De consultismos y normismos (Cap.6 de 'Entre el camello...).- Epi
Fecha Wednesday, 11 August 2004
Tema 010. Testimonios



6. De consultismos y normismos

(Cap.6 de 'Entre el camello y el león')
Enviado por Epi el 11-08-2004


Pero, sin duda, la prenda más incómoda, el plato más indigesto, era rendir el propio juicio. No es que a mis veinte años yo tuviese juicio propio, pero ya hacía mis pinitos. Yo había dejado de ser el adscrito adolescente que a todo decía sí, buana. Ahora había que convencerme. Ahora era yo un hombretoncete con todas sus cositas y el escozor de la juventud me hacía rebelde.

Por ejemplo, me jorobaba que tantas novelas actuales fuesen inadecuadas para mi carácter sentimental Y esto de que me censuraran las cartas sólo lo llevé bien cuando era adscrito, porque recibía pocas, pero cuando me fui al centro de estudios, mis amigos me escribían bastantes cartas y cuando me las encontraba censuradas, sentía que los hilos que me unían a ellos los recortaba mi subdirector en vez de reforzarlos. En cierta ocasión le pregunté por carta a un amigo mío cristiano de base qué opinaba del Opus Dei. Era una pregunta retórica. Yo ya sabía lo que opinaba, pero me gustaba y me gusta discutir de todo. Este chico, con toda su buena voluntad, me envió una carta donde, advirtiéndome, me escribía con letras muy grandes y apremiantes algo así como: ¡POR FAVOR! LEE EL FOLLETO QUE TE ADJUNTO. ME LO HA PASADO UN CURA AMIGO MÍO. El folleto no estaba en el sobre. El subdirector de mi grupo, de conocerme un poco mejor, habría comprendido que leer el folleto antiopusino habría sido para mí un aliciente para refutarlo y si él lo hubiese leído conmigo, hasta podríamos habernos reído juntos. Pero como las cosas no fueron así, acabé pensando que yo era un soberbio por desear leerlo y que mi amigo iba por muy mal camino por no apreciar ese miembro robusto y bello de la Iglesia que era la Obra y por simpatizar con la teología de la liberación y no dar importancia ni al sexto ni al noveno mandamiento. Lo que son las cosas: yo me he apartado de la fe y este amigo mío ahora es cura.

Sin embargo, mi subdirector, no sé si porque no las leyó o no las entendió, me pasaba completas las cartas de un antiguo compañero del instituto que, quizá para escandalizarme o espabilarme, me contaba sus dudas sexuales y su visión pornosófica de la vida. Todavía recuerdo el contenido de aquellas cartas por lo mucho que entonces me impresionaron. Lógico, era de las pocas cosas sin censurar que leí por entonces. Ese es el riesgo de sobreproteger al nume de los peligros exteriores: que al menor descuido del jefe, el peligro le ataca más que a nadie. Tanto cuidado para que uno no se pervierta y así persevere, en mí produjo el efecto contrario.

Peor que lo de las cartas, era entregar mi poco tiempo libre. Don Aristocréitor una vez me regañó por verme leer un libro minutos antes de entrar a comer en vez de charlar con mis hermanos. Reconozco que es más enriquecedor hablar con personas que leer un libro que sólo me servía para evadirme. Pero, claro, puesto que no me dejaban leer por la noche y durante el día había tantas cosas que hacer, yo devoraba libros en colas de tiempo. Los caprichos, los gustos personales, las aficiones, que sirven para reafirmar un poco la personalidad y mantener un mínimo espíritu creativo, quedaban tan postergados, que para darles un lugar me las ingeniaba como podía, por ejemplo, robándole tiempo al estudio para mis idiomas, mis poesías y mis lecturas.

Que yo recuerde, el tiempo libre era más bien propio de los cursos anuales, durante los cuales tuve que dar a veces clases particulares para mantenerme económicamente. El resto del año había poco tiempo libre y muchos ratos de ocio eran fiestas comunales en las que no siempre podías hacer lo que querías.

Para hacer lo que uno quería fuera de horarios y de los habituales quehaceres había que recurrir al consultismo, es decir, a consultarlo con los directores, por cuya boca me hablaba el mismísimo Dios. Como yo era muy dado a hacer cosas que no eran las que se esperaba que hiciera, era muy dado al consultismo. Aun así, ¡cuántas cosas agradables dejé de hacer con tal de no consultarlas! Si hubiera sido una persona menos escrupulosa, habría hecho más a menudo lo que me daba la gana, pero yo quería ser del Opus Dei y feliz a la vez, y dado que el lema era "obedecer o marcharse", me empeñaba en obedecer para seguir siendo del Opus Dei, pero intentaba hacer a la vez lo que quería para ser feliz y no tener que marcharme. Pero el consultismo, a fuerza de crisparme y de eliminar mi espontaneidad, me fue enseñando que yo no podía ser feliz y de la Obra a la vez.

No sé si en teoría la fórmula era informar de lo que uno pensaba hacer. Por ejemplo: "Mira, subdire, que, aunque ha empezado el tiempo de la noche, me voy a hacer un puzzle al garaje porque no tengo sueño. Te lo digo pa que lo sepas". Pero en la práctica, al menos en mi caso, consistía en humillarse solicitando venia del modo más sobrenatural posible para hacer algo que no era nada sobrenatural, sino un capricho: "Mira, subdire, que es que tengo un amigo muy aficionado a los puzzles, que me ha dicho que se confiesa si le hago este puzzle que a él no le sale". Claro, casi nunca colaba, pero uno no dejaba de consultarlo, por si caía la breva. Para colmo, unos subdires eran más blandos que otros. El mío no era especialmente permisivo y eso contribuía a mi encabronamiento y al creciente deseo de no someterme más que a mis propios deseos.

Sólo gracias a una rarísima conjunción de los astros conseguía uno, por ejemplo, darse un garbeíto con otros numes sin ninguna excusa apostólica y sin que fuera parte de tu deporte semanal o algo así. Si cada nume conseguía licencia de su subdire (éramos tantos que había tres grupos de numerarios, con sus respectivos subdirectores), al menos esas veces te lo pasabas bien y con la conciencia tranquila.

¡Y qué difícil era el simple hecho de oír música! Una vez un amigo mío que tocaba el violonchelo me grabó unas cintas con el fin de iniciarme en la música clásica. Recuerdo como algo rematadamente difícil conseguir un aparato para poder oírla: nunca había aparato disponible y si lo había, no había un lugar discreto donde hacerlo y si había aparato y sitio, no era el momento adecuado. Creo recordar que el aparato de música era de un nume, que lo prestaba de mala gana, porque nunca se sabía en qué manos iba a acabar.

Especialmente codiciados eran los auriculares. Una vez estuve enfermo y me dejaron unos. ¡Oh qué noches tan deliciosas e insomnes con la música! Recuerdo que un numerario me los pidió encarecidamente porque padecía de insomnio y yo, con la excusa de mi enfermedad, me aferré a ellos mezquinamente. Como yo pensaba por entonces que me iba a morir en la Obra y que noches como esas no se me iban a prodigar, estaba ridículamente aferrado a algo a lo que la gente normal no le da la mayor importancia porque está al alcance de cualquiera. Me figuro que algunas de estas cosas no serían así en un centro con menos gente, pero el consultismo al parecer era de por vida.

Muchas veces, al llegar el tiempo de la noche, se me caía el mundo encima y yo no tenía agallas ni picardía para organizar tertulias pirata. Pero, eso sí, necesitaba rematar la jornada con algo que me gustase realmente, para convencerme con ese gusto de que se estaba bien allí. En general, se trataba de leer o escribir. Como casi siempre me denegaban el permiso, empecé a consultar si me podía quedar a estudiar. Pero como este permiso tampoco se prodigaba, me quedaba a ver, con tal de trasnochar un poco, Estudio Estadio, que era un programa que resumía el fútbol de la semana y que se permitía ver los domingos por la noche a quien quisiera. Pero esa compensación, como tantas otras, se convertía en una mortificación: por más interés apostólico que puse en el fútbol por eso de tener algo de qué hablar con mis amigos, nunca llegó a interesarme. Y al final acababa yéndome encabronado a mi habitación sin terminar de ver el programa.

Tantos noes a mis consultas fomentaban en mí un sentimiento doble, según fuera mi estado de ánimo: "Tengo muy mal espíritu por desear hacer cosas inapropiadas" o bien "Esto de ser nume es muy jodido". Si hubiéramos sido frailes, lo habría sobrellevado a disciplinazos en mi celda o metiéndome mansamente las manos en las mangas del hábito, pero como uno era nume y por tanto laico y del mundo, uno decía "¡Joder!" y se jodía. Pero cada día en peor plan.

Daba la sensación de que el colegio mayor era una inmensa colmena donde cada abeja obrera sabía muy bien su cometido y a él se encaminaba solícita. Yo me movía entre ellas diciéndome: "Yo debo hacer tal cosa, pero me gustaría hacer tal otra". Pero no podía ser, uno no podía pasillear, mariposear de nume en nume, canturrear en una habitación a las doce del mediodía… Si te encontraban ocioso con otros tres en un cuarto, llegaba un secre o un subdire y nos preguntaba qué estábamos haciendo y nos ponía los puntos sobre las íes. Hasta lo más inocente se volvía malo. Si eso era una manera de mandarnos a la calle a hacer apostolado, la verdad es que lo conseguían: con tal de salir un poco, yo era capaz de llamar a mi peor enemigo.

Cuando uno hacía algo sin consultar, lo hacía mirando para los lados, como los que van a cometer un delito. Si te encontraba un nume en tu misma situación, había tertulia pirata. Pero si te pillaba un subdire y te preguntaba qué hacías leyendo a escondidas y a deshora, uno agachaba la cabeza y se iba a vivir el fascinante tiempo de la noche, a no ser que, ¡oh milagro!, tuvieras permiso. En ese caso mirabas con cara de perdonar la vida y decías, sin dar más explicaciones: "Estoy haciendo lo que tengo que hacer".

En cierta ocasión, yo sorprendí a Gilipichis con alguno de sus asiduos viendo una peli por la noche. Como me fastidiaba la desigualdad y que él consiguiera tantos permisos, me empeñé en ver también yo la peli, pero él me echó con no sé qué amenazas o con el poder petrificante de su mirada.

¡Ay Dios mío! ¡Cuánta dignidad perdida en aquellos días! ¿Cómo pude soportar la humillante losa del consultismo durante tanto tiempo? Recuerdo que en algunas ocasiones yo me preguntaba: ¿Qué necesidad tengo de ir pidiendo permisos para tontadas, de aferrarme miserablemente a unos auriculares, de mendigar placeres que la gente normal desprecia, de ponerme a ver el fútbol que nunca me ha gustado, de empeñarme en ver una peli con Gilipichis, de pervertir las relaciones con gente que me cae bien, de arrastrarme por los pasillos haciendo labores que yo no deseo y que ha fijado para mí la abeja reina? Si eso era volar como las águilas, yo prefería volar adocenado como las aves de corral. Al menos en el corral habría gallinas.

Tengo un vago recuerdo de algunas charlas donde nos dijeron que la Obra no es un club de amigos y que si uno no estaba entusiasmado con su vocación, la Obra se convertía en un incordio que nos aburría a fuerza de obligaciones, pero que esas obligaciones tenían un sentido si uno vivía bien su vocación. Eso es exactamente lo que me pasaba a mí: la Obra, a fuerza de obligaciones y de aguafiestas, me recordaba constantemente que aquello no era un club de amigos y yo no lograba entusiasmarme con el panorama; me entusiasmaban otras cosas. ¿No habría sido posible una Obra con menos normismos y consultismos? Pero no, la Obra no podía cambiar y, al fin y al cabo, fue paradójicamente esa Obra la que al principio me atrajo.

Aquel ambiente, en fin, no me ayudó demasiado a superar el enorme complejo de culpa que he tenido desde niño y que en mi caso consistía en pensar que era pecado disfrutar a solas sin la explícita aprobación ajena. Así que mi comportamiento por aquellos días no fue muy positivo. A veces, en horas impropias, me escapaba a la azotea a aprender, en vano, a tocar la armónica o me iba al rincón más recóndito del jardín a tumbarme y fumarme un cigarrillo a solas. Y luego me sentía muy culpable por haber buscado sólo para mí un rato de ocio durante el cual se suponía que debía estar haciendo apostolado o encargos o poniéndome a disposición del subdire. En fin, que acabé haciendo de noche por las terrazas las cosas que hice. Por algún lugar tenía que estallar tanta presión.

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