En agradecimiento a Aquilina.- Emilio Carrillo
Fecha Monday, 08 July 2013
Tema 130. Agradecimientos, felicitaciones


Muchas gracias, Elena (Aquilina), por hacerte eco en tu escrito “Fe entre pistis y asentimiento” de la entrada “Fe para mover montañas”, que publiqué en el blog El Cielo en la Tierra con fecha 8 de enero de 2010.

En desarrollo de ese tema y otros similares, acabo de concluir la redacción del libro titulado “Dios”, que será publicado el próximo mes de septiembre por la Editorial Nous. Este enlace ofrece una primera información sobre el mismo.

Entre los diversos asuntos que aborda y atendiendo al hilo conductor de tus escritos, me atrevo a resaltar aquí los puntos extraídos de su Introducción que aparecen bajo estas líneas.

Muchas gracias de nuevo y un fraternal saludo,

Emilio Carrillo

 

            La idea de Dios aún prevaleciente en la Humanidad y la búsqueda del bienestar que orienta la vida de la gente son el origen y la causa del sufrimiento humano: del sufrimiento que, en mayor o menor medida, viven todas las personas; y del sufrimiento que usted, lector, pueda experimentar en su propia vida. Me explico...



            La idea de Dios que mayoritariamente comparten todavía los seres humanos es la de algo o alguien “exterior” a ellos. Esto provoca, por ejemplo, que la gente se posicione mentalmente como “creyente” o “no creyente”. Los “creyentes” sí “creen” en la “existencia” de ese Dios externo, por lo que suelen profesar un determinado “credo” o religión; los “no creyentes” no “creen” en tal “existencia” y no hacen suya ninguna “fe”. Ambas posturas –“creyente” y “no creyente”- parecen rotundamente opuestas y sus agrias controversias son abundantes, tanto hoy día como en la historia de la Humanidad. Sin embargo, las dos participan de idéntica base y tienen un mismo principio y fundamento: la percepción de un Dios “exterior”.

            Esta percepción sumerge a hombres y mujeres en el olvido de lo que realmente son: en la ignorancia de su “verdadero ser” y “naturaleza esencial”, que son absolutamente divinales, pues Dios es intrínsecamente yo –cada uno de nosotros-, todos y todo. Y el olvido e ignorancia de algo tan sublime les impide, a su vez, sentir la Felicidad que es nuestro Estado Natural.

            Al concebir un Dios exterior –para afirmarlo (“creyente”) o para negarlo (“no creyente”), da igual-, el ser humano se desune mentalmente de la divinidad que constituye su genuino ser y naturaleza y se contempla a sí mismo como algo separado de ella. La consecuencia directa es la identificación con un “yo” material, emocional y mental: el cuerpo físico, los sentidos corpóreo-mentales, los pensamientos y emociones que, por medio de éstos, experimenta, la personalidad y, por fin, el “ego” y la “naturaleza egocéntrica” a todo ello ineludiblemente asociados.

            La parábola del “Hijo Pródigo” sintetiza metafóricamente la identificación con lo que no somos tanto a través de la figura del “hijo pródigo” o hermano menor -que ejemplifica la “tragedia del incrédulo” (ateo, agnóstico, escéptico) que se separa intelectualmente del Padre- como del “hermano mayor” -que representa la “tragedia del creyente”, que cree vivir junto al Padre, pero realmente no lo conoce y lo ha convertido en un ídolo distante y lejano-. A lo que se suma la “tragedia de las religiones”: queriendo acercar el ser humano a Dios, han terminado por levantar un muro entre Dios y el ser humano. Y la parábola llama a la identificación con el Padre/Madre, percatándonos de que “Yo y el Padre somos Uno”, pues es nuestro “verdadero ser”.

            A ello se dirige la “nueva” espiritualidad que emerge hoy en la consciencia humana. Es la espiritualidad de los místicos y místicas de todas las épocas y culturas, aunque con dos importantes diferencias: no necesita vivenciarse dentro de ningún “credo” o religión; y ya no es algo aislado y minoritario, sino que se expande cada vez entre más gente y de una punta a otra del planeta.

            No obstante, la idea de un Dios externo que todavía comparten la mayoría de las personas las conduce a aferrarse a un “yo” y a una “naturaleza egocéntrica” que no son reales, sino puramente mentales, viviendo en un estado de “ensoñación” en el que no se percatan de la “naturaleza esencial” y divinal que todos, sin excepción, atesoramos y a todos, sin exclusión, nos caracteriza. Y desde esa “naturaleza egocéntrica”, se lanzan con vehemencia hacia fuera de ellas mismas –hacia el mundo y hacia los demás- en busca del “bien-estar” (placer, contento, cuidado, protección, seguridad, éxito, conocimientos, reconocimiento,...), que no es sino un pobre sucedáneo de esa Felicidad o “Bien-Ser” que constituye el Estado Natural –innato, espontáneo, que no necesita ser buscado ni hallado- de lo que Somos.

            La búsqueda del bienestar en el “exterior” es, por tanto, la derivación lógica de la visión de un Dios “exterior”. Y se plasma en una cascada de deseos y anhelos de amplia gama. El objetivo es su satisfacción; y se utiliza como herramienta para ello la “experiencia dual”: el enjuiciamiento permanente de cuanto ocurre, etiquetando y clasificando cada vivencia como “positiva” o “negativa”, “buena” o “mala”, “agradable” o “desagradable”,… Pero cuando la satisfacción no se consigue, el ser humano siente tristeza y dolor (“mal-estar”), lo que genera sufrimiento. Y cuando sí la logra, no se da cuenta de que esa satisfacción momentánea (“bien-estar”) es sólo el preámbulo de más sufrimiento. Ello se debe a que el mal-estar y el bien-estar, aunque simulen ser experiencias muy distintas, forman parte de una misma experiencia y beben de idéntica fuente: la ignorancia acerca de nuestro “verdadero ser” y “naturaleza esencial” y la identificación con un falso “yo” y una “naturaleza egocéntrica”.

            El bienestar que tanto se busca y el malestar que siempre se rechaza parecen seguir caminos radicalmente diferentes, pero en verdad parten de un mismo punto de salida –el olvido de lo que Somos- y desembocan inexorablemente en un mismo punto de llegada: el sufrimiento. El libro se detiene especialmente en todo ello: en las causas del sufrimiento, su auténtica dimensión cual mera ficción del ego y, por supuesto, en cómo evitarlo y superarlo.

            ¿Cómo evitar el sufrimiento?. La clave radica en la toma de consciencia de que Dios es yo y yo soy Dios cuando ceso de ser “yo”, es decir, cuando dejo de aferrarme a cualquier noción de identidad (sea física, álmica o espiritual; sea individual o colectiva) ajena a nuestro “verdadero ser” y “naturaleza esencial”.

            Y esto, lejos de ser una reflexión “teológica” o un artificio mental, es una experiencia eminentemente práctica que se materializa y despliega en la vida diaria, en el Aquí y Ahora, hasta permitir que el Amor que Somos -pues Amor es la esencia de nuestra naturaleza divinal- se vaya liberando de todas las capas conscienciales que, en nuestro proceso evolutivo, tapaban su Presencia e interferían su Frecuencia. Se posibilita así que la Frecuencia de Amor impregne e impulse la globalidad de las actitudes con la que, de instante en instante, afrontamos los hechos, situaciones y circunstancias de la vida diaria.







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