HISTORIAS DE TERROR Y DE DOLOR (VII).- Salypimienta
Fecha Wednesday, 11 April 2018
Tema 900. Sin clasificar


HISTORIAS DE TERROR Y DE DOLOR (VII)

 

Una historia de escándalo.

Era profundamente extraño y hasta molesto que un día sí y un día no una supernumeraria iba a un centro (de esos llamados de mayores, es decir donde solo van supernumerarios casados a hacer la charla, no había propiamente labor externa) a hablar con el sacerdote.

Este la recibía en la salita de visitas, que no solo dejaba con la puerta semiabierta, sino que además tenía cristales a un costado, así que siempre se podía ver de fuera quién estaba dentro...



La conversación duraba eternidades y eso mosqueaba mucho a todos los que ahí vivían.

La señora frisaría los 45 años o un poco más, de muy buen ver, muy elegante y muy simpática.

Se le decía al sacerdote que no era razonable y además estaba desaconsejado, si no prohibido, que recibiera a esa señora en la casa y la frecuencia con que lo hacía y el tiempo que le dedicaba, insistiéndole en que debía atenderla en su centro y haciéndole ver que no podía ser que una supernumeraria fuera a ese centro a ver al sacerdote, que en última instancia la recibiera en una iglesia pública. Se sabía que con mucha frecuencia la señora iba a misa en el colegio donde iban sus hijos (colegio de la Obra) y pasaba al confesonario.

El cura decía que se trataba de un caso especial, que el director espiritual de la región lo sabía y tal. O sea, no había mucho que hacer para cambiar la situación.

Una tarde, estaba la señora en el centro hablando con el cura y sonó el timbre de la puerta, y las auxiliares salieron a abrir. De repente se oyen unos gritos de hombre, preguntando dónde estaba su mujer. Los numerarios que estaban en el centro acudieron al vestíbulo al escuchar semejante jaleo y se encontraron con un señor de traje, como de unos 55/60 años dando gritos y las dos auxiliares pálidas como muertas. El hombre abrió la puerta de la salita y la emprendió con la mujer a los gritos. No había modo de calmarlo, le atizó un golpe al cura, le dijo lo que se le pasó por la cabeza, la mujer lloraba, la agarró del brazo y la sacó literalmente a empellones.

No golpeó a la mujer allí de milagro, pero a empujones y gritos la sacó a la calle, la hizo entrar al auto y se la llevó. La golpeó después en su casa y la señora terminó en una clínica.

Desde luego se avisó a la Comisión lo que había sucedido. El cura tenía un ojo morado. Las auxiliares desaparecieron en cuanto aparecieron los numerarios en escena, afortunadamente no vieron cómo sacó el marido a la mujer.

De lo que se pudo saber la historia era así: el marido era médico y alto grado de la masonería. Detestaba al Opus y le tenía terminantemente prohibido a la mujer poner los pies en un centro. De hecho, escándalos similares había hecho en centros de la “otra sección” y por eso iba ella a este centro a hablar con el sacerdote. Ella a duras penas había conseguido poner a sus hijos, que eran solo dos, en el colegio y mantenerlos ahí, con la condición impuesta por el marido, que jamás pisasen un centro de la obra ni fuesen a Misa, cosa que los hijos cumplían.

Este señor, que nunca había querido tener hijos pero que sin embargo no quería privarse de nada, había llevado a su mujer donde otro médico, más de una vez, para que le colocara dispositivos intrauterinos para evitar los hijos, ella “lo engañaba” y se los retiraba, toda la historia resulta aún hoy muy truculenta.

El hijo mayor buscó a su preceptor (numerario) para pedirle que dejaran a su madre en paz y que lo pedía porque ya se iba del colegio -era su último año-. Contó que su casa era y siempre había sido un infierno por culpa de la Obra: que había vivido viendo a su padre maltratar a su madre por culpa de la Obra y a su madre actuando como si fuera una mártir de los primeros tiempos del cristianismo, aguantando todo sin abrir la boca y solo rezando. Que había pasado 12 años aterrado en el colegio. La vida de ese pobre muchacho había sido un auténtico infierno, todos los días iban con miedo al colegio, miedo a su padre y miedo a la necedad de su madre que se empeñaba en ir a misa ahí y a confesarse ahí. Tenía terror de que su padre se presentara un día y armara un escándalo semejante al que montó en el centro.

Unas semanas después del escándalo, la señora se presentó en el centro y pidió hablar con el director, quería disculparse y disculpar al marido “que tenía los ojos vendados”, pedir que se rezara por él y entregarle un pañuelo con unas alhajas para un vaso sagrado.

Dijo que esas alhajas se las había regalado el marido. No eran cosas de extraordinario valor. El director no quería recibírselas explicándole que si su marido las echaba en falta iba a sufrir una vez más, pero no hubo caso, ella estaba segura que ese acto de desprendimiento acercaría a su marido a Dios.

El director no las entregó a la Comisión porque sabía que les importaría un comino el origen, las malvenderían para cualquier cosa. Se fue con la custodia del centro a un joyero y pidió que engastara las piedras de una pulsera alrededor de la base, las perlas de un collar las sembrara en la peana y que hiciera un agujerito en dos rayos de la custodia y colgara de ahí un par de pequeños aretes de perlas y esmeraldas. 

El director se ganó una bronca de la Comisión por no haber pedido permiso para alterar la custodia, pero así quedó y se supone que ahí seguirá. Ojalá que el Señor haya tenido misericordia de esa mujer, de su marido y de sus hijos.

 

Y luego dicen que una característica de todos cuantos pertenecen a la obra es: lo raro de no ser raros Ya quisiera Stephen King escribir una novelita con estas historias.

Besos

Salypimienta (salypimientalaencomendada@hotmail.com)


 

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