No quedé muy satisfecha con la descripción de la nume que me dirigió en el primer semestre del centro de estudios. Espero que las que se hayan tropezado con una directora de estas características, llamese psicópata o simplemente tocapelotas me comprendan.
Lo más de ese primer semestre, cabronadas directoriles aparte, fue el gran descubrimiento.
Me di cuenta que el espíritu de la obra no había que tomárselo tan al pie de la letra. Que no había que ser tan provinciana y monjil, tan períférica. Me abrieron los ojos un grupo de adscritas de Madrid que no tenían nada que ver con las que había conocido hasta ese momento, a saber zona Galicia-Asturias.
Las adscritas capitalinas eran otra cosa:
Gastaban mechas y supertacones.
Se lavaban los pies en el lavabo.
Tenían carné de conducir y lo usaban.
Se reían de nuestros fervores provincianos.
Se hacían cruces con nuestro empeño de ir a” hacer labor” a tierras de misión.
Adoraban a su directora y la imitaban sin ningún recato.
Resolvían las incomodidades propias de nuestra común condición con pragmatismo y sentido común.
Empecé a vislumbrar (¿sería un barrunto?) que una cosa era lo que se decía y otra la forma de vivirlo y que la libertad interior o se la curraba una misma o corrías el peligro de diluirte.
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