Otra experiencia.- Pepito
Fecha Friday, 19 April 2013
Tema 010. Testimonios


Continúo con “Mis años de Opus Dei”. En los años en que, ya alejado de casa de mis padres, vivía yo en una residencia del Opus Dei, me sucedió cierta anécdota que en sí tiene tan poca importancia como mi propia persona; pero que a mí me dejó marcado por cierto tiempo. Se trataba de una “miniconvivencia” que algunos de aquella casa íbamos a tener con algunos seniores de la misma y unos cuantos chicos a los que, al parecer, San Rafael en persona andaba rondando para colocarles el paquete de la vocación.

Era en invierno, y por eso pudimos disponer del hermoso chalet que la familia de uno de aquellos incautos poseía en una localidad costera de rancio historial veraniego. En el grupo, de unas ocho personas, hacía cabeza un subdirector norteamericano que al menos tenía título para hacerla en razón de su extraordinaria estatura (como de dos metros), con la que dejó fama de su paso por España, no menos que con la mala educación con que normalmente se producía. Llegó la hora de la tertulia post cenam y, aprovechando que estaba con nosotros otro subdirector, persona excelente, simpática y culta, que estudiaba en Madrid cuando los famosos sucesos del 56 (los de los Múgica, Tamames, Ridruejo, etc., y del tiro que al pobre falangista le arreó en la cabeza uno de sus correligionarios), con los que la oposición al régimen de Franco tomó cuerpo. Yo, joven estudiante interesado por los asuntos de mi país, me permití hacerle una serie de preguntas sobre aquel asunto. Él contestó a todas con abundancia de datos y con la amenidad que lo caracterizaba; y entretanto, se nos vino encima la hora de concluir la tertulia sin incurrir en un trasnoche punible.

Pero hete aquí que a la mañana siguiente el cabeza americano del grupo me arreó, y con su proverbial estilo, la menos fraterna de las correcciones: y es que, al parecer, yo, con mi interés por cuestiones de mi país, le había reventado una tertulia que, como todas, estaba destinada a encarecerles las maravillas del Opus Dei y de su fundador a los pardillos externos que nos acompañaban, y no a que cada cual expusiera libre y amigablemente sus opiniones o intereses. Aguanté el chaparrón, le cogí a aquel gilipollas la merecida tirria que devotamente le conservo hasta el día de hoy, y me confirmé en mi opinión, ya bastante desarrollada por entonces, de que para la gente del Opus Dei la amistad sólo era un disfraz, una red en la que envolver a los pobres ingenuos que a ellos se acercaban. Naturalmente, al gringo aquél los asuntos de España le resultaban tan desconocidos como poco interesantes. Además -¡qué coño!- ya estaban en el Gobierno de España los grandes hermanos que nos iban a arreglar las cosas de una vez.

Pepito









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