El grano de arena (II).- Ponciopilato
Fecha Wednesday, 19 December 2012
Tema 030. Adolescentes y jóvenes


El grano de arena (II)


Llegó el primer fin de semana: ¿dónde te recogemos, hijo? ¡No voy a venir! nos respondió.

¡¿Qué es eso de que no vienes?! ¿Tienes que hacer algún cosa? ¿Cómo haremos pues para vernos? ¿Y tu ropa sucia?  …y…?  Tengo clase, nos contestó. ¡¿Tienes clase un sábado y un domingo?! ¿De qué? dije yo pensando que él mentía. Pero su respuesta fue: de teología, catecismo, filosofía…  Desconcertada le dije de todo y más. No insistas me respondió él. No puedo saltarme las clases. ¿Qué? dije yo… ¿y la ropa, quien la lavará? ¡Pues yo no  voy a ir a buscarla! No mamá, aquí lo hacen todo. Viendo pues que no había nada que hacer para persuadirle de que viniera, le pregunté ¿Así, cómo estás? Y él, en respuesta me contó su horario. Lo encontré horrendo. Le argumenté que dónde tendría que estar es en casa descansando del desgaste del curso, a lo cual se sucedió un silencio interminable…



Pasaron muchos fines de semana con idénticas explicaciones. En casa se seguía comprando, para cada fin de semana, el conjunto de productos alimenticios que sabíamos que eran de su agrado, como si aquellas ausencias fueran un pequeño paréntesis en la futura comparecencia semanal de nuestro hijo.

Uno de estos fines de semana fuimos a visitarle y nuestra sorpresa fue que en el colegio sólo se veía gente con sonrisas artificiales. Cada vez encontraba esta situación más perversa, pero él se negaba a regresar a casa (o al menos eso decía).

Se acercaba el día de su aniversario. Viendo cómo iban las cosas, le exigí que estuviera en casa para una celebración conjunta de la familia. Él contó un cúmulo de circunstancias accesorias y/o accidentales que me sonaban a lenguaje poco menos que en clave, pero al final accedió a venir. Llegó el día del cumpleaños y se nos presentó con 18 amigos de edades semejantes a la suya y dos o tres guardaespaldas (numerarios). Celebramos su aniversario en una casa de nuestros parientes, pues en la nuestra no había espacio para semejante tropa. Nos prohibió cualquier tipo de regalo. Ese día no pudimos ni tan solo darle un beso o un abrazo ni de despedida. Nos quedamos atónitos pero aquello, con lo que había de venir, era poco menos que un cero a la izquierda. El resto del verano se repitió lo mismo que los anteriores fines de semana, y como si de Harry Potter se tratara, a través de un “túnel” se trasladó al colegio mayor sin venir a su casa.

Empezó la universidad. Yo lo llamaba todos los días y su actitud ante mí era de una gran ausencia ante mis palabras y por su parte de muy poca actitud explícita. ¡Yo pensaba que era de la etapa de adaptación a la universidad!

Bien entrado ya el curso, recibimos la llamada de un hombre al que no conocíamos: “Señora, me dijo, su hijo está con un gran ataque de angustia, ¿qué debo hacer?” Me quedé como fulminada. Le di las primeras indicaciones y el mismo día nos trasladamos al colegio mayor para visitarlo: encontramos a una persona que para nada se parecía a nuestro hijo. Delgado, mirada perdida, ojos y piel amarillentos1. (1Esta anotación será la clave para comprender la posterior enfermedad que se puso de manifiesto en cierto momento.)

En este punto del relato aprovecho para decir a Calandria que mi hijo había perdido su personalidad, su razonamiento y sólo le quedaba una pizquita de amor. Soy testigo directo de este hecho. Puedo declarar estos acontecimientos delante de un juez y hasta te dejaré elegir el juez, querida Calandria.

En aquel momento llegó el director del colegio mayor y, junto con mi marido, le dijimos que pensábamos que nuestro hijo debía irse a su casa a descansar unos días, pasados los cuales volvería. ¡Ingenuos de nosotros! ¡No! Dijo el director: se queda aquí. En aquel momento descubrimos que “aquello” no era un colegio mayor sino el centro de estudios para numerarios y se hacía todo menos estudiar pues no quedaba tiempo para ello debido al fuerte adoctrinamiento y enajenación a los que eran sometidos tales adolescentes.

La persona que llamó a casa para avisar del ataque de angustia, fue cesado en su cargo y trasladado, cuando aún no habían pasado ni tres días. Simplemente: desapareció.

Iban pasando los días y mi discernimiento era algo mayor, estando todavía muy lejos de la realidad.

Llegó Navidad: ¡Oh, sorpresa, no puede venir a casa! Son las normas. ¿Las normas? ¿Qué normas? La cosa subía de tono como si de un medidor de actividad o magnitud sísmica de la escala de Richter se tratara. Aún así sólo estábamos a poco más de un nivel dos. De todas las vacaciones de Navidad vino solamente un día a comer y estuvo en casa 2 horas y 45 minutos. ¡Horror, este no es nuestro hijo! Evidentemente aparecieron excusas como: “…la universidad me exige mucho…”, “… estoy muy cansado…”

Llega junio, mes en que íbamos todos a celebrar la boda de su hermana. Tuvimos una conversación para preparar la boda de forma que todo el vestuario adquirido para el evento para todos los hijos, iba a estar en casa. Como todos debían pasar la noche anterior a la boda en el domicilio familiar, todos tendrían a su disposición el atuendo para la mañana siguiente.

O sea que a nuestro hijo numerario le dijimos que debía venir a dormir a casa para estar todos juntos. Al siguiente día habría sesión fotográfica, etc. La respuesta de nuestro hijo fue: mamá, ¡No puedo dormir en casa! ¿Qué? le dije. Me enfurecí y le dije que debía venir, que no había alternativa. Noté cómo temblaba. Pensé que mi acción debía ser rápida y muy concisa: ¡hasta ahí habíamos llegado! Llamé a la delegación correspondiente y pedí hablar con “el feje” al cual no tenía el placer de conocer y le dije: “si mi hijo no duerme en su casa los días tal y cual, pondré una denuncia al Opus Dei, y todos los medios de comunicación nacionales e internacionales se harán eco de esta situación” El “jefe” cedió. Yo, no tenía ni idea de que aquí empezaba una batalla de la gran guerra con el Opus Dei.

Lo más importante: yo seguía pensando que era sólo la madre de mi hijo. No tenía ni idea de que para él me había convertido en el demonio.

Poncipilatos
Madre de un numerario

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