De cómo me convertí en inquisodorcito (Cap.2 de 'Entre el camello...).- Epi
Fecha Wednesday, 11 August 2004
Tema 010. Testimonios



2. De cómo me convertí en inquisodorcito

(Cap.2 de 'Entre el camello y el león')
Enviado por Epi el 11-08-2004


Algunas enseñanzas de la Obra las conseguía yo deglutir agitando y estirando el pescuezo para arriba, con los ojos fuera de las órbitas, como las águilas cuando se tragan una presa más grande que ellas. Luego me venían las cagaleras. Pero en esa operación ponía yo mucho entusiasmo. Nadie me metió la comida por la fuerza...

Ilustraré estas voluntarias indigestiones con dos anécdotas: una simpaticona y otra que aún me deprime.

Un buen día vino a mi centro de adscritos un numerario mayor, que, no sé por qué, iba mucho por allí. Y, lo que son las cosas, con mis dieciséis años, era yo el de mayor rango en aquel momento (supongo que los directores estarían reunidísimos). Me preguntó por horarios y labores y yo, que me esforzaba por presentar como mías las cosas de Casa, contestaba siempre con un "nosotros solemos", "nosotros hemos organizado", "nosotros" (sí, así de repelente era yo). Y él me espetó: "¿Tú siempre hablas en plural mayestático, como el Papa?" Era como decirme: "Vive el espíritu de la Obra con naturalidad".

La otra anécdota es un terrible pecado mío que me sigue abriendo las carnes. En mi centro de adscritos nos habían prevenido contra un programa de televisión (creo recordar que era La clave) donde se verían imágenes procaces en una película, tras la cual habría un debate. Para mi indignación, mi padre, por entonces escamado ya del Opus, se disponía a verlo; y yo me enfrenté a él, en su propia casa, y lo conminé a apagar la tele. Mi padre, al principio, no se enfadó, sino que con buenas palabras se enfrentó al inquisidorcito que tenía enfrente y me intentó explicar que él era ya mayor, tenía buen criterio, simplemente quería saber más sobre ese asunto y que… Yo no lo dejaba terminar, sino que repetía como ante un hereje: "Lo que mancha a un niño mancha a un viejo", una frase que impresiona por lo rotunda, pero que, al menos en asuntos de metesaca, es sencillamente mentira. Mi hermana, más sensata y humana y también de la Obra, me rogaba con gestos que me callara, pero yo dale que dale excomulgándolo y escandalizado de que en casa tan opusina se viesen tales indecencias. Sólo me faltaba girar el cuello como la niña de El Exorcista. Ay, mi padre tendría que haberme cruzado la cara a bofetadas para sacar de mí al demonio del fanatismo y demostrar que él mandaba en su casa, y no la Obra, y que la voluntad de Dios no era lo que mi eventual director me decía, sino algo que cada cual interpreta como buenamente puede. Pero no, mi padre apagó la tele y se fue a su cuarto dando un portazo. Creo recordar que al día siguiente el cura me desaconsejó tales excesos con mis ancestros. Pero la verdad era que, en mi caso, el adoctrinamiento que yo allí recibía en vena producía esos efectos secundarios.

De todas mis voluntarias transformaciones en el Opus Dei, la que más lamento, la que más asco me da, fue ese fanatismo sin caridad. Es algo que me perdono a duras penas. ¿Cómo pude convertirme en eso? ¿Qué parte de mi persona, al aparearse con las enseñanzas de la Obra, paría semejante aborto?

No voy a caer en la trampa maniquea, como muy bien advierte Lapso, de culpar de todas mis estupideces y penas de entonces al Opus Dei, porque no todos hicieron las mismas estupideces que yo; tampoco en la trampa de pensar que yo era una inocente víctima en las garras de una secta o de una mafia, porque, si el Opus Dei fuera eso, no se saldría de él tantísima gente y ya habríamos muerto todos los ex en misteriosos accidentes. Ni el Opus Dei es tan poderoso ni los ex fuimos simplemente unos tontos embaucados. Y si firmo con pseudónimo, no es por miedo a nadie, sino porque no quiero que por mi culpa se identifique a las personas que cito y porque el pseudónimo me da más libertad para contar cosas tan personales en las que, como veréis, no quedo nada bien.

Es cierto que el Opus Dei no jugó limpio captándome cuando apenas me apuntaba el bozo, pero también es verdad que es bueno espabilarse pronto y que, en vez de mandarlos a todos al cuerno, como hicieron otros muchos mozalbetes de mi edad, yo fui demasiado complaciente: me faltaban bemoles para hacer lo que realmente quería. Me mantenían en ese angosto camino el orgullo de haber sido escogido o mi miedo ante el mundo o mi deseo de complacer a los que tanto esperaban de mí (también, aunque en menor grado, un anhelo de agradar a Dios). Si la Obra se benefició de esos defectos míos, yo me beneficié más de ella, porque si tuve en ella malas experiencias, también recibí de ellas muchos bienes y antes de que pudieran rentabilizar toda la formación en mí invertida, salí de allí pitando, o sea, despitando.

Cuando uno se reconoce como único responsable de sus actos, se conoce más a sí mismo, se siente más digno y más protagonista de su propia historia y, lo más importante, uno se reconcilia con todo el mundo y le echa sentido del humor a una experiencia que empezó más o menos bien y terminó mal.

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