Iglesia popular .- José Carlos
Fecha Sunday, 21 November 2004
Tema 125. Iglesia y Opus Dei


Antes de retomar el hilo, quiero compartir con vosotros una experiencia que me ha impactado.  Estaba en México asistiendo como ponente a un congreso, en la capital de uno de los estados periféricos: una “capital de provincias”, diríamos en España.  El hotel estaba situado en un tramo de nuevos hoteles, separados de la llamada “zona industrial” por una amplia carretera con tráfico continuo.  A mi llegada, indagué sobre la localización de la iglesia más cercana, y se me informó que la “Iglesia de la Estrella” estaba localizada precisamente en el corazón de la zona industrial.

 

Para allí me fui el miércoles de mi llegada, buscando una misa de tarde.  Después de cruzar la carretera con serio peligro para la vida del peatón, me adentré en el barrio: chiringuitos de comida carretera, casitas destartaladas, paredes de ladrillo enrevesado a medio construir, solares abandonados…  un viejecito en una carreta tirada por un burro, muchas bicicletas, coches de carrocería oxidada… El ambiente, muy distinto del que estoy acostumbrado, pero las actividades eran las mismas: hombres volviendo del trabajo, mujeres de la compra, niños del colegio, parejas enamoradas en la plaza…

 

Esperé en vano fuera de la iglesia, con las señoras que también habían acudido a la misa de 7: estaban la congregación y el cura de peregrinación a un santuario, y todavía no habían vuelto.  Después de pasearme por la plazoleta como si fuera un pulpo en un garaje, me volví al cabo de un rato de espera infructuosa.

 

A la mañana siguiente, jueves, me dirigí de nuevo para allá ya con la luz del día, velada por la neblina.  La Parroquia de Jesucristo Sacerdote es un edificio de nueva planta, hexagonal (lo cual le proporciona su apodo popular de “iglesia de la estrella”), para reforzar la idea de comunidad.  Paredes prefabricadas, suelo de hormigón, rendijas y huecos por los que entra el aire y la luz del sol: no hace falta calefacción ni aire acondicionado.

 

Hacía frío; me senté delante en uno de los pocos bancos con reclinatorio, porque no me quería manchar mis pantalones de conferenciante.  Sagrario, crucifijo con Jesús resucitado y revestido de Eterno Sacerdote, enorme cuadro de la Virgen de Guadalupe rodeado de flores frescas: no había dudas de que era una iglesia católica.

 

Salió el celebrante.  De repente, sin aviso ninguno, se alzó una voz de la congregación: “Qué alegría cuando me dijeron…”  acto seguido se unieron otras, en una cacofonía sin acompañamiento, que al cabo de una estrofa o dos se fue unificando en una preciosa e invitante armonía.  Siguió, de la misma manera – sin indicación del sacerdote y por iniciativa del que se le ocurriera – el “Señor, ten piedad”…  así cantamos TODO, la misa entera.

 

Miré alrededor: había más de cien personas, de todas las edades.  Vestidas más o menos modestamente, las señoras mayores con chales y ponchos para protegerse del frío: arrodilladas en el hormigón, cantando a voz en pecho, musitando sus oraciones o poniendo sus monedas –y billetes– en la cestilla del ofertorio…

 

Un señor hizo la primera lectura; una mujer cantó el salmo responsorial, a pelo; varios voluntarios se ofrecieron para la oración de los fieles.  “Te presentamos el vino y el pan…”  Se sucedían los cantos con esas oraciones que me sé de memoria, dichas en otro acento con ligeras modificaciones locales (“El Señor esté con ustedes”, me recordaba a Gaby, Fofó, Miliki y Fofito de mi infancia)…  durante la Consagración, se oían los suspiros “Señor mío y Dios mio”; luego, solamente el ritmo pausado del celebrante, acompañado del arrullo de las palomas anidadas en las vigas del techo, el pipío de los pájaros que revoloteaban dentro y fuera del recinto, y las toses de enfermedades crónicas y poco medicadas.

 

Llegó la paz: un revuelo enorme de saludos, abrazos, con gente saliendo de sus bancos y mezclándose por todos lados, en una tertulia espontánea que se prolongaba durante el Agnus Dei; muchos se me acercaron, con sonrisas que acentuaban las arrugas de sus caras curtidas por el sol, revelando dientes que carecían del cuidado más elemental, pero cuyos ojos mostraban acogida y cariño verdaderos.

 

Y ahí estaba yo, con mi bienio y mi cuadrienio filosófico-teológicos (“de la buena”, como dice Satur), con mi preparación profesional y científica, vestido de conferenciante, lector y contribuidor asiduo a opuslibros, empequeñecido y avergonzado de tantas mezquindades; edificado por la piedad y dignidad de estas gentes, que participaban en la liturgia con ganas, pues era suya.  Con Dios sabe qué problemas y luchas por salir adelante, en un mundo tan diferente del mío de toda la vida…

 

Después de la comunión, también por propia iniciativa, empezó una feligresa a recitar una oración pidiendo por los sacerdotes e implorando vocaciones sacerdotales, y se le unieron todos.  Al terminar la misa, siendo jueves, apareció una custodia reluciente, iluminada por un foco especial: y todos se quedaron a adorar al Santísimo, cantando emotivos cánticos que no conocía.  Luego entonó el cura el Pange Lingua, y ése sí me lo sabía (la primera estrofa gracias a la Obra y la segunda a Mocedades); pero era el único, y cantamos sólo el cura y yo.  Luego salió un canto vernáculo, y volvieron a unirse todos.

 

“Cantemos al Amor de los amores…  Dios está aquí”.  Sí, Dios estaba allí.  Pensé en el reciente “Mane nobiscum” del Papa: Dios presente en la Eucaristía, Dios presente entre sus hijos.  Cuánto bien me hizo rezar con ellos. 

 

Durante mis dos décadas en la Obra, participé de dos labores sociales: un mes en México y otro en la India.  Entretanto, muchas convivencias de universitarios, campamentos guay, excursiones a esquiar, viajes chachi a ver al Papa…  alguna que otra visita de pobres, apresurada, rara, quizá insincera.  ¿Por qué no hice más?

 

Entiendo que la Iglesia tienda la mano a todos, ricos y pobres, intelectuales y obreros, economistas, políticos, taxistas y agricultores; pero incluso desde un punto de vista puramente egoísta, sé que como hombre entregado a Dios en búsqueda de Jesús, yo hubiera aprendido más, me hubiera beneficiado más, y quizá Le hubiera tocado más de cerca, con un poco más de contacto entre sus predilectos.

 

José Carlos









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