Tuve la
oportunidad de ver algunas veces a don Álvaro Portillo, no de tratarlo. La
verdad es que incluso –o sobre todo- en presencia de Escrivá daba una imagen
mucho mejor, aunque tal vez, precisamente, por su afán de mantenerse en segundo
plano. Se veía que no era hombre de aspavientos ni de súbitos transportes
místicos; mucho más culto y educado, y con un aspecto apacible que inspiraba
simpatía. Luego ya no tuve ocasión de seguir su “prelatura”, aunque, por lo que
en la web se ha dicho, sus tratos para conseguirla fueron un error canónico.
Veo que ahora
va rumbo a los altares; y a los que parecen escandalizarse por ello me permito
recordarles que ni de la Virgen María, ni de san Pedro, ni san Pablo ni de los demás
apóstoles nos consta que fueran nunca formalmente canonizados; y sí en
cambio de algunos santos guerreros, muy valientes ellos, pero de cuyas
virtudes personales habría no poco que hablar.
Por lo demás,
ya se sabe: todo gremio eclesiástico, incluido el de nuestros amigos, tiene su
“oficina de santos”: una factoría programada para la mayor gloria terrenal de su
institución (pues de gloria ya andan sobrados en el Cielo sobrados). A este
respecto cabe anotar que la benemérita y casi extinta Orden Jerónima (¿tal vez
por ello?) tenía por norma no postular causa alguna de beatificación. Por mi
parte, hace ya unos años, visitando cierta casa de dominicos, en Jerusalén, vi,
entre otras posibles propuestas de beatificación de gente afín a la orden, la
de Fray Bartolomé de las Casas, que según ya dejó claro don Ramón Menéndez
Pidal, era un psicópata, aunque eso sí, zapatista avant la lettre.
En fin, si
creemos que la tarea de entrar en el Reino de los Cielos es accesible a la
generalidad de los cristianos que lo intenten (frente al tenebroso augurio del ojo
de la aguja), tampoco veo mayores razones para negársela a Mons. Portillo;
eso sí, entre tantísimos otros desconocidos, algunos sin duda de mi propia
familia, a los que recordamos en la fiesta de Todos los Santos, que para eso
está. Perdón y gracias.
Pepito.