Recuerdos II.- Haenobarbo
Fecha Wednesday, 28 September 2016
Tema 010. Testimonios


Antes de proseguir con los recuerdos de las excursiones, unas puntualizaciones: lo de la “vidorra” de los numerarios de Aralar,  a que hace referencia Ana Azanza, no merece una generalización. Ya dije en lo que escribí, que en algún momento, percibí que había un cierto “ambientillo” que seguramente también habría entre las mujeres: lo de las excursiones “guay” requería una técnica, basada en la discreción, en no hacer olas.  No todos los de Aralar hacian excursiones como esas. Muchos eso sí, eran montañistas y seguro que disfrutaban tanto montándose una escalada a algún risco, como yo montándomela para ir hasta Sos del Rey Católico...



Creo por otra parte poder afirmar, que los varones del Opus y me refiero a los que vivíamos en los centros, no a la cúpula fundacional, teníamos un profundo respeto por las mujeres del Opus, especialmente por las auxiliares, que eran quienes más directamente tenían que ver con nosotros. Cómo viven las mujeres de la Obra, qué hacen o qué no hacen no lo decidimos nosotros ni estaba en nuestra mano cambiarlo. Me consta que tratábamos por todos los medios a nuestro alcance, de hacerles el trabajo más fácil. 

Desde el telefonillo, único medio de comunicación que alguna vez tuve con ellas, procuraba pedir las cosas con la mayor delicadeza posible y siempre dejándoles libertad para decidir. Más de una vez recibí de la que estaba del otro lado algún reclamo que procuramos resolver antes que ninguna otra cosa. Recuerdo que una vez el sacerdote secretario de mi región, vino muy serio a hacerme una corrección fraterna y una advertencia:  una auxiliar había hecho saber a su directora y ésta al consiliario, que cuando la administradora del centro hablaba conmigo por el telefonillo, se reía. Yo agradecí la corrección, pero como no soy de quedarme callado, le dije:  “menos mal se ríe, peor sería que llorara”. Desde luego esa auxiliar debe haber sido una especie de “Rosalía” y una buchona que creía que cumplía con su deber.

Volviendo a las excursiones, era evidente que había diferencias:  los del centro de estudios, no hacían por lo general las mismas excursiones que los que habían vuelto del Colegio Romano y vivían en el pabellón II de Aralar. Los de los centros de mayores tampoco hacían las mismas que los de los clubes o de los centros de San Rafael, y es muy posible que lo mismo ocurriera con las mujeres.  Quizá no llegaran a Biarritz, pero no porque no pudieran sino porque no se atrevían y esto no es peyorativo en absoluto.

Otro género de “excepción” eran las tertulias piratas y eso también requería discreción: recuerdo una serie de TV que se estrenó por aquellas épocas y que un grupito veíamos cada semana en la TV de la zona de invitados de Aralar. Menos mal la pasaban luego de la hora de irse a dormir…  y a mí la situación me recordaba, esos permisos que me daban mis padres, pero una vez que mis hermanos menores se hubieran dormido. 

Los contertulios esperábamos que las luces estén apagadas y sigilosamente salíamos de las habitaciones para ir a la zona de invitados. Alguna vez podía haber turrones o alguna caja de bombones que el secretario se había dejado “olvidada” en secretaría…  no era habitual.  Bebidas de contrabando, en Aralar, no. Pero lo curioso era que mientras se realizaba aquella “tertulia” para ver la serie de TV, en algunas habitaciones del centro de estudios había otras tertulias pirata.  Los trasiegos nocturnos eran muy frecuentes.

Había una gran camaradería, era evidente que los que tenían similitud de aficiones, intereses, etc., tenían necesidad de relacionarse, curiosidad de saber cosas de otras regiones, otras costumbres, otros modos de ser: nunca supe de nada impropio, nos reíamos, contábamos cosas, nunca se hacían confidencias y nunca, al menos en las que yo participé, se hacían de a dos. Ahora cuando miro para atrás y recuerdo aquellas tertulias en las habitaciones, la escena era realmente de película: todos en pijama, a veces descalzos, sentados en la cama, trepados en las literas o por el piso, riéndonos por lo bajo, hablando más bajo aun, iluminados apenas con la luz de la mesilla de noche vuelta a la pared para que no se vea mucho por la puerta de vidrio, fumando algunos como cosacos:  no era mala la vida ahí y nos queríamos de verdad.  No tengo malos recuerdos de mis compañeros del Centro de Estudios.

Conté lo de Belabarce: eso es un capítulo aparte. Pasábamos ahí un mes y pico en el verano.  No sé cuántos seríamos, pero más de 50, las literas eran de tres pisos; recuerdo una habitación llamada “la leonera”, parecía de un cuartel. Durante el mes y medio quizá que pasábamos ahí, nos hacíamos todo, menos lavar la ropa, que todo hay que decirlo: todas las semanas las bolsas de ropa iba a Aralar y volvían limpias. 

Parte de las vacaciones si así pueden llamarse, consistían, aparte de las clases del curso anual y las charlas de formación, en mantener la casa empezando por la limpieza diaria y además haciendo todo tipo de trabajos, desde desmontar y pintar las ventanas, reparar tejas, destapar canaletas, cortar leña para el durísimo invierno de esas latitudes, hasta organizar la intendencia de una casa donde habían más de 50 o 60 personas:  preparar desayunos, freír huevos, poner las mesas, recoger y lavar los platos y cubiertos, con agua fría. Inmediatamente ponerse a preparar la comida del medio día, pelar papas, cortar cebollas, despresar pollos, limpiar la carne (el menú de cada día nos lo mandaban escrito desde la administración de Aralar) freír croquetas, calentar tartas y tortillas de patatas, freír txistorras, limpiar las paredes cuando explotaba un bidón de gazpacho, poner la mesa, retirar los platos, sacudir los manteles, lavar platos y cubiertos y empezar a disponer la merienda y comenzar a preparar la cena…. Y si caía fiesta de por medio, preparar el aperitivo.

Dese luego no todos intervenían en eso, había un grupo de “administración”, que luego de mucho pedir, consiguió que la puerta del comedor estuviera cerrada hasta la hora de las comidas, porque siempre había alguien rondando por ahí para robarse algo…. Era extenuante. Ahí aprendimos lo que era tirar al cubo de la basura las pieles de los melocotones pegoteadas en los platos,  o las tapitas de papel metalizado de los envases de yogourt, separar los cubiertos sucios para lavarlos, sin máquinas, ni lava vajillas ni nada de nada. Eran los 90.

Si bien es verdad que de Aralar mandaban los lienzos litúrgicos lavados y planchados, las varias albas que se usaban a diario, porque había varios curas, las planchábamos nosotros.

Pero no todo era diversión en el centro de estudios: la presión por los estudios era muy grande, la presión por los ingresos era muy grande, la presión por las vocaciones era muy grande, la presión por las campañas económicas era muy grande. La organización de “actos académicos” con fastidiosos invitados, generalmente profesores extranjeros que visitaban la universidad, era un plomo: además se producía un fenómeno realmente patético:  cuando una persona de esas venía, los curas desaparecían. Aralar era un Colegio Mayor de laicos, ni siquiera el Rector aparecía a saludar a los invitados. En esos actos hacía cabeza el director. Las numerarias no tienen experiencia de lo que es vivir con curas….

A los curas no se los saludaba en la calle, no se les cedía asiento ni se les dirigía la palabra en el colectivo, era como que no existían. 

La portería era atendida por una auxiliar mayor, que cada tanto abría la puerta de la garita para reprendernos si hacíamos mucho ruido, e incluso para recordar a alguno que su madre se quejaba de que la llamaba poco.!!

Los San Fermines son así mismo capítulo aparte: aquí también había algunos “enganchados”.  Ya sabemos que en la Obra hay determinadas cosas que se programan a propósito, para que los numerarios no podamos hacer otras: la meditación de media noche del último día del año, por ejemplo, está pensada a propósito para que los numerarios no podamos salir a los festejos populares. En los San Fermines, la oración de la mañana y la Misa coincide con el chupinazo: era muy divertido ver a los pamplonicas en la oración, estar atentos al sonido del cohete que anunciaba la salida de los toros y esperar al de la llegada de los toros a la plaza, para saber cuántos minutos había durado la carrera de los astados. Pero había algunos enchufados que conseguían permiso para salir muy temprano y a hurtadillas, para ver el encierro en vivo:  no eran muchos, pero los había.

Esos días y creo que lo he contado ya en otra nota, a los curas se los llevaba en coche a celebrar a los distintos centros “de la otra sección”, y esto para evitar encuentros desagradables con borrachines y sobre todo con come curas y evitar incidentes. El numerario chofer llevaba a los curas a la puerta misma del centro , se bajaba y tocaba timbre.  Cuando le abrían la puerta del edificio, el cura bajaba del coche y entraba raudo, lo mismo a la vuelta…. todo estaba matemáticamente calculado. Desde luego, los numerarios prácticamente no salíamos a la calle esos días entre otras cosas porque estábamos de curso anual, unos cursos anuales que se llamaban “semestre de verano” al que se incorporaban numerarios de diversos lugares de España, unos de paso y otros que se quedaban para comenzar el centro de estudios. No era raro que al salir de Aralar para llevar a los curas a celebrar sus misas, tuviéramos que pasar por encima de borrachos que dormían la cogorza en la puerta del colegio.

Una noche de esas de juerga desenfrenada, unos borrachines saltaron la tapia del colegio, y tiraron a la piscina al burro de piedra que había en el jardín, al día siguiente lo encontramos roto en el fondo del agua. ¿Quién pudo ser? Me temo mucho que chicos de San Rafael que venían a estudiar a Aralar y que sabían de la existencia del burro.

Parte de los encargos de los mayores de Aralar – mayores es un decir- consistía en acompañar enfermos, sea en la enfermería de Aralar, o en la clínica e incluso en otros centros de mayores, donde los demás salían a trabajar.

No era raro que llevaran a Pamplona - Fueraborda fue llevada como tantas y tantos otros– enfermos de otras delegaciones de España e incluso del extranjero. Desde luego no siempre era por problemas depresivos. Los mayores de Aralar hacíamos turnos para asistirlos y acompañarlos.

Recuerdo especialmente a don Ricardo Fernández Vallespín, al que le habían prohibido absolutamente fumar: parecía un niño.  Nos advirtieron que podía llorar, rogar, insultar, desmayarse por un cigarrillo:  no había que dárselo.  Una mañana me pidió que le acerque algo que estaba en el baño. Cuando se lo traje, no estaba, se había escapado para conseguir un pitillo y el muy vivo se fue por las escaleras.  José María González Barredo, con todas sus deformidades y con sus “ausencias” seguía dictando páginas y páginas de la más intrincada técnica científica. 

Recuerdo a un sacerdote al que trajeron casi en camilla de otra delegación: lo tuvieron tres días dormido. Algunos disfrutaban contando batallitas de los primeros tiempos. Don Ricardo repetía una y otra vez que Don Alvaro le había quitado el puesto junto al fundador y don José María en cambio, se entristecía hasta las lagrimas, porque no entendía por qué don Alvaro no lo quería.  Otra vez me tocó acompañar en la enfermería de Aralar a un sacerdote operado de meniscos: tenía escayoladas las piernas hasta las ingles.  Había que asearlo, lavarle el pelo, vestirlo y  revestirlo hasta donde se podía para que celebrara la misa medio sentado en la cama;  con las escayolas, la ropa interior no le cabía, así que por primera vez fui a un negocio al centro de Pamplona a comprar algo que le sirviera, confieso que nunca había hecho ese tipo de compras y lo pasé muy mal explicándole a la dependienta lo que necesitaba. Algunas veces nos tocaba dormir en la Clínica acompañando a alguno:  estoy seguro que todos lo hacíamos con auténtico cariño. Leí El Quijote, leyéndoselo en voz alta al consiliario de Filipinas que pasó ahí una temporada y le gustaba mucho escucharlo.

Esto es solo una cara de la historia, porque hay otra que nunca fue tan alegre: esto me ha traído a la memoria un detalle: no recuerdo quién, pero un numerario de otro centro de Pamplona falleció. En esos casos el velatorio se hacía en la sala de estudios de Aralar.  Se preparaba todo con mucha sobriedad, el féretro abierto en el centro, rodeado de candeleros con sus velas de cera, un crucifijo alto en la cabecera, una credencia con acetre, hisopo y una estola para los sacerdotes que quisieran rezar un responso, unos reclinatorios y sillas.  Se preparaba una lista para los turnos de vela durante todo el tiempo que durara, incluso la noche, en cada turno siempre habían dos o tres. Todos los del centro de estudios debíamos anotarnos: no me olvido que esa noche, a la madrugada, subo la escalera que llevaba a la sala de estudio, que estaba al final de un largo pasillo y veo a un chico del centro de estudios sentado en la escalera: ¿Qué haces? le pregunto – es que nunca he visto un muerto y me toca la vela y no me atrevo a entrar-  ven, vamos juntos, está dormido.

Haenobarbo

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