MIS SUEÑOS TRAUMÁTICOS TRAS MI SALIDA.- Gómez
Fecha Monday, 13 November 2023
Tema 040. Después de marcharse


 

SUEÑOS TRAUMÁTICOS TRAS MI SALIDA

Gómez, 13/11/2023

 

El trauma resultante de la confesión y la confidencia semanal se somatizó en mi caso en sueños recurrentes que duraron más de diez años después de mi salida de la Obra. El escenario era algún centro del Opus Dei lleno de luces que se colaban por basculantes invisibles y que se convertían en columnas de partículas flotantes que se mezclaban con el humo de las velas de algún altar y el de los cigarrillos que fumaban los sacerdotes numerarios que allí estaban. Cada sacerdote celebraba su misa individual, lo que aprovechaba yo para camuflarme, para no estar en ninguna de ellas, pues no podía comulgar debido a que no me había confesado. Así pasaban los minutos, las horas, los días y las noches de mi sueño. Sabía que, en algún momento, tarde o temprano, tendría que arrodillarme ante alguno de ellos, pasar la vergüenza de confesarme, cumplir la penitencia y volver a participar en la misa y en la comunión, pero en el sueño nunca lo hacía, nunca me atrevía, y la interinidad de mi vocación se prolongaba por tiempos inciertos e inconmensurables.

Cuando salí de la Obra, después de doce años de entrega total y de confesiones y confidencias semanales cumplidas con sinceridad salvaje, seguí por algún tiempo haciendo mi confidencia con un sacerdote numerario que me quería y me entendía bastante. La charla siempre terminaba en confesión, hasta un día en el que nos encontramos en otro país, charlamos como buenos amigos, y cuando le pregunté si me podía confesar me dijo que no, porque no tenía licencias del ordinario. Fue la última vez que hablé con él. Lo interpreté como un irme dejando solo, para que yo fuera organizando mi vida espiritual en un ambiente menos estricto que el que había vivido hasta entonces. Si no tenía vocación, como me lo habían dicho después de doce años de entrega total, no era justo que siguiera viviendo el rigor de la entrega a la cual no estaba llamado.

Yo, sin embargo, seguía con mi costumbre de confesarme semanalmente. Las iglesias del centro de la ciudad donde vivía, una detrás de otra, tenían confesonarios y curas que se sentaban durante horas a atender a los feligreses. Algunos de estos sacerdotes me decían que no tenía por qué confesarme con tanta frecuencia si no era seminarista o religioso. Yo alegaba que no era ni seminarista ni religioso, pero que entendía que la Iglesia enseñaba el llamado universal a la santidad. Supongo que interpretarían mi argumento como «este es del Opus Dei», y por eso accedían a oír mis pecados y darme la absolución. Solo alguno que estaba ya corrido de tantos pecados oír, me echó de mala manera del confesonario pidiéndome que no lo hiciera perder el tiempo. Tal vez esa echada, que ponía mi vida en peligro de morir impenitente, me hizo buscar una vez más a un cura numerario para confesarme. Llegué a la capellanía que atendían dos sacerdotes numerarios, contemporáneos míos, que habían sido mis compañeros en el Centro de Estudios, y le pedí a uno de ellos que me confesara. Fue muy incómodo para él y para mí, pero salí con mi aureola brillante, en gracia de Dios, para seguir adelante con mi santa vida.

A la siguiente semana fui a confesarme con el otro capellán, y este sí me dijo que me dejara de carajadas, que qué me iba andar confesando con él, cuando muy cerca había iglesias donde podía encontrar sacerdotes disponibles para atender a alguien como yo, que no era del Opus Dei. Era una nueva señal de que tenía que seguir mi camino de católico practicante por otro lado.

Por esos días, el provincial de los padres carmelitas descalzos en mi país dejó su hábito y se secularizó. Fue noticia nacional, pues el fraile era conferencista internacional, figura de la radio y la televisión y columnista de algunos de los más importantes periódicos de la nación. En una entrevista televisiva acerca de la decisión tomada, el periodista le preguntó si él se confesaba, de qué se confesaba y cada cuánto se confesaba. El cura secularizado le dijo que siendo carmelita sí se confesaba, de pecados veniales y cada año. Una vez al año. ¡Una vez al año! Eso me impactó. Yo, que no era religioso ni sacerdote, sino laico laical hasta la médula espinal, me confesaba cada semana. Y así lo había hecho durante casi veinte años.

Algunos dolores de cabeza, espalda y piernas, producto del estrés laboral, me llevaron un día al consultorio de un psicólogo. Comenzó una serie de sesiones en las que le fui contando mi vida, lo externo, lo más visible primero, y luego lo más interno, mi paso por el Opus Dei y mi costumbre confesarme cada semana. El psicólogo me dio pastillas de vida, superación, ganas de vivir y no sé qué más propósitos, que debía tomarme a determinadas horas del día. En realidad, no eran más que bolitas de azúcar cuyo efecto placebo me permitiría superar mis achaques.

Lo que definitivamente me curó fue la prohibición terminante de confesarme. «Usted no se me vuelve a confesar nunca más en la vida, señor. Y es en serio. Eso le está haciendo mucho mal». Me curó y me salvó, porque no ha habido nada más liberador en mi vida post Opus Dei que esa decisión.

Aquí me tienen, sin sueños de confesores ni confesonarios, sin más estrés que el normal de cualquier persona común y corriente, católico practicante, de misa dominical y presencia de Dios habitual, pero sin la angustia de la confesión, sacramento al que volveré como Constantino algún día.

Gómez









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