Aclaraciones sobre la esclavitud y reflexiones sobreTeología Moral.- Josef Knech
Fecha Monday, 03 December 2012
Tema 900. Sin clasificar


En la carta de Dionisio (30.11.2012) a Daneel se plantea un tema candente, el de la Teología Moral católica, ejemplificado con el problema de la esclavitud, que logró suprimirse de los países occidentales en el siglo XIX; hasta entonces, la doctrina moral cristiana fue ambigua acerca de la praxis de la esclavitud. Reflexionaré a continuación sobre este punto concreto de la esclavitud, para abrirme luego a un tema más amplio, el de Teología Moral católica. 

Creo que Dionisio fue demasiado negativo al presentar la jerarquía eclesiástica como promotora o defensora de la esclavitud. Si tomamos en conjunto los casi dos mil años de historia de la Iglesia, el balance general es muy positivo para el afianzamiento en Occidente de la defensa de la “dignidad humana”. Tengo mis serias dudas de que, sin el cristianismo (recordemos la Escuela de Salamanca y su defensa de los indios americanos y el nacimiento del ius gentium), el concepto de dignidad humana y el de Derechos Humanos hubiesen surgido en la historia de la humanidad y se hubiesen implantado con la contundencia con que hoy en día se viven. En mi opinión, los Derechos Humanos son un fruto maduro, que requirió un largo tiempo de gestación, de la visión bíblica y cristiana de la vida, apoyada en algunos conceptos de las escuelas filosóficas griegas precristiananas (Ley natural, por ejemplo). También es positiva la Doctrina Social de la Iglesia surgida en el siglo XIX para defender los derechos de los obreros oprimidos por las inmoralidades del sistema capitalista...



En las antiguas Grecia y Roma no sólo no se desarrolló asistencia social a pobres y marginados; es que ni siquiera se planteó un discurso ético sobre ellos. Esas pobres gentes eran tratadas no como marginadas, sino más bien como inexistentes, excluidas por completo del sistema social. Es cierto que los filósofos paganos ahondaron en la idea de la justicia y del empleo virtuoso de las riquezas, pero nunca lo hicieron desde la perspectiva de los pobres, sino de los ricos. Dar la vuelta a este planteamiento ha sido una aportación de la Iglesia a la historia de la humanidad. (Bibliografía reciente: Juan María Laboa, Por sus frutos los conoceréis. Historia de la caridad en la Iglesia, ed. San Pablo, Madrid 2011, ISBN: 9788428538879).

Por eso, me parece exagerada la visión unilateralmente negativa de Dionisio en su carta; ahora bien, algo de razón tiene Dionisio, como a continuación expondré. El ámbito en que la teología ha sido, a lo largo de su historia, más inmaduro (con ambigüedades y ridículas contradicciones) ha sido el de la teología moral, a diferencia de la dogmática o la exégesis bíblica o la liturgia, que han experimentado un desarrollo más profundo. Ha sido en la segunda mitad del siglo XX cuando la teología moral ha despertado de un letargo multisecular (con la excepción de san Alfonso María de Ligorio [1696-1787], precedente del actual desarrollo de la teología moral). Esa falta de verdadero interés por las cuestiones morales es, en el fondo, lo que Dionisio denuncia en su carta. Durante muchos siglos, la moralidad se despachaba en la Iglesia siguiendo un esquema antropológico deficiente, que es el que hemos padecido en el Opus Dei: unas exigencias morales y un ideal de santidad no anclados en la verdadera constitución psicológica del ser humano; de lo que se trataba era de someter al creyente al buen funcionamiento de la institución (este era el comportamiento moral que se le exigía: portarse bien y cumplir siguiendo los dictados del Magisterio eclesiástico). Justamente esto fue lo que Antonio Ruiz Retegui denunció en su clarividente artículo sobre Lo teologal y lo institucional, aplicando aquel principio general del “ordeno y mando” a las circunstancias concretas del Opus Dei impregnado, además, de las deficiencias personales de su fundador (me refiero al trastorno narcisista de su personalidad, según nos enseñó Marcus Tank). El libro autobiográfico de Ramón Rosal Cortés también profundiza en este mismo punto de vista.

Paso a poner un ejemplo distinto del de la esclavitud para mostrar las deficiencias de la teología moral antes del Concilio Vaticano II. En el siglo XIX y a comienzos del XX, cuando algunos médicos lanzaron la posibilidad, entonces teórica, de transplantar órganos con fines curativos, los moralistas católicos reaccionaron condenando como inmoral esa praxis. Los manuales de Teología Moral de aquellas fechas consideraron el transplante como una variante del pecado mortal de “mutilación”, ya que, antes de implantar un órgano sano, hay que mutilar al paciente extirpándole el órgano enfermo; aquellos moralistas aplicaban el principio ético de que “el fin no justifica los medios” y se quedaban tan panchos clasificando el transplante de órganos como pecado mortal de mutilación. Menos mal que a ningún Papa se le ocurrió entonces asentar magisterio pontificio sobre esta cuestión. Siempre he pensado que los Papas de aquellos años no se pronunciaron oficialmente sobre los transplantes de órganos, porque los veían como ciencia ficción, como una novela de Julio Verne, y, por tanto, no merecía la pena pontificar acerca de quimeras. La cortedad de miras de aquellos eclesiásticos, esto es, su desconfianza en que alguna vez se realizara ese tipo de intervenciones quirúrgicas (o se realizara con éxito) salvó a los transplantes de órganos de una condena magisterial. En el supuesto caso de que León XIII o san Pío X hubiesen escrito algún documento oficial condenando los transplantes de órganos, hoy en día en ningún hospital católico se harían esas operaciones, y todos los obispos del mundo se opondrían a esa praxis como se oponen a la fecundación in vitro o a la experimentación con embriones para fines terapéuticos. Puesto que tal documento magisterial condenatorio no se escribió nunca, los moralistas católicos del siglo XX tenían las manos libres para cambiar de parecer acerca de los transplantes y así lo hicieron cuando éstos dejaron de ser ciencia ficción.

Con motivo de la renovación eclesial promovida por el concilio Vaticano II (1962-1965), los teólogos católicos se esforzaron por llenar la gigantesca laguna o inmenso vacío de una buena Teología Moral. Seamos positivos: más vale tarde que nunca. El Vaticano II ha sido, hasta el momento presente, el único concilio ecuménico que habló a fondo sobre cuestiones de moral, pues los anteriores concilios habían debatido asuntos dogmáticos, litúrgicos, canónicos y disciplinares, pero no morales (nunca se debatió en los concilios sobre la esclavitud, por ejemplo). En la constitución pastoral Gaudium et spes, se profundizó en la idea del ser humano creado a “imagen” de Dios y se presentó a Jesucristo no sólo como quien revela Dios al hombre, sino también como quien revela al hombre lo que el hombre es. Por eso, a partir de una antropología bíblica y cristológica, se fundamentaron las bases para renovar la Teología Moral. El Vaticano II no se limitó a tratar cuestiones internas como quien se mira el ombligo, sino que alzó su mirada a la realidad humana: esa fue su genialidad.

Pero pronto surgieron obstáculos muy serios, por desgracia, precisamente por bajar de nuevo la mirada al propio ombligo. A consecuencia del inmenso vacío de una sólida Teología Moral durante tantos siglos, varios teólogos moralistas de mediados del XX, deseosos de solucionar ese grave problema, sostenían ideas avanzadas (como la “opción fundamental”, “autonomía-heteronomía” y otras en las que no me puedo explayar ahora para no irme por las ramas), que a otros teólogos les parecieron heterodoxas. En el contexto de la turbulenta polémica en torno a la encíclica Humanae vitae (1968) de Pablo VI, se fraguaron dentro del catolicismo dos corrientes de Teología Moral, ambas renovadoras, pero discrepantes entre sí: una más progresista (y crítica con la Humanae vitae) y otra más conservadora (y acorde con la Humanae vitae). Por supuesto, los teólogos del Opus se apuntaron a esta última. Estas dos corrientes guardaban relación respectivamente con las dos líneas interpretativas del Concilio Vaticano II que en aquellos años se aglutinaron en torno a las revistas teológicas Concilium y Communio.

Con la llegada de Juan Pablo II al pontificado romano, este Papa se propuso asentar doctrina sobre la Teología Moral poniéndose de parte de la corriente conservadora. El resultado fue la encíclica Veritatis splendor (1993), la cual, tras estudiar las ideas de fondo (teológicas, antropológicas y filosóficas) de la moral, concluyó que las tesis de los teólogos “progresistas” no eran acordes con la tradición de la Iglesia; también promulgó Juan Pablo II encíclicas sobre el matrimonio y sobre la defensa de la vida humana a la luz de la teología moral “conservadora”. Esta ha sido, en síntesis, la renovación a la que a día de hoy ha llegado el Magisterio eclesiástico, incluido el Catecismo de la Iglesia Católica, en el que aparecen los mínimos cambios introducidos por esa reforma (a modo de ejemplo, Rescatado [12.11.2012] nos recordó la nueva valoración moral acerca de la masturbación). Además, en tiempos del Papa Karol Wojtyła, se fundó (año 1981) el “Pontificio Instituto Juan Pablo II para la Familia”, baluarte de la doctrina oficial católica en materia de sexualidad y matrimonio.

Así las cosas, está claro que el debate sobre Teología Moral sigue abierto en la Iglesia Católica, ya que muchos –no sólo Juan Masiá, citado por Ramón (28.11.2012)– consideran que la renovación llevada a cabo por la jerarquía se ha quedado corta. No se ha solucionado el problema de fondo: la curia vaticana y el episcopado temen que la institución se les escape de las manos en caso de implantarse la reforma propuesta por los teólogos más avanzados; por tanto, aunque sin duda se han incorporado algunos enfoques nuevos en la Teología Moral, la doctrina oficial se propone mantener a raya a los creyentes para que se porten bien, cumplan, y así la institución no se tambalee. El planteamiento preconciliar de “ordeno y mando” en materia moral sigue en pie ahora, aunque se haya dotado de un argumentario bíblico y antropológico conforme con los avances de la teología contemporánea y menos torpe que en otros tiempos. Por ello, el debate también sigue en pie, pues muchos creyentes disienten de la solución oficial por considerarla un tibio retoque, un tímido “quiero y no puedo”, aunque en este caso más bien habría que hablar de un contundente “puedo y no quiero” cambiar nada por temor a perder poder y control.

Permítaseme poner otro ejemplo antes de terminar. Desde el punto de vista de la encíclica Veritatis splendor, servirse del psicoanálisis para fundamentar el obrar moral cristiano sería una barbaridad. Sin embargo, me consta que algunos tribunales eclesiásticos que juzgan sobre la nulidad matrimonial no tienen reparos en utilizar conceptos psicoanalíticos con el fin de indagar si, en la celebración del casamiento, los novios reunían las debidas condiciones psicológicas, o no, para dar el consentimiento matrimonial. Esta sencilla contradicción entre la teoría y la práctica pone en evidencia que el debate sobre los fundamentos de la Teología Moral sigue necesariamente abierto, ya que, al fin y al cabo, la realidad se impone por sí misma, cuando llega la hora de la verdad, por encima de los postulados ideológicos y de las versiones oficiales: eso pasó en el Imperio Romano a propósito de los pobres y marginados, y sería lamentable que la Iglesia cometiera un error similar en pleno siglo XXI. Hay que conseguir una teoría acorde con la realidad de la condición humana sin perder la fidelidad al Evangelio, el cual es, a decir verdad, de lo más liberador para el hombre, a la vez que lo eleva a Dios. Después de casi veinte siglos de historia eclesiástica aún no se ha logrado algo que, a primera vista, debiera ser lo más elemental. Quienes hemos pertenecido al Opus encontramos en nuestra propia experiencia vital la respuesta al porqué de esta incoherencia absurda.

Josef Knecht







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