Siempre la obra por encima de las personas.- Fueraborda
Fecha Wednesday, 20 July 2016
Tema 010. Testimonios


TIEMPOS DE CAMBIO. PERO SIEMPRE LA OBRA POR ENCIMA DE LAS PERSONAS

Continuo por donde nos quedamos, que fue el día en que me llamaron a la salita, a aquella misma salita en la que todas las semanas durante muchos años, yo, inocente y entregada, había vaciado mi alma hasta quedar sin nada, para que me la moldearan al más puro estilo Escrivariano.

Y allí, como si nada pasara y con total normalidad, (¿cinismo o frivolidad?) me notificaron lo que yo durante tantos años, había anhelado: quedaba libre de trabajos internos y tenía que buscarme la vida. Lo había anhelado, sí, pero no a estas alturas de la vida...

Ahora que mis amigas de la infancia se dedicaban ya a sus nietos, y estaban de vuelta de todo, yo iba de ida…



Camino de los cincuenta, cansada, con la memoria quebrada, (así desperté un día y todavía tengo secuelas) con el alma enferma por el incomprensible trato que recibía de la institución en la que yo estaba dejando mi vida, con una neuralgia crónica, con un físico de birria, ahora, precisamente ahora, a mi madre guapa se le ocurre que es el momento adecuado para que me ponga a buscar trabajo con urgencia, "que no puedes ser gravosa". Pues para ser expertas en las cosas pequeñas, se les coló caer en cuenta que yo carecía de currículum, que no tenía experiencia laboral, que no tenía preparación para nada. Lo que se me daba de vicio era hacer informes de conciencia, y escudriñar el alma de las personas, y rellenar impresos apostólicos, y dar charlas (eso sí, con el defecto de no nombrar al fundador) y organizar, y repartir encargos, y enganchar con las adolescentes, y ponerlas a pitar... Pero esas características no interesaban en ningún trabajo. Por lo visto es lo que quería Dios de mí ahora. Qué fácil resultaba decir cualquier simpleza, y añadir: como tengo gracia de estado, es como si te lo dijera el mismo Jesucristo. Y todo esto, sin que se les moviera un pelo.

Y para colmo, el país estaba pasando por una fuerte crisis económica y las filas de los parados engrosaban de forma alarmante.

Pero no me rebelé, y me puse a ello. Intenté ser telefonista, vendedora a domicilio: de enciclopedias, de cuadros, de cosméticos... Nada salía. Fracaso tras fracaso. Me sentía pequeña pequeña... Avergonzada... ¡Si me vieran mis padres! Recuerdo un día, deambulando cabizbaja por una callejuela, retrasando la llegada al Centro, topé con una mujer que limpiaba un portal. ¿Y sabéis qué me pasó? Que me dio envidia.

Entonces comuniqué que me iba a colocar por horas como planchadora a domicilio, pero se horrorizaron,- ya sabía que se horrorizarían- porque no estaba a la altura de mi cargo y posición.

Todavía me quedaba algo de inocencia, y después de darle muchas vueltas, se me ocurrió sugerir tímidamente que podría hacer un buen papel en "Incodesa". Esto era el nombre que le dieron al enorme montaje que tenían para la instalación y decoración de centros. Ese trabajo se me daría como anillo al dedo. Por aquel entonces buscaban mozo de almacén, y sugerí que podía hacer de "mozo" y que si no, podría haber un hueco para mí en "Decepal", desde donde se compraba y distribuían los productos de alimentación y etc., para los centros, porque el fundador así lo había dispuesto. (¿Pero había algo que no hubiera dispuesto el fundador?) También estaban las librerías... Pero no. Como suponía, recibí una bronca, porque no me podía servir de la obra. Me dolió la excusa, y acabé de entender que lo que querían era desprenderse de mí. Arrinconarme y humillarme.

No les había gustado mis escritos, aportando ideas nuevas, sugerencias, para adecuar mejor la praxis de la obra al espíritu, incluso al espíritu cristiano. Y eso que lo hice con espíritu positivo, y sorteando todo lo intocable, lo fundacional, pues según don Álvaro, Dios me confundiría.

Pero un buen día, me sorprendieron al decirme que tenía que acudir a una convivencia de administradoras. Pensé que era razonable, y que era síntoma de que se estaban apiadando de mí. ¿O es que les vino a la memoria la promesa que me hicieron cuando pedí dejar los trabajos internos para reciclarme en lo mío? Entonces la respuesta fue negativa, pero me ofrecieron hacer un curso intensivo de Ciencias Domésticas, con lo que me darían el título y así podría trabajar en la administración cuando llegara el momento. Porque la obra no me dejaría colgada jamás. Y así lo creí.

Las cosas de la casa no me hacen muy feliz, pero no estaba para hacerle ascos a nada. Me compré una bata blanca, y como unas pascuas me fui a mi convivencia con la esperanza de pasar página y empezar una vida nueva, enterrando para siempre la pesadilla de lo que me estaba pasando. ¡Pero no caería esa breva!

Una vez allí, en la convivencia, ocurrió algo con lo que se me cayeron los palos del sombrajo. Apareció de visita la máxima directora. Sí la misma... La misma en persona y al verme, me llamó. Es que ella nunca se acercaba, ella hacía llamar, que todavía hay clases. Y me preguntó, muy altiva, qué es lo que pintaba yo allí. Y continuó: la Administración no es tu orientación profesional. Y sin más explicaciones, dio por zanjado el tema. Así de dialogante fue la entrevista. Así de claro me quedó todo.

Vaya... Cogí mi maletín  y me largué, cargando con mi fracaso.

Y pregunte: ¿a dónde dirijo mi maleta? A lo que contestaron: no tienes centro asignado. Pero mientras, vete a ayudar a tal administración ordinaria. Te vendrá bien pasar allí el verano.

Pero, ¿sigo buscando trabajo? Desde la administración no tendrás tiempo, pero luego, ¡naturalmente! ¡No puedes ser gravosa a la Obra!

Y de nuevo con mi maletín hacia aquella casa grande y oscura, llena de dobles puertas con dobles llaves. Con largos pasillos con las camarillas a ambos lados. Las camarillas son los dormitorios de las numerarias auxiliares. A mí me toco camarilla. Me sirvió para acercarme más a ellas.

Desgraciadamente, gajes del oficio, había conocido diversos tipos de centros psiquiátricos a costa de llevar y recoger numerarias. Pues bien, parecía que me había colado en uno de ellos. Me entró una infinita tristeza y como un poco de miedo. Tuve ganas de salir corriendo, pero allí me quedé.

Me quedé el verano entero con mi bata blanca, en aquel lugar medio convento, medio psiquiátrico.

Aquel verano, la vida metódica y aburrida de aquella administración, se vio muy alterada. Como novedad, aparecimos allí unas veteranas numerarias que nada teníamos que ver con la administración, pero que descubrimos un común denominador: estábamos esperando "destino" y otro rasgo en común: la tristeza. Una tristeza como enfermiza. A ese pequeño y extraño grupo que coincidimos allí, supongo que se nos veía desorientadas, fuera de lugar, porque lo estábamos.

Tres directoras recién cesadas con aspecto de apaleadas que desconocíamos nuestro futuro. Una artista a la que no dejaban pintar. Una médico que nunca pudo ejercer porque la obra la necesitaba a su servicio, y se acabó el servicio... Estaba descolgada. Igual que todas.

No fue posible buscar trabajo: el horario era muy rígido, y en los pocos ratos libres estaba muy controlada. Era difícil salir de aquel gran edificio sin ir acompañada. Faltaba espacio para respirar.

El verano llegaba a su fin, y esperaba con ansiedad saber a dónde irían a parar mis huesos, y encontrar pronto un trabajo, y hacer al fin una vida más normal.

De nuevo me llamaron a aquella salita cuyas paredes habían sido testigos de mis confidencias, de mis propósitos, de mis culpas, de mis penas... Y allí me comunicaron que mi destino era un centro nuevo, en el que todavía había obreros, mucho que limpiar, y mucho que hacer hasta convertirlo en un hogar. Y que como no había quien lo hiciera, me lo encargaban a mí provisionalmente. Luego, con la ayuda de nuestro santo fundador, buscaría y encontraría trabajo.

Y así estuve unos meses: limpiando, buscando empleadas, poniendo la casa en marcha.

Era la primera vez en mi vida que no formaba parte del consejo local, por lo que, aunque me sentí muy liberada, tengo que confesar que a la vez me parecía raro no saber nada de nada. No sabía nada de las personas con las que convivía, ni podía preguntarles por su salud, o por su vida.

Apareció como directora una mujer gris. Totalmente institucionalizada, rígida, autoritaria, y no muy brillante. Parecía tener ganas de demostrar la autoridad que estrenaba. En fin, mala suerte. Hasta hacía poco, ella había hecho la confidencia conmigo, y ahora cambiaban las tornas.

Pronto me di cuenta de que mi esperanza de que las cosas cambiarían se desvanecía.

Se juntaron dos hechos, una nueva pesadilla.

Por un lado, empezó mi época fatídica; no daba una. Todo lo que hacía me salía del revés, todo lo hacía mal. Tenía continuas confusiones, y por mucho empeño que pusiera, era incapaz de hacer las cosas como las había hecho siempre. Aquella directora gris y autoritaria, parecía disfrutar llamándome a su despacho para aclararme la relación de cosas que no habían salido bien. Tenía insomnio, apenas podía comer, mis neuralgias aumentaban, y el médico me aconsejo no se qué pastillas. Pues bien, esa directora parecía disfrutar administrando ella personalmente los medicamentos más fuertes. Y así se creaba después del comentario del Evangelio, una cola en la puerta de dirección para que nos fueran administradas nuestras pastillas. ¡Qué rechazo y qué malestar me producía tener que formar parte de esa cola! Claro, muy natural, era para que no se me ocurriera ingerir el bote entero. ¡Como si no hubiera otras alternativas! Alternativas utilizadas desgraciadamente por hermanas nuestras, mucho más "llamativas, estremecedoras". Los deseos de suicidio no se eliminan dosificando las pastillas, ni poniendo rejas en el dormitorio. Como los deseos de embriagarse no se solucionan poniendo llaves en el armario de los vinos. Como el deseo de largarse no se evita con más llaves. Las llaves y las rejas son para las cárceles. Y esa es la impresión que yo tenía, justo esa: vivir en una cárcel, tener el alma presa.

La cosa iba de mal en peor: yo no daba una en el clavo, y aquella directora de pocas luces no sabía distinguir lo que era mal espíritu, por lo que me caían continuas broncas, de lo que era incapacidad. Incapacidad física y mental. Y me venía diciendo que me preparara mejor los medios de formación porque se aburrían, cuando antes me llamaban piquito de oro.

Recuerdo que un día, harta de haber pasado a ser una mala cocinera, decidí darles una sorpresa con una buena paella, que era mi especialidad. Pues bien: salió la paella a la mesa, y estaba ingerible. ¿Pero qué diablos me estaba pasando? La cabeza me daba vueltas, estaba sin fuerzas, y anímicamente, hecha polvo.

La actitud de aquella nueva directora era siempre la misma: tocar la campanilla (¡cómo le gustaba tocar la campanilla!) y decir: retiren esto, y traigan otra cosa. Horrible.

En la charla otra vez, dale que te pego, que no era sincera... Francamente, estaba triste. No podía comprender el motivo por el que los míos se revolvían contra mí.

Y un buen día, me dijeron que ya había administradora, y que de nuevo me buscara la vida.

Y así fue. Y los días siguientes creo que fueron los peores y más crueles de mi vida en la obra.

De momento, aquí lo dejamos, que hay que digerir.

Un cariñoso abrazo a todos,

Fueraborda

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