocido a su padre, prorrumpió en sollozos en esa habitación del hospital: su madre les había hecho jurar, desde que eran pequeños, que siempre perdonarían a los asesinos de su padre.

 

Y nunca me olvidaré de la paz con que esa viejecita miraba a Jesús crucificado, mientras se preparaba a ir a su encuentro.

 

José Carlos







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