Moral sexual sí, inquisición del sexo no.- Josef Knecht
Fecha Friday, 18 May 2012
Tema 900. Sin clasificar


Querido Daneel:

 

Brillantísima ha sido tu respuesta (16.05.2012) a mi última carta (11.05.2012), en la que de paso aprovechas para dialogar con Dufresne (11.05.2012), poniendo muy bien los puntos sobre las íes. Estoy substancialmente de acuerdo contigo: por supuesto que la Iglesia está en su lugar, cuando, en su función de iluminar el sentido de la vida y existencia humanas, predica un ideal sobre el comportamiento de la sexualidad. Nadie debería molestarse por ello...



El problema se encuentra, sin embargo, no sólo en el contenido doctrinal, sino sobre todo en el modo como la Iglesia está predicando acerca de la sexualidad. A mucha gente le causa pésima impresión que esa doctrina, además de desfasada, sea retrógrada y excesivamente conservadora por utilizar un lenguaje represor más que exhortativo o animante. ¿Son siempre inmorales todas las relaciones amorosas prematrimoniales? ¿Es siempre el autoerotismo (los antiguos “pecados solitarios” de obra [masturbación, contra el sexto mandamiento] y de pensamiento o deseo [noveno mandamiento]) totalmente pecaminoso, es decir, sin parvedad de materia o ex toto genere suo, por seguir empleando conceptos aprendidos en el Studium Generale del Opus Dei? Muy pocas personas aceptan hoy día la supuesta inmoralidad de estos actos de una manera tan radical como la doctrina oficial de la Iglesia los descalifica. Quiero decir que no sólo hay que distinguir, como haces en tu última carta, entre la legalidad marcada por las leyes del Estado y la moralidad defendida por la Iglesia o por otras instancias filosóficas o religiosas. La sociedad actual ve como costumbres correctamente “morales” (no sólo legales en el plano civil) y como buenas o, al menos, aceptables diversos comportamientos que la Iglesia sigue presentando como “inmorales”; esta es la clave del conflicto: doctrina represiva y no exhortativa, que se contrapone a la actual “moral” de las sociedades occidentales. Un ejemplo de la disparidad de criterios morales entre la Iglesia y la sociedad civil podría ser, entre otros, el hecho de que para el tratamiento de personas parapléjicas se emplean, a veces, terapias de excitación sexual que nadie percibe como atentados contra la dignidad del paciente.

 

En mi opinión, la causa profunda del talante “represivo” de la moral oficial católica radica en que ésta aún se sustenta en el concepto de (im)pureza, propio de las religiones antiguas: la impureza humana como incompatible con la santidad divina. Así, ingerir determinados alimentos hace impuro al hombre, los actos sexuales hacen impuro al hombre, salvo que, habiendo recibido una bendición sacerdotal, dejan milagrosamente de ser impuros para usarse puramente dentro del matrimonio; ahora bien, incluso dentro del matrimonio, si no están abiertos a la procreación, esos actos matrimoniales vuelven a hacerse impuros. La milagrosa transformación de actos puros a impuros y viceversa (¡qué lío!) no es aceptable por la mentalidad actual, que no percibe la sexualidad como impura, de la misma manera que ningún alimento es percibido como causante de impureza. Nuestras concepciones antropológicas y éticas del siglo XXI, a diferencia de las de los siglos en que se fraguaron las grandes religiones monoteístas, carecen de la noción de (im)pureza: ingerir determinados alimentos (carne de cerdo o bebidas alcohólicas) o practicar el sexo no hacen impuro a nadie y pueden ser compatibles con la santidad, siempre que esas prácticas se lleven a cabo de forma digna (nada de alcoholismo, drogadicción, violaciones, etc.). La dignidad o indignidad del hombre ya no se basa hoy día en la (im)pureza, como en la Antigüedad y Edad Media, sino en el respeto a los derechos humanos; la cultura cristiana occidental ha avanzado en los últimos siglos, y no tiene sentido mantener con mentalidad arcaica nociones superadas como la de “santa pureza”, que tanto complacía a Josemaría Escrivá.

 

A esto se añade que el clásico concepto filosófico de “ley natural” también se entiende hoy día de manera distinta a la filosofía escolástica, que lo reducía demasiado a la biología: los actos sexuales están de acuerdo a la ley natural sólo dentro del matrimonio y, dentro de éste, si se orientan a la procreación. Pero sucede que el ser humano no es un mero animal y, por consiguiente, nuestra ley natural (la humana) tiene tres niveles: biológico, cultural y espiritual, como bien apuntaste en tu última carta. De ahí que la sexualidad humana no deba estar supeditada, como pasa con los animales y las plantas, a la reproducción de la especie. Es lo que hacemos los seres humanos con la alimentación, que no queda reducida a mantenernos en la vida vegetativa. La alimentación es un ejemplo de la combinación de los tres aspectos antes mencionados de nuestra ley natural, pues comemos y bebemos no sólo para sobrevivir, sino para desarrollar nuestra humanidad: 1) gastronomía repleta de recetas de cocina y de variedad de bebidas con sus respectivos maridajes, 2) inmensa casuística para las vajillas y la cubertería, 3) decoración de la mesa y del comedor, 4) grandes inventos para mejorar la técnica culinaria (hornos, neveras, etc.), 5) comidas como reuniones sociales de todo tipo (comidas o cenas familiares de diario, de fiesta, de trabajo, de amigos, de boda, de Navidad [el “cenone” en Italia], de duelo, de conmemoración de aniversarios, etc.), 6) compatibilidad de la gastronomía con la medicina y la dietética, 7) bendición de la mesa y acción de gracias, 8) discursos –y a veces pactos– tras banquetes solemnes; además, las religiones también contemplan banquetes rituales, como la celebración eucarística. ¿Por qué no hacer con la práctica sexual algo análogo –salvando las distancias claro está y respetando la naturaleza de cada cosa– a lo que siempre se ha vivido con la alimentación, de la que se ha hecho un rito inmensamente humanizador?

 

A todo lo anterior es a lo que me refiero cuando digo que la sociedad actual percibe como represiva la moral católica oficial sobre el sexo, porque aún está rezagada en la noción de (im)pureza y anclada en una visión reduccionista, es decir, biologicista de la ley natural. A esto se añade que la teología cristiana, sobre todo a partir de san Agustín de Hipona (siglos IV-V), relacionó la concupiscencia sexual con la transmisión del pecado original, de modo que la visión del sexo pasó a ser radicalmente morbosa sin resquicio alguno de bondad; por eso, san Agustín y santo Tomás de Aquino (siglo XIII), aunque consideraban que el matrimonio era un sacramento de la Nueva Ley, opinaban que los actos sexuales realizados entre cónyuges seguían siendo pecaminosos, sólo que pasaban a ser pecados veniales y dejaban de ser mortales (matrimonio entendido como “remedio de la concupiscencia”). Al menos, aquellos teólogos eran, desde el punto de vista del razonamiento lógico, más coherentes que la teología oficial actual: ésta ya no percibe el matrimonio como “remedio de la concupiscencia”, por lo que los actos sexuales entre cónyuges no son ni siquiera pecado venial si están abiertos a la procreación; pero, teniendo en cuenta que todavía se consideran los actos sexuales extramatrimoniales como pecados mortales ex toto genere suo, sucede que no se explica bien cómo lo que es pecado mortal antes y fuera del matrimonio pase a ser virtuoso y santo dentro de él: ¡esto de repicar las campanas y a la vez salir a la procesión es negar el principio lógico de no-contradicción, que Agustín y Tomás de Aquino no negaron! (Esto es como sostener que robar fuera del sacramento del orden es pecado mortal ex toto genere suo, pero, cuando un sacerdote roba dinero en nombre de Dios pensando en invertirlo en las labores apostólicas, el robo pasa a ser una acción virtuosa y santa, ya que ese sacerdote ha liberado o redimido ese dinero de la esclavitud a la que estaba sometido por el pecado original). Por consiguiente, la sociedad actual no sólo percibe una antropología arcaica en la enseñanza oficial de la Iglesia, sino también graves contradicciones metodológicas, todo ello incompatible con la más elemental seriedad científica.

 

Pero con esto no se terminan las justas críticas a la moral sexual predicada por la jerarquía católica actual. Si recuerdas lo que escribí en mi aportación del 14.03.2012 (Breves consideraciones sobre la ideología actual del Opus Dei), hoy en día los obispos pierden credibilidad ante los propios fieles y ante la sociedad civil por su dejación en cuestiones sociales, derivada por una especie de “santa alianza” entre integrismo católico y neoliberalismo de inspiración puritano-protestante. A consecuencia de ello, la jerarquía episcopal lanza un furibundo ataque, de inspiración integrista, contra todo tipo de abuso sexual y se olvida de aplicar ese espíritu batallador para combatir las tremendas y crecientes injusticias que, con la crisis económica, hacen sufrir a millones de seres humanos. Esta línea de actuación pastoral desagrada con razón a muchos católicos, a excepción de los que, perteneciendo a una u otra “guardería de adultos”, aceptan sin la más mínima crítica todo lo que los obispos pontifican. Aunque me resulte desagradable afirmarlo, estoy de acuerdo con una sentencia que un amigo mío me decía hace pocos días: los obispos han convertido la fe cristiana en una “inquisición del sexo” y se han alejado del Espíritu más genuinamente evangélico que otras personas, fuera de la Iglesia, defienden. En las recientes manifestaciones de los “indignados” del 15-M, leí una pancarta que decía: “Por un mundo donde primero sean las personas y no el dinero”. Me gustaría ver a los obispos defendiendo esa tesis evangélica con la misma contundencia con que condenan el aborto o los anticonceptivos o la fornicación prematrimonial o la homosexualidad o la reproducción asistida: no lo hacen y así evocan la impresión de fomentar una “inquisición del sexo”, porque esto es lo único que les interesa de veras.

 

Esta mentalidad inquisitorial no sólo se proyecta a modo de incriminación sobre la sociedad civil, sino que también se deja sentir en la vida interna de la Iglesia. A consecuencia de haberse descubierto y denunciado numerosos abusos sexuales de clérigos y religiosos con menores de edad, las instituciones eclesiales están hoy en día obsesionadas con que tales abusos no se vuelvan a repetir más, y reina en ellas más represión que nunca, es decir, una caza de brujas contra todo aquel, aquella o aquello que pueda evocar sexualidad del tipo que sea. La recíproca desconfianza se ha adueñado de muchos clérigos y religiosos, que se miran unos a otros escudriñando quién puede meter la pata en materia sexual a ver si lo pillan a tiempo antes de que el asunto salte a escándalo público: que ningún homosexual se cuele en seminarios sacerdotales o en noviciados religiosos, por ejemplo. En fin, ¿es o no es esto “inquisición del sexo”? Yo diría que sí.

 

Y lo que es peor: ¿qué tiene que ver todo este panorama con el Espíritu del Evangelio? Absolutamente nada.

 

Así las cosas, estás en lo cierto, querido Daneel, cuando afirmas con contundencia que la jerarquía episcopal está en su sitio en su labor de iluminar la vida sexual de los creyentes y de todas las personas; pero habría que matizar tus palabras adaptándolas a las circunstancias actuales. Si la jerarquía episcopal impulsara una profunda reforma de la moral sexual y se pusiera al día fundamentando la doctrina en una visión personalista de la sexualidad, otro gallo cantaría y rechazos como los de Dufresne (11.05.2012) y otras personas de buena voluntad no se producirían. El reparo a promover esa reforma causa el ridículo episcopal en sus actuales enseñanzas de moral sexual y el consiguiente rechazo por parte de tanta gente.

 

Un abrazo

Josef Knecht







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