Sobre los libros de descanso en las casas del opus dei.- Mediterráneo
Fecha Monday, 13 December 2010
Tema 010. Testimonios


Al alma me ha llegado tu escrito, Nicanor, y por un momento he vuelto al verano de 1978 y a la lista de libros para leer, que pasé cuidadosa, obediente y fielmente a la directora, por primera y única vez. Cómo pude ser tan mema es algo que escapa a mi razonamiento.

En palabras de Martín Fierro, cuando espera todo el día a que le llamen para pagarle el salario atrasado, “ay que me pude quedar / pegao pa’ siempre al horcón”. Al cabo de seis meses pregunté por la tal lista y me dijeron, después de un par de semanas en las que alguien debió buscarla infructuosamente, que muchos de los libros no aparecían en la clasificación de “Aceprensa” (una publicación española que era como el índice de escrivá, corregido y aumentado y en el que Blancanieves hubiera merecido un cinco por dormir en casa de los enanos, zorra de ella, y Cenicienta otro cinco por frivolona, así por poner ejemplos), y que mejor no leerlos. Podía – me dijeron – leer los libros de la biblioteca del centro...

La tal biblioteca del centro no hubiera desmerecido en un homenaje a la cretinez. Nicanor, tú hablas de Harry Potter y Tolkien, qué hubiera dado yo por tener una centésima parte de eso en aquellas tres estanterías, ocupadas por la Gran Enciclopedia Rialp, la biografía de escrivá de Salvador-no-sé-cuantitos, algún clásico (no muchos y ediciones infames) y no recuerdo qué más, nada que valiera de verdad la pena.

Ahora aclaremos algo: servidora aprendió a leer al mismo tiempo que a hablar y, sin lugar a dudas, de pequeñita y de no tan pequeñita leía mucho más que hablaba. Al crecer la lectura se convirtió en mi otro yo, de manera que si existo, leo y si no leo es que ya no existo. Total, cuando vi dónde me había metido y que allí no sólo no se leía sino que no habría posibilidad de leer, cometí el primer acto consciente de desobediencia: fui a la secretaria del centro y dije “no puedo pasar sin leer, así que voy a seguir yendo a la biblioteca. Sé qué puedo leer según el criterio de la obra y qué no, no te preocupes”. No hubo poder en la tierra capaz de disuadirme y así seguí hasta que me marché, un domingo de marzo lleno de sol y de luz, catorce años más tarde.

El mejor regalo de reyes en esos 14 años fue la trilogía de El Señor de los Anillos (aún no entiendo cómo me compraron eso), y bien de correcciones fraternas me gané por no prestarlos. Y nunca los presté porque había tenido ocasión de comprobar en cabeza ajena qué pasaba con los libros prestados y me juré a mí misma que con esa edición - la primera que sacó Grijalbo en España, una traducción excelente, un regalo realmente estupendo – no pasaría nada.

Hay que ser cretino para recomendar “Crónicas” y “Obras”. Hay que ser analfabeto y memo para recomendar eso por toda lectura, despreciando a los clásicos y a los no tan clásicos, pero ¿qué se pretende de una institución que se las da de ser lo mejor de los mejor intelectualmente y donde la realidad es muy otra? La gente ahí dentro – salvo excepciones que confirman la regla - lee... lo justito, para decir que sí, que claro que lee, por supuesto que sí. Cuántos libros vi regresar de cursos anuales sin haber sido ni siquiera abiertos, cuántas expresiones de pasmo vi cuando en mi bolso aparecía cada semana (a veces más a menudo) un libro diferente.

Recuerdo que la excepción era poder hablar con alguien de libros, hablar a fondo, hablar con conocimiento de causa. Esas excepciones solían ser motivo de corrección fraterna por “monopolizar la conversación de manera que nadie más que vosotras dos pudiera hablar”, o por falta de humildad, “aunque leas mucho no hace falta decirlo porque la gente, por lo que sea, igual no lee tanto”.

No se fomentaba la lectura, para nada. De hecho no se fomentaba ni el pensamiento ni el conocimiento ni el estudio ni nada que se le pareciera. Recuerdo, lo he comentado aquí más veces, el suspiro de alivio que recorría la sala de estar cuando el cura, indefectiblemente, sin fallar ni un año, decía al principio de las clases del curso anual, o la convivencia o lo que demonio fuera eso, que no habría exámenes. Como si fuera eso la panacea universal, como si con eso ya hubiera desaparecido la espada de Damocles que pendía sobre nuestras cabezas. El nivel de las clases internas (o su falta), la desorganización que imperaba en los programas de clases... “son cosas muy dichas ya / y hasta olvidadas de viejas”.

Y presumen de intelectuales y sabios y listos y cerebros y buenas cabezas y sólo van a por los primeros de la clase y tantas otras monsergas que son, una vez más, mentira y esquizofrenia: se predica una cosa y la realidad es todo lo contrario. Se han contado aquí casos de estudiantes de matrícula de honor y sobresaliente cuyas calificaciones bajaron en picado después de pedir la admisión porque los encargos apostólicos y ayudar en el club y las actividades del centro de estudios eran lo primero. Eso sí, después el director les dijo que era de mal espíritu quejarse y echar la culpa al encargo apostólico.

Sin darle la razón a Cafrune, porque no estoy nada orgullosa de esos 14 años, no puedo evitar pensar “lindo haberlo vivido / para poderlo contar”. Por lo menos podemos contarlo, muchos otros no tuvieron tanta suerte. Nosotros pudimos salir y hacer estragos en las librerías, hasta tener la tarjeta de crédito en la UVI sin esperanzas de recuperación. Pudimos frotarnos las manos al entrar en una biblioteca y pensar “ahora sí que hablamos en serio”. Abrimos una carpeta en la que guardar las reseñas de libros y ya vamos por la cuarta, o la sexta, o la novena. Muchos otros, empastillados hasta la cabeza desde hace años, han perdido capacidad de concentración y ya no pueden leer. A otros, fruto de la depresión de caballo, les da igual, les da rematadamente igual. Otros, hartos del director estúpido o el subdirector tocahuevos, decidieron tirar la toalla.

Tuvimos suerte, chic@s. Tuvimos mucha suerte.

Mediterráneo





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