Bastantes veces he meditado a fondo, en la idea de
sacar conclusiones objetivas y no sesgadas, sobre la manera en que nuestro
santo preferido entendía la religión, la religiosidad y la espiritualidad. Y lo
que en todas las ocasiones he sacado en limpio es que, pese a sus presuntas
aportaciones a la moderna teología del laicado, su punto de partida y de
llegada eran los de un buen cura de hacia –digamos- 1870, como alguno
que hubo en mi propia familia. Y ante todo está su carencia de sentido
social de la religión, ni siquiera en los moderados términos en que lo
propugnó en su día el papa León XIII.
Nuestro santo preferido lo dejó bien claro en aquellas
palabras suyas –y cito de memoria- de que “la Obra no ha venido a sacar a nadie
del lugar en que Dios lo ha puesto”; grave afirmación ésta, en cuanto que
parece echar sobre las espaldas de Dios las terribles situaciones de injusticia
que cada día vemos a nuestro alrededor (y conste que ni de lejos comparto las
ideas de la llamada Teología de la Liberación).
El caso es que Escrivá, pese a que, según sus
hagiógrafos de cámara, conoció muy de cerca el mundo de los desvalidos de
aquella España barojiana de los años 30, prefirió dedicarse a los intelectuales
(y me remito al Catecismo de la Obra de mis tiempos), en una clara
respuesta a lo que había venido siendo la Institución Libre de Enseñanza. Pero,
claro, esos intelectuales eran, ante todo, universitarios, lo que en la
España de entonces equivalía a ser hijos de buena familia. Cierto que
también esos chicos debían ser evangelizados; pero parece que Escrivá
partía de que, como decía el antes aludido Baroja, “el mundo es ansí”
porque ansí lo había hecho Dios, y que no valía la pena intentar
mejorarlo.
En fin, “No pecar y rezar mucho” parece que fue su medicamento
genérico para los cristianos de toda condición; pero esa receta parece
haber tenido mayor éxito entre los de arriba, que de repente veían resuelta la
ominosa amenaza del camello y el ojo de la aguja.
Pepito