Yo sí tengo vocación.- Ananaru
Fecha Wednesday, 22 November 2023
Tema 010. Testimonios


 

Yo sí tengo vocación

Ananaru, 22/11/2023

 

Fui numeraria durante casi 10 años. Y durante todo ese tiempo, me estuve preguntando si me había inventado la vocación. Actualmente, sin yo esperarlo, estoy consagrada al Señor, vivo en comunidad, y no tengo ninguna duda de mi vocación. Quiero contar mi historia para destacar la diferencia entre una vocación (la no vocación a la Obra) y la otra.

Mi no vocación a la Obra

Yo nací en un ambiente del Opus Dei: padres supernumerarios, colegio de la Obra, club desde pequeña, convivencias en verano...



Mi madre trabajaba en una obra corporativa que tenía anexo un centro. Para mí ese centro era como mi casa, ya que había ido desde pequeña. Y recuerdo que el verano que tenía 13 años recién cumplidos, fui al centro a buscar a mi madre, y conocí a una directora que acababa de llegar. A partir de ahí, esa directora se fue acercando cada vez más a mí. [Aquí hago un paréntesis. Con 13 años, que un adulto te llame, se interese por ti, esté pendiente de tus cosas, es algo que te hace sentir súper importante, y por eso me parece más perverso ese método de captación: utilizar la fragilidad de la adolescencia para manipular al joven.]

La relación con esta directora cada vez era más fuerte, y yo poco a poco la iba idolatrando. Y, claro, quería ser como ella. [Hago otro paréntesis. Esas edades son las edades de los grandes ideales. Es el momento de soñar con dar la vida, y es fundamental poner a los jóvenes frente a esos grandes ideales, para acrecentar el deseo de un bien mayor. Sin embargo, aprovecharse de ese deseo del bien para hacerles firmar un cheque en blanco que les compromete de por vida es perverso.]

Por la admiración que yo sentía por esta directora, empezó a crecer en mí el deseo de dar la vida a Cristo por entero [nuevo paréntesis: una cosa es reconocer como un bien el dar la vida a Cristo, incluso envidiarlo, y otra muy distinta es tener vocación]. Recuerdo la conversación en dirección en la que yo dije que quería ser numeraria. Porque a mí nadie me planteó la vocación. Y a partir de ahí, todo fue rodado, y el día que cumplía los 14 años y medio, pité.

Al poco de pitar pensé que me había equivocado, ya que yo no era capaz de hacer el apostolado que me pedían. Para mí era algo evidente que eso era señal de que yo no tenía vocación, y pensé que también lo sería para el resto. De hecho, cada vez que tenía que hacer una nueva incorporación, pensaba: esta vez me van a decir que no. Sin embargo, nunca lo hacían, y yo seguía adelante.

A los dos años de pitar, dejaron la Obra dos personas muy cercanas a mí. Y cuando hablé del tema con la directora (había cambiado, mi amiga se había ido, y la nueva me caía fatal), me dijo que yo tenía que darle al Señor la fidelidad que no le habían dado esas dos personas. Y así puso sobre mí, con 16 años, una losa insoportable.

Al cumplir los 18 años me fui a vivir al centro, y al poco me fui al centro de estudios. Y la sensación era la misma: yo no sé qué hago aquí. Porque yo deseaba hablar de Cristo, expresarme, pero me parecía amorfo que solo pudiera hacerlo con chicas, cuando en la facultad los grupos de amigos eran mixtos. Yo tenía un grupo, y obviamente, también había chicos en él. Y nunca pude ir a estudiar con ellos por la tarde a la facultad, porque al haber chicos, nunca me dejaban. Y yo cada vez más aislada y más extraña a mí misma.

El segundo año del centro de estudios, hicimos en Navidad el curso de retiro con el sacerdote secretario. Y recuerdo que me preguntó: “¿Cuántas veces has pensado que lo quieres dejar? Pues dile al Señor el mismo número de veces que Le quieres.” Y así, poco a poco, fue calando en mí que dejar la Obra equivalía a decirle al Señor que no le quería.

Así pasó el tiempo, y yo cada vez estaba más desubicada, más triste. Llegó el momento de la fidelidad, y yo estaba fatal, pero cayera quien cayera, yo quería hacer la fidelidad, porque yo quería ser fiel al Señor, y quería darle al Señor la fidelidad que no le habían dado quienes lo habían dejado. Y mi sorpresa es que esta vez me dijeron que era mejor esperar seis meses. Me hundí en la miseria, y empezaron las pastillas. Peleé como pude, y pasaron esos seis meses. Y me volvieron a decir que esperara otros seis meses. Yo no entendía nada, pero como la gracia en la Obra llega a través de los directores, me fie.

Durante ese tiempo, empecé a ver quincenalmente al sacerdote secretario (también había cambiado al del centro de estudios). Y recuerdo que me decía: “Princesa, esta batalla la vamos a ganar”. Y yo pensaba que lo que esa frase significaba era que finalmente iba a poder hacer la fidelidad. Sin embargo, poco antes de que se cumplieran los seis meses, y estando el sacerdote secretario fuera, me llamó la de San Miguel y me dijo que yo necesitaba que otros estuvieran pendientes de mí, y que claramente mi vocación era el matrimonio, y que tenía que dejar la Obra, y que me había dado de alta como cooperadora. Y así lo hice, por eso yo siempre digo que yo dejé la Obra por obediencia.

Tengo que decir que en esos años de mi vida, yo había experimentado quién era el Señor y su gracia, con una alegría indescriptible, en dos momentos concretos: el primero, en mi primera confesión, con siete años. Y el segundo, la primera vez que hice un rato de oración frente al sagrario, con trece años. Recuerdo esos dos momentos, ambos antes de hacerme de la Obra, como dos momentos de gracia.

Cuando el Señor me llamó para Él

Cuando regresé a casa de mis padres, yo estaba totalmente desubicada, como si me faltara el suelo bajo los pies. Como me habían dicho que mi camino era el matrimonio, me puse a buscar novio, aunque estaba tan mal que era bastante inviable…

Por el miedo al infierno que me habían inculcado, no quise dejar la Iglesia. De hecho, recuerdo que, para mí, el santo que más envidia me daba era san Dimas, el buen ladrón, porque él había hecho en su vida lo que había querido, y en el último momento se había encontrado con el Señor, y estaba en el Cielo. Sin embargo, yo había tenido la desgracia (esa era mi experiencia) de haberme encontrado con la Iglesia desde niña, y tenía que vivir con esa losa.

Pasó el tiempo, conocí a gentes varias, y a través de un grupo de amigos de la parroquia, conocí a un sacerdote en una peregrinación de un fin de semana. Ese sacerdote me sorprendió, porque nunca había visto a alguien con tanta humanidad. No llegué a hablar con él ni una sola palabra, pero tampoco fue necesario. Yo quería rezar como rezaba él, mirar como miraba él, querer como quería él. Quería ser como él, solo que él era sacerdote, y yo no podía serlo. Y recuerdo que volví de aquella peregrinación feliz, como hacía años que no lo estaba. Y al día siguiente, con toda mi alegría, quise ir a misa temprano. Y al acabar la misa, me quedé rezando. Y entonces sucedió. De pronto, tan contenta como estaba, se me vino algo imposible a la cabeza: “¿Y si en la Obra se hubieran equivocado? ¿Y si no es que mi camino es el matrimonio, sino que lo que pasa es que mi camino no es la Obra, pero que el Señor sí que quiere mi vida?” En ese momento me entró un miedo atroz, porque para mí darle la vida a Cristo coincidía con sufrir, y yo no quería volver a sufrir. Sin embargo, no podía dejar de reconocer la alegría que había supuesto esa peregrinación, y le dije al Señor: “Señor, Tú conoces el camino de mi felicidad mejor que yo, y si tú quieres votos (porque pensé que fuera de la Obra no había ninguna forma de dar la vida a Cristo más que a través de votos), yo te digo sí. Pero te pido una cosa: no me pidas clausura”.

Lo que sucedió en ese momento, no lo sé describir con palabras. Es como si todo un tráiler lleno de agua me cayera encima, como si me inundaran, pero no de agua, sino de gracia y de alegría. En ese momento en mi interior nació una fuente de alegría que empezó a brotar, y a brotar… Y a día de hoy, esa alegría profunda sigue brotando, día a día, aun en días complicados y de mucho dolor…

Me pasa como a San Juan: “Eran las cuatro de la tarde”. Yo sé la hora, el día, dónde estaba sentada… Ese instante cambió mi vida.

La alegría permanecía en el tiempo, y no me la daba yo. Por esa razón, sabía que el Señor me llamaba, de eso tenía certeza, pero no sabía a qué. Empecé a buscar conventos, congregaciones, a preguntar, pero no sabía por dónde tirar. Entre las múltiples cosas que hice, una de ellas fue ir a escuchar al sacerdote que tanto me había llamado la atención, ya que verle y oírle era como una bocanada de aire fresco para mí. Y a los dos meses, me atreví a hablar con él y contarle lo que me había pasado.

De aquella conversación recuerdo dos cosas. La primera: “La vocación no es algo que uno vea una vez y desaparezca. Si es de Dios, se repetirá y cada vez lo verás con más claridad”. La segunda: “Si tienes vocación, la tienes para siempre, así que no tengas prisa”.

A partir de aquí empieza toda una historia de amor, de cortejo por parte del Señor, de darme una comunidad, de generar en mí un atractivo cada vez mayor hacia una forma vocacional concreta, el respeto en esa forma vocacional a mi espacio y mi tiempo, ya que yo traía muchísimas heridas de la Obra que aún me sangraban… 

El mayor obstáculo que tuve que superar en todo ese camino era aceptar que yo era libre. Hasta ese momento, yo siempre había obedecido sin pestañear. Y nunca había sido responsable de ninguno de mis actos, ya que siempre eran al dictado de otro. Ahora se me ponía delante mi libertad, y con ella mi responsabilidad (que yo tenía sin estrenar), y tenía pánico a equivocarme, a no saber leer los signos que el Señor me daba, a ser yo la protagonista de mi historia… Recuerdo que cada vez que llegaba el momento de dar mi sí definitivo, la persona que me acompañaba me decía: “Si tú quieres dar el paso definitivo, hazlo, pero si me preguntas a mí, yo te diría que esperaras, porque yo no te veo libre, y este paso lo tienes que dar libremente”. Pasaron los años, y llegó un momento en el que mi libertad dio un pasito, corto, pero suficiente, lo suficiente para dar mi sí libre, aunque realmente era la mínima expresión de libertad.

Semanas antes de dar ese sí me entró pánico, ya que no me veía preparada. Quedé con un buen amigo (de esos que te acompañan en la vida), y le conté mi temor, y le dije que estaba pensando esperar un año más. Me dijo que entendía que no me viera preparada, y me respondió: “Vale, esperas un año más. Y en ese caso, ¿crecería la certeza de la vocación?”. Yo me quedé mirándole sorprendida, porque no esperaba esa respuesta, y le dije: “No, no crecería, porque la certeza de la vocación ya está”. Y me respondió: “Y si tienes certeza de que el Señor te ha llamado, ¿para qué vas a esperar?”. Y me di cuenta de que mi amigo tenía razón, y di mi sí definitivo. 

No puedo decir que el día que le di mi vida al Señor fuera el más feliz de mi vida. Era tal la herida que traía de la Obra por el hecho de que no me hubieran dejado hacer la fidelidad, que yo solo quería que pasara. Solo recuerdo el agradecimiento al ver cómo mi vida había crecido en ese tiempo. Habían pasado 16 años desde que vi que el Señor me llamaba y hablé con aquel sacerdote. Gracias a Dios, no tuve prisa…

En la actualidad vivo en comunidad, con todo lo que eso implica, y puedo decir que soy feliz. Me sorprende lo que el Señor hace a través de mi vida, sobre todo porque soy un desastre en la relación con el Señor, pero eso no quita la certeza de que Él me ha llamado y me llama. Me siento totalmente libre allá donde estoy: en mi casa, con mi familia, con mis amigos, con mis compañeros de trabajo… Doy clase en un instituto público, y mis alumnos me preguntan con frecuencia: “Profe, ¿tú por qué estás siempre contenta?”. Y yo les sonrío, y pienso por dentro: porque tengo vocación.

Un abrazo a cada uno,

Ananaru.

 







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