Año nuevo, vida nueva.- Satur
Fecha Wednesday, 04 January 2012
Tema 010. Testimonios


Una vez alguien me escribió, rebatiendo un escrito mío defendiendo la libertad y rechazando las virtudes  de medio pelo, donde no hay excesos de ningún tipo:

 

“Por supuesto que lo ideal sería que la gente hiciéramos el bien o dejáramos de hacer el mal por convencimiento, con valentía y porque nos sale del corazón. Pero desgraciadamente esto no suele ir así. Por lo tanto, bendito temor a las complicaciones y a los sufrimientos, benditos automatismos sociales y bendito “el qué dirán”, si todo eso contribuye a evitar sufrimientos al prójimo y, por consiguiente, facilita y va en provecho de la paz social”. 

 

El párrafo define muy bien la mentalidad ascética y doctrinal de la dirección espiritual en el Obra de Deu. Muchos piensan allá dentro que abandonar la vocación es sinónimo de “hacer sufrir al prójimo”... sobre todo cuando el prójimo son ellos...



No duda en escribir “benditos automatismos sociales”, “bendito el qué dirán”.

 

Esa fue la frase que me dijo el subdirector de la delegación cuando le dije que buscaba otra manera de estar y ser en el mundo: ¿qué dirán, después de tantos años?”... ”¿cómo les explicamos que no tenías vocación?”... ”vas a hacer mucho daño”.

 

Allá cada uno con su conciencia.

 

Yo pienso que no. Y maldigo el temor a las complicaciones y a los sufrimientos, maldigo los automatismos, y maldigo el “qué dirán” (y no estoy exento de ninguno de ellos), porque estoy convencido que son la causa que ciega la auténtica caridad, el amor que no mira convencionalismos y que es tachado de excesivo e ingenuo por los “buenos del mundo”. Es una vida que narcotiza, impidiendo cualquier “exceso”, sea del tipo que sea. Es una especie de sedación moral que lleva a pensar que mientras mis cosas vayan bien, ya me vale.

 

O héroe o santo, o poeta o revolucionario… y no ese consejo de directores con la receta aprendida.

Alguien lo dijo mejor que yo, que necesitamos crear esa frase que abrace a todo el mundo, arrancar las espadas e inventar más colores y escribir padrenuestros, cantar al corro, y no decirlo por lo bajini y callandito. Gritar al poderoso que hay muchos que viven de las latas, con lo puesto y aullando. Ser buzo una semana, visitar los asilos, las cárceles, las ruinas, bailar con los leprosos.

 

Esa es la razón de por qué al corazón del Opus Dei le llega tan poca sangre: ese cuerpo tiene mucha grasa, está fofo, no le mueve más que las costumbres, las recetas, y los horarios de siempre. Y así no hay manera de mantenerse. Está viejo, acartonado.

 

Además, ¿de qué se habla cuando afirmamos la bondad o la maldad al hacer las cosas? Nada más difícil de juzgar.

 

En las personas, que siempre hay que justificar e intentar entender, todo es más confuso. Muchas veces los excesos que algunos cometen en la vida no siempre son impuros, o malos, o perversos: pueden proceder de un impulso vital extremado que derriba las barreras establecidas para el común de los mortales, o de una sed de infinito desorientada, o de una locura congénita, un fallo de fábrica, o de la desesperación, o de la tristeza, o de la pena.

 

Si, por ejemplo, el Padre Maciel hubiese abandonado la Legión al inicio de su fundación, otro gallo le hubiese cantado, a él y muchos que siguieron un modelo de santidad de pasarela, muy mono, muy bien peinado y, probablemente, con un aroma encantador,... y que debajo de la sotana tenía los calzoncillos con machas más feas que las caras de Velmez.

 

Y, ojo, la impureza, la maldad de nuestras obras, no siempre viene de la mano del exceso, o del defecto, del saltarse la norma o la ley.

 

Hay hombres en la nómina de los santos que “tienen por Dios a su vientre”, y que son relativamente sobrios; otros que son lujuriosos hasta el fondo del alma y, mira tú por dónde, se conforman con una sola mujer; hay avaros que son moderados en sus gastos. Son pecadores “buenos”, “prudentes”, “sensatos” que, por temor a las complicaciones y a los sufrimientos, por automatismos sociales, por el qué dirán, o vete tú a saber por qué razón, mantienen su bajeza dentro de los límites prescritos por la ley, las normas y las buenas costumbres.

 

Un río por muy en su cauce que esté, por hermosas que sean sus orillas, puede estar envenenado. Prefiero el que se desborda, lo ves, y además con el tiempo vuelve a su cauce.

 

O sea, que la prudencia y la medida en la impureza, se disfrace de lo que se disfrace, puede vestir al mismo mal de apariencia de bien.

 

Por esta razón, y muchas más, quizás lo mejor es ir más que a atender al pianista – al fin y al cabo sólo es un hombre -, a estudiar la partitura. Y así se entienden muchas falsas bondades y muchas falsas maldades.

 

La partitura de la Opus, cuando la lees, suena más o menos bien, aunque se aprecian acordes imposibles, disonancias forzadas y extrañas notas... pero si atiendes al pianista, ves un tío enloquecido, sudando a chorros, despeinado, dando saltos en el taburete, agónico, trastornado y con el chaqué empapado.

 

Satur







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