La impostura del Padre.- Solidante
Fecha Friday, 16 March 2012
Tema 070. Costumbres y Praxis


Tengo que reconocer llanamente que una vez metido en el Opus Dei tuve que buscar  continuamente argumentos que pudieran abonar mi presencia y dedicación a tan extraña sociedad religiosa.  En ese sentido, una vez me gustó una meditación de “Camino” por la que el Fundador declaraba sin ambages que todos los honores, dignidades, riquezas  y preeminencias en la sociedad no eran más que una basura. Esta doctrina estaba en consonancia con lo dicho con San Pablo sobre el amor al dinero como raíz de todos los males; el peligro de las seducciones del mundo, y en definitiva con lo que dijo el Señor: el que quiera ganar su vida en este mundo la perderá. Pero, ay, pronto me di cuenta que esa clara directriz sólo valía para todo el género humano, menos para el mismo Padre, Monseñor Escrivá de Balaguer y Albás. Este hombre cambió de manera absurda su nombre civil, se inventó un linaje, reivindicando un título nobiliario que no le correspondía ni por asomo, y recreó un personaje, notablemente falso y notoriamente también de orientación no cristiana...



A pesar de la necesaria separación de los cristianos de las vanidades mundanas, el Padre dictó que ante él se debían arrodillar sus hijos, y acompañarle con lamparitas, y nombrar custodes, y demás, con perdón, mamarrachadas, en la dirección contraria de las enseñanzas fijadas en la Palabra y en toda la tradición de los cristianos. Unos ángeles que se aparecen en el antiguo testamento advierten a los hombres que no deben arrodillarse ante ellos, pues no son Dios; el mismo San Pedro en los hechos de los apóstoles avisa a unos que iban a prosternarse ante él que no lo hagan, pues sólo es un hombre. Está, además, la clara admonición del evangelio: “no llaméis a ninguno padre, pues uno sólo es vuestro padre.” Pero nuestro Padre, además, sabe dar una explicación a este cúmulo de despropósitos y nos dirá: “hijos, ya sabéis que no es por mí….”, como si la distinción de ser Fundador y Padre del Opus Dei fuera una tremenda carga, que necesariamente debe llevar unas deferencias a las que él debe someterse humildemente.

Yo he leído en estas páginas sobre el delirio narcisista de muestro personaje, y se han dicho cosas muy pertinentes sobre el asunto. Su impostura es general, sobre él mismo, no se sabe si dice, como en el asunto del “polisón”, ni “un átomo de verdad”. Se trata de la reinvención del personaje, tan del gusto de los inventores de religiones de todos los tiempos. Este hombre odiaba la pobreza de su familia, tan generalizada en la sociedad española de la época, y a mucha honra. Le pareció insuficiente su propio nombre, su casa de nacimiento, sus títulos civiles y eclesiásticos. Pero de entre todo ello, hay cosas verdaderamente chuscas. Una de las más tristemente graciosas es la de que era “cristiano viejo”. Por fortuna, la sociedad española desconoce el sentido de la expresión cristiano viejo. Pero el barbastrense nos dice que no sólo es cristiano, sino a demás “cristiano viejo”; o sea, en los términos estrictos de la expresión, el Padre no tenía “gota de sangre de judío ni de morisco”, era pues de buena sangre. ¿Qué sentido puede tener aquella expresión en la boca de un aspirante a “santo”? Como parece que es posible que este hombre se hubiera tomado en serio los hechos en cuestión en la gran polémica española de la limpieza de sangre, conviene detenerse en ello.

Luis Carandell, en su famoso libro sobre la vida y milagros de nuestro hombre, pasa como sobre ascuas sobre el tema, y si bien su apellido verdadero “Escriba” le suena a judaico, tras una consulta considera que no debería disfrutar esa ascendencia porque el apellido sería demasiado concluyente, cuando los conversos se habrían camuflado bajo apellidos resonantes como edictos cristianos. Pero ¿qué pensaba la mente de nuestro biografiado, que no era nada normal? No le debió gustar la nobleza de la ascendencia judía, que tantos grandes personajes españoles ha dado entre intelectuales y santos del siglo de oro. Tampoco le debió parecer honrosa la indiscernible sangre judía en nuestra genética nacional, que por el amasijo de sangre hace que todos tengamos alguna gota de las doce tribus, a mucha honra, por supuesto. Todo indica un desprecio a algo como un fantasma de siglos pasados, pero lo curioso es que sus obras parecen dirigir su pensamiento religioso y su praxis en otra dirección al prurito de cristiano viejo. Es el caso que toda su obra, que para mí tiene los contornos de una nueva religión a cuyo servicio implanta una organización sectaria, está informada por las líneas maestras de la antigua religión judía del antiguo testamento: un código rígido de un centón de ordenanzas, preceptos, obligaciones, gestos externos, ritualistas y devocionales, tan alejado del evangelio de la gracia y del culto en espíritu del nuevo testamento. En esa religión, ante todo se busca la retribución a unos méritos y obras en este mundo, buscando la participación y disfrute de los honores y riquezas, de la que nos dio ejemplo el propio fundador. Para eso, era necesaria la reconstrucción de un personaje, que alcanza su consumación con su canonización, que es, otra vez, la búsqueda de la veneración limitada a los estrechos confines de este mundo.

Solidante 







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