Este escrito se trata solo de dos  anécdotas.

Por asuntos de trabajo me tocaba  almorzar periódicamente con cierta persona que, para ser claros, era  millonario. Algunos de sus negocios estaban o habían estado en problemas, pero se las arreglaba sin utilizar ninguna de sus influencias.

Lo curioso es que cada vez que entrabamos a un restaurant se levantaba alguien para saludarlo, por lo general obsequiosamente. Una vez se me ocurrió decirle: -Conoces a medio país, alguna vez podrías utilizar eso en tu beneficio…- Con simplicidad me contestó: -Será que no soy una persona interesada.-

Me fulminó. Durante años en la obra nos han entrenado para detectar quien puede servir y quien no, al punto que nos parece algo normal hacer acepción de personas. Alguien dirá que no es lo mismo, que no era en beneficio propio sino de la obra. Yo creo que ese argumento puede convertirnos en seres despreciables.

Recuerdo también, y esta es la segunda anécdota, que una vez me encontré en un funeral con un numerario que se dedica a recaudar fondos. Es un gran tipo. Luego de saludarnos intercambiamos unas palabras. Al principio se mostró indiferente, pero cuando llegamos al punto de hablar de lo que hace cada uno y le conté sobre “el cargo y posición que ocupo” se le transformó la cara. La mirada perdida se volvió aguda como la de un ave rapaz, y la sonrisa se extendió de oreja a oreja. Por el simple hecho de tener un puesto en una empresa había pasado a ser una persona “valiosa”, y no paraba de hablarme, como si hubiéramos sido amigos de toda la vida. No lo juzgo, pero me pareció un poco patético, me vi reflejado en él. Y además estaba claro que no iba a sacarme un peso.

Siempre relacioné ambas anecdotas, como si fueran parte de una misma lección.  

Paz a todos.

Otaluto.