De lo mal que me sentaban algunas prendas (Cap.3 de 'Entre el camello...).- Epi
Fecha Wednesday, 11 August 2004
Tema 010. Testimonios



3. De lo mal que me sentaban algunas prendas

(Cap.3 de 'Entre el camello y el león')
Enviado por Epi el 11-08-2004

¡Si el traje de la Obra hubiera sido una túnica inconsútil con la que andar holgado y fresquito! Pero no, era un traje con muchos forros y encajes y bolsillitos y almidones y a algunos nos sobraban mangas, nos apretaban los zapatos y el paquetillo, nos escocían las costuras… De nada servía pedir unos retoques. Y allá que iba uno por la pasarela intentando convencerse a sí mismo y a los demás de lo elegante que iba, a veces con vanidad, a veces con sinceros deseos de hacer las cosas bien, pero siempre dando traspiés...

Una prenda que me venía ajustadilla eran las normas de piedad. Aunque no me saltaba ni una, las medias horas de oración eran demasiado largas para mí, una lucha contra el tedio, el sueño y las musarañas. Era, en una frase de mi padre, como decir: "Voy a decirle cosas bonitas a mi mujer de seis y media a siete de la mañana". ¡Qué frustrante obligar en vano al corazón a interesarse por lo que la voluntad le dicta! Si en el oratorio alguien leía en voz alta, me decía a mí mismo: "A la próxima voy a estar muy atento". Pero a la próxima volvía a írseme el santo al cielo.

En general, yo estaba siempre bastante seco y en la oración leía más que conversaba con Dios; si me ponía a hablar con Él, acababa en los cerros de Úbeda. Yo le comentaba y preguntaba cosas (supongo que así se habla con Él), pero era yo quien imaginaba las respuestas. Un poner: "Aquí en la agenda dice que hay que vivir la virtud de la caridad. A ver, a ver, ¿cómo puedo vivir esa virtud?" y una vocecilla me decía: "Haz más correcciones fraternas" y entonces yo me ponía a pensar en defectillos del personal, porque esa vocecilla tenía que ser del Paráclito. Pero si la vocecilla me hubiese dicho: "Mira, chavalín, monta una tertulia pirata en el armario del cura jefe e invita a tus hermanos a chervecha y colaloca y a comer pipas hasta reventar, que os lo vais a pasar bomba", esa era una sugerencia luciferina que había que rechazar con un gesto arcangélico.

Ya me lo decía el subdirector de mi primer curso anual: "Eres más bucólico que las mariposas" y yo no lo entendía. Supongo que eso equivalía a lo que luego oí mil veces: "Baja de las nubes. El amor se demuestra en las cosas pequeñas; en vez de soñar con matar dragones, lucha por las victorias cotidianas en las que esa grandeza se concreta". Y tenían toda la razón, sólo que, como casi todo allí, eso no iba conmigo. En realidad, yo quería vivir como los numerarios que salían en las anécdotas y estaba sediento de encontrar en ellas numerarios especiales como payasos, arponeros o actores. Mis anodinas victorias cotidianas ("hoy me eché mantequilla; hoy no me eché mantequilla") no me arrancaban gritos de júbilo y nunca fui pródigo en ellas. En cambio, se me daban muy bien los dragones. No le tengo una devoción particular a san Jorge, pero siempre me ha tirado lo épico y lo grandioso. Me imaginaba, por ejemplo, ante una gran concurrencia, partiéndole la cara a un ateo que había osado blasfemar contra la Virgen ¡en mi presencia!; o irrumpía como un héroe en una clínica abortiva y recogía entre lágrimas los cuerpecillos despedazados para enterrarlos dignamente, y la policía, conmovida por acto tan loable, no tenía valor para detenerme; o me rapaba el pelo al cero como Isidoro Zorzano para espantar a las niñas que me perseguían en la fácul. Me imaginaba a mi ángel custodio como un centurión romano todo musculoso que me protegía de las huestes diabólicas y que impedía que se me escapara el autobús y que muchas veces detuvo con sus puños invisibles varios coches que estuvieron a punto de atropellarme. A veces lo imaginaba llorando en un rincón por alguno de mis pecados (esa devoción la sigo conservando y es algo hermoso que aprendí en la Obra). En fin, me imaginaba muuuuuchas cosas. Recuerdo que varias veces pedí permiso para releer en mis diez minutos de lectura "El valor divino de lo humano", porque su vehemencia me ponía a cien, pero nunca me lo permitió mi charlista (y digo charlista, porque "el que me llevaba la charla" me parece muy largo). Tampoco me permitió quitarle minutos a la lectura para dárselos al evangelio, que me gustaba más. De todos modos, en esto de las lecturas espirituales siempre fui un poco por libre.

En cuanto al examen de conciencia, yo abría en el centro de estudios mi sintética y desordenada y desencuadernada y desangelada agenda y confirmaba que, en efecto, no había cumplido casi ningún propósito. Esto de examinar tu conciencia a la vez que ochenta o sesenta conciencias más, me ponía nervioso: iba a toda pastilla y terminaba antes que nadie o al terminar el tiempo de examen reparaba en que yo lo había entregado en blanco. Aún me queda el vicio de los nunca cumplidos propósitos en la agenda.

Más llevadera era la mortificación corporal. Con ella el ángel dominaba a la bestia. Aunque nunca la entendí del todo, tenía algo de caballeresco que me seducía, un no sé qué de templario y morboso y de larga tradición entre los santos más variopintos. No hubo cilicio que se me deslizara muslos abajo ni disciplinazo que no me escociera; eso sí, mientras me fustigaba, menos mal que rezaba la salve, porque me daban unas ganas de decir unas palabrotas… Las otras mortificaciones, las reales, eran más difíciles, por ejemplo, los detalles de cariño con gente alérgica al cariño. En el centro de estudios, al entrar en el comedor era evidente que muchos buscábamos sentarnos con quien más congeniábamos. Es más, a veces uno se cambiaba con descaro de mesa. Y es que ¿a quién le gusta compartir el placer de la comida con un tipo monotemático o antipático habiendo por ahí tanta gente amable? Jodía menos ciliciarte más de la cuenta que esforzarse por ser amable con Gilipichis, cuya sola cercanía me malhumoraba.

Este Gilipichis tenía en el colegio mayor cierto cargo y además trabajaba en Delegación. Durante el desayuno eructaba sus quejas contra las chicas de la Administración (por cierto, las recuerdo a todas guapísimas), que nos ponían una mermelada de naranja amarga elaborada por ellas mismas. Y nos exhortaba, el muy Gilipichis, a dejar la mermelada intacta, para que la Administración pillara la indirecta. Yo, por darle en las narices y en homenaje a las numerarias que desempeñaban con toda dignidad el insustituible papel de mi madre, me untaba visiblemente esa mermelada mientras alababa su exquisitez. La verdad es que a mí tampoco me gustaba nada, así que en realidad me mortificaba para mortificar a Gilipichis. Era una mortificación nacida de lo más bravito de mis gónadas (¿qué tipo de pecado será ese?) Pero Dios es grande y ahora es mi mermelada favorita.

¡Ay, cuántas pajas mentales acerca de la conveniencia de hacer esta o aquella mortificación o cambiarla porque ya me había habituado a ella! Para embrollarlo todo, las compensaciones se entrelazaban con las mortificaciones en un batiburrillo que renuncio a analizar. Así, por ejemplo, mis mortificaciones en el postre las compensaba con el vino, por eso de darme un gusto lícito, pero, en realidad, el vino no me gustaba, así que la compensación me mortificaba (desde luego qué gran verdad eso de que en el pecado está la penitencia). Otro ejemplo: yo, que nunca tomaba café, comencé a tomarlo en la tertulia porque era una de las cosas que se podían hacer sin pedir permiso. Eso sí, para mortificarme, no le echaba azúcar, con lo cual esta compensación también se iba al garete y uno se desquitaba inconscientemente, por ejemplo, empalmando un pitillo con otro. Pero como le acabé tomando el gustillo al café sin azúcar, dejó de ser una mortificación (y sigue sin serlo) y ya no sabía yo cómo mortificarme con el café, así que, como me dio el punto de mortificarme sobre todo con el café, a veces no me lo tomaba, otras veces echaba un poco de café en el azúcar más que azúcar en el café, o dejaba que se enfriase o me daba un ataque de compensaciones y vaciaba la cafetera y luego pensaba en redimirme con alguna mortificación especialmente jodona. En fin, recuerdo que mientras yo hacía todos aquellos silogismos me preguntaba si los demás se complicaban la vida tanto como yo.

La filosofía, la teología, el latín… todo eso me gustaba. Era facilito y te daba culturilla y de esas rentas aún sigo viviendo. De hecho, el otro día unos estudiantes me abordaron en la calle y me preguntaron para un trabajo de religión qué era la Iglesia para mí. Ojipláticos se quedaron cuando les solté sin pestañear eso del cuerpo místico de Cristo. ¿Mande?

En cuanto a los encargos, me dieron en mi centro de adscrito el de llevarle flores a la Virgen los sábados. Las flores, la Virgen y los sábados siempre me han gustado. Pero en el centro de estudios me dieron el de arreglos. No exulté con cítaras y salterios, porque nunca se me han dado bien los objetos: cuando los objetos ven que me acerco, se asustan. Menos mal que lo compartían conmigo otros cuantos más. Alguna vez que otra, en vez de cumplir con mi encargo, me ponía a aporrear una batería que había en el cobertizo, porque me fastidiaba ver a Gilipichis dándonos órdenes a los pringaos mientras él se reía con sus amigotes. Así que entono el "mea culpa", pero, vamos, sin darme golpes en el pecho.

Lo de la santificación del trabajo estaba chupado porque apenas me acordaba de ella. Bueno sí, ponía la estampita mientras hacía como que estudiaba. Si saqué buenas notas, fue por mi facilidad para los idiomas y porque mi carrera era facilita. Esto de la santificación, que nunca entendí del todo, lo oía yo más de cara a la galería que de puertas adentro, donde el tema estrella, que yo recuerde, era, adivina adivinanza, el proselitismo. Ahora que tengo tonsura natural y procuro hacer mi trabajo lo mejor posible, se me olvida santificarlo. La humana criatura no tiene remedio.

La presencia de Dios la olvidaba cuando más a gusto estaba y si milagrosamente me acordaba, decía un par de jaculatorias para rellenar el expediente y seguía con lo mío. ¿Y qué decir, por ejemplo, de la filiación divina? Nunca me dio paz. Yo era un manojo de nervios que sólo el tiempo ha ido pacificando.

La virtud de la alegría no la vivía en absoluto, me explico, no le gruñía a nadie, soy de carácter risueño, pero cuando me abandonaba a la melancolía, no me daba por hacer piruetas. A lo sumo me salían unas sonrisas tan forzadas, que los espejos, de haberme visto, se podrían haber roto. Yo no vivía la alegría como un deber más, sino que la recibía como un don, cuando ella tenía a bien bendecirme (no os lo recomiendo: los psicólogos dicen que hay que trabajársela).

La virtud de la obediencia la vivía, pero cada vez de más mala gana. Aún tengo pendiente preguntarle a un cura si una virtud vivida a regañadientes me servirá en descargo de mis muchos pecadillos.

Cuento todo esto para ilustrar con mi caso cuántas charlas de formación, cuántas sustancias de la Obra, parecían caer en saco roto.

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