No se va de mi memoria (VIII).- Dax
Fecha Friday, 21 September 2018
Tema 010. Testimonios


El primer texto de MAT me ha conmovido, y me ha incitado a retomar estas deslavazadas memorias de mi paso por el Opus Dei. En el anterior envío contaba lo último que me pasó en España, antes de partir a aquel país lejano en el que pasé diez años. Saltándome ese período, hoy quisiera contar lo que me sucedió justo antes de regresar a España, después de haber salido de la Obra tras un año largo de forcejeos y angustia…



Me gustaría hablar del momento en el que estuve a punto de perder del todo la fe. De volverme un ateo con todas las de la ley. De etiquetar como falsos y dañinos todos los artículos de fe del cristianismo. De dar la espalda a la Iglesia Católica, que con tanto ahínco había defendido. Me encontraba (como MAT) en un estado de perplejidad suma, de sorpresa, en el que no me explicaba cómo la Iglesia podía permitir tal institución, que tanto dolor había visto generar. Me encontraba planteándome si no sería que la Iglesia toda era una secta per se, de la que el Opus tan solo constituía un natural apéndice, y no tenía que salir de allí también, del cuerpo más grande del catolicismo, camino de un humanismo ateo.

En aquel momento, en medio de aquel dolor, me llegó a parecer lo más razonable. Se lo comenté a una amiga. Una chica con la que, al salir de la Obra, trabé una amistad sólida y profunda. Una atea de libro, de esas a las que el paso por un colegio católico había ayudado a reafirmarse más en sus convicciones de que la Iglesia es solo una gran función de teatro. Le hablé de mis dudas. De la posibilidad de abandonar una fe que me parecía demasiado agobiante, cuyos andamios se habían venido abajo, estrepitosamente. Me escuchó. Jamás olvidaré su respuesta:

-Dax, todos creemos en algo. Yo también creo. Hay algo en el fondo de cada uno a lo que te aferras con fuerza; algo en lo que creerías aunque te pasase un tren por encima, aunque te tuvieses que jugar la vida. Párate. Piensa que es eso, en tu caso. En eso es en lo que crees.

Aquel día era un sábado santo. Por la tarde, en mi casa, sentado en el sofá, ausente (por primera vez desde que recordaba) de la Vigilia Pascual que ya estaba teniendo lugar en la catedral, me lancé de bruces contra esa pregunta. ¿En qué creo? ¿En qué creo de verdad, desde el fondo del alma? La respuesta no se hizo de rogar. Creía, antes que nada, y sobre todo, en la Resurrección de Cristo como hecho cierto. A partir de ahí, de esa columna que se alzaba, única, entre los escombros de mi fe y mi espiritualidad, comencé a construir. Y me encontré con la Iglesia. No la iglesia, como yo la había visto hasta entonces, como institución. No la iglesia como aparato represor, carcomido por la burocracia y las luchas de poder. No. Me empecé a encontrar con la Iglesia en los rostros concretos de personas que vivían de fe. Personas a través de las cuales me encontraba con Dios de un modo verdadero. Con aquel jesuita de la sonrisa, que, por primera vez, no me dijo lo que tenía que hacer, y puso la responsabilidad de mi vida en mis manos. Con aquella carmelita que me escuchó con paciencia infinita durante horas y que supo exigirme (ella sí) con cariño de padre y de madre, y con una alegría que me abrió las puertas del misterio. Con aquel cura al que llegué de rebote y que lo primero que me dijo tras confesarme con él fue:

"Tranquilo, Dax. Estás bien hecho. Tu corazón está bien hecho".

"Vale" -pensé- "así, sí. Si mi corazón está bien hecho, si me puedo fiar de él porque está bien hecho, entonces sí". Nadie crea que es sensiblería. No se trata de sentimentalismo. A través de este cura, comprendí lo que dice San Agustín: "Está menos perdido el que se pierde en su deseo que el que ha perdido su deseo".

En la Obra me enseñaron a aniquilar mi deseo, tildándolo como origen del mal, del vicio, del pecado, de la muerte. Y, tiempo más tarde, a través de la obra, entre otros, de Juan Pablo II y de San Agustín, entendí que la supresión del deseo, en cualquier faceta de la vida, era posiblemente lo que más nos aparta de Dios. Nadie ha deseado nunca tanto como los grandes místicos. La tranquilidad de las pasiones en la Obra, esa de cilicio y disciplina y frialdad de corazón, esa del rostro de pedernal y la falta de empatía, era la tranquilidad del cementerio, del neurótico, del que controla todo por sus propias fuerzas. No la tranquilidad del que se fía de Dios. Este cura me invitó un día a irme con él, a su comunidad cristiana. Nunca se lo agradeceré bastante. Hombres y mujeres, célibes, casados y solteros, siguiendo la voluntad de Dios manifestada como deseo irreductible del corazón. Viviendo, con verdadera alegría, y sin renunciar a ninguno de sus artículos, una fe y una moral que no son principio, sino consecuencia de un encuentro con Dios en los rostros de aquellos que lo hacen visible. Sin que la alegría, ojo, sea una norma de siempre. Sin la sonrisa puesta porque toca, porque está previsto.

Eso sí es vocación: el deseo que Dios ha puesto en el fondo del corazón de cada uno, aquello que no se puede acallar, por más que quieran taparlo los pequeños o grandes dictadores de turno, aquello que brota y sigue brotando como la esencia de lo que uno es. Aquello que regala Dios desde dentro, no que imponen desde fuera, por medio de la coacción, el miedo y la culpa, los artífices de la ideología que sea.

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