La experiencia del dolor corporal en el Centro de Estudios.- Nicanor (XIII)
Fecha Friday, 23 April 2010
Tema 010. Testimonios


Fue pues, aquella numeraria auxiliar que me empujaba la bandeja para que me sirviese más comida, el primer contacto con alguien que me miraba con auténtico cariño aunque, vuelvo a insistir, me salté la regla, porque el Fundador no quería que hubiese contacto visual con las auxiliares. Entre el cariño de ella y la tranquilidad que mis padres iban a seguir pagando mis estudios, empecé nuevamente a subir de peso y subir y subir, hasta que me puse rechoncho. Esta capacidad de “entrar en carnes” como dicen los españoles, nos pasaba a todos. La comida era más que exquisita. Peor aún cuando el padre Clavell – en una meditación – nos narró el sufrimiento que experimentaban las auxiliares cuando la bandeja de comida retornaba casi igual y, que la mortificación de la comida, la trasladásemos a cualquier otra: sentarse sin apoyar la espalda en el respaldar de la silla (una muy recomendada por Escribá, usar más tiempo el cilicio, dormir algún día más en el suelo, etc.), ciertamente le debió haber caído una cariñosa corrección fraterna porque, en la sub siguiente meditación, nos comentó que se le había pasado la mano y que el centro del tema era no caer en extremos... 



Cuando adolescente colegial, que iba al SAMA y Martín me dictaba el círculo breve en un parque, mientras mi padre impaciente creía que jugaba al fútbol dentro del Colegio; me comentó del empleo del cilicio y la disciplina. A pesar que me explicó cómo eran sólo capté la imagen de la disciplina: un látigo corto, pero del cilicio ni idea. Al ir al SAMA aquella tarde me mostró el cuarto donde los agregados se aplicaban la disciplina y se colocaban el cilicio. Había un casillero grande, porque Perú se precia de tener muchos agregados – ahora cada vez menos – repleto de estuches amarillos, marrones o rojos. Los ojos me quedaron de plato, ¿tantas bolsitas llenas de esas herramientas para controlar la concupiscencia de la carne? Me quedó clarísimo que había que empezar una batalla para “dominar el cuerpo antes que este nos domine” como dijo el Fundador. Pero, chiquillo y en casa de mis padres me recomendaron no llevarme mi “kit mortificativo”: la bolsita amarilla. La explicación usual y manida para defender el uso de estos instrumentos sería: “así como algunos se hacen tatuajes, liposucciones, horas extremas de gimnasio o perforaciones para aretes., del mismo modo el empleo de estas herramientas no debía llamar la atención si alguien preguntase el porqué, personas que viven en medio del mundo, “tan iguales como los demás”, lo empleaban”. De hecho, aún yo no siendo numerario, sino un mocoso de buena fe, Lucho Padilla me susurró “¿Puedes hacerme un gran favor?”, “Sí, por supuesto”, “Tengo una intención especial y te pediría que te bañes con agua fría por las mañanas ofrezcas esa incomodidad por el Prelado y por mi intención ¿lo harías?”, “Sí Lucho, lo haré”. Esa “intención” era mi pitaje y, la ducha de agua fría, una costumbre usual para los numerarios y agregados.

Entonces, liberado ya del escrutinio de mis padres. Rodeado de mis “hermanos” sobrenaturales y, con un gran edificio casi vacío, emplear el pequeño látigo de soguilla era “pan comido”, a diferencia del SAMA o de TRADICIONES o de LOS ANDES antiguo; casas demasiadas pequeñas con pocos baños y sistema de aislamiento acústico para amortizar el sonido del latigazo.

A los numerarios y agregados se les pedirá que empleen el cilicio – cintillo metálico con púas que se amarra en el muslo – un par de horas al día y la disciplina una vez a la semana, lo mismo con dormir en el suelo, con un libro por almohada siendo la ocasión especial el llamado “día de guardia” – invento fantástico del Fundador – en el que debíamos ser más orantes, mortificados, serviciales y hacer muchas “correcciones fraternas”, es decir, estar al acecho de nuestros “hermanos” – para que, con cariño de “familia”, les corrigiésemos en vistas a su santidad personal.

Bien, al inicio el empleo de cilicio es… doloroso. Se recomienda vivamente mantenerlo apretado y, mientras más apretado al muslo la oración de sacrificio es más grata a Dios y siempre hay que ofrecerlo por el Padre (Prelado) porque él “administra” todas las oraciones de la Obra para el bien de la Iglesia y cada uno de nosotros. Entonces, lo usual es que cojees y lo peor es que se note que cojeas demasiado. De hecho, recibía varias correcciones fraternas: “Nicanor, quería comentarte que cojeas demasiado y se te nota”. Pero ¿Cómo querían que no se note si me lo amarraba lo más fuerte que podía? Tanto así que en más de una ocasión pasaba la vergüenza que el pasador que lo mantiene apretado se rompía en el momento menos esperado y el cilicio se deslizaba por el pantalón y caía hacia el zapato. Uno de esos momentos fue en una conferencia con padres de familia y, tuve que pedir disculpas para retirarme por “un problema estomacal”. Sentí que la cinta se rompió y comenzó a escurrirse el cilicio apreté las piernas y salí de la sala caminando como pingüino ante el asombro de los espectadores.

Surgían también cosas curiosas. Al sentarse en los muebles de la sala o sillas acolchadas con marroquín por un periodo largo, la huella de una pierna mostraba un negativo perfecto del cilicio y entonces había que inmediatamente pegarle golpes al mueble para que retorne a su estado primitivo.

Lo raro es que uno llega a acostumbrarse a ello. En esto me ayudó en una ocasión Claudio. El cilicio no se emplea cuando se sale a la calle pero un día quisieron asaltar a Manuel y nos llamó de una cabina pública. Todos salimos corriendo para defenderle – yo con cilicio puesto – y, el buen Claudio se dio cuenta así que “jugando entre hermanos” me dio un fuerte rodillazo allí donde lo tenía colocado, dándome una explicación que en España se gastaban bromas de ese estilo. En honor a la verdad no me impactó demasiado y de los españoles se contaban cosas auténticamente extraordinarias. Fue entonces cuando haciendo la oración, Dios me iluminó. “Úsalo en la otra pierna” de dijo. ¡Vaya que dolió hasta los huesos! Pero por fin había resuelto un tema que constantemente charlaba con mi Director que, me aconsejaba, emplearlo más horas.

El lector se preguntará ¿pero tenerlo tan apretado debe causar algún daño en la piel? Sí. En mi caso se clavaba y era difícil de retirarlo sin que sangrase un poco pero… si era por el “Padre” valía la pena: “¡Bendito sea el dolor, santificado sea el dolor, glorificado sea el dolor” dijo el Fundador. Lo mismo sucedió con la disciplina o látigo. Lo malo de emplearlo en la noche era que rompía el silencio que sirve para que uno se “recoja” interiormente y prepare en oración para la Misa del día siguiente. Cuando va el movimiento del látigo en arco hacia la espalda suena una barbaridad. También me vino la corrección: “haces demasiado ruido con la disciplina, mejor es que lo atenúes abriendo la llave de la ducha”. Algo me hizo pensar que era el único de entre todos los residentes que lo usaba era yo. Dejaría escrito el Fundador “… el uso de la disciplina debe durar lo que demora el rezo de un acordaos o una oración corta…”. Particularmente, estaba persiguiendo a Lalo para que pitase y – sobretodo – para que mis padres se convirtiesen; así que estiré la oración a la más larga que encontré en el devocionario. Como Lalo no se decidía, pedí emplear el fuste más días a la semana al Director. Con el sistema de ducha abierta se aplacaba el sonido, aunque el patio central producía un eco delatante y, porqué no, ejemplar. Así pues la piel de la espalda terminó cediendo y manchando la caseta del baño con gotas de sangre y el pijama y la camisa de vestir con puntos de rojo ¡Qué halagado me sentí recordando que el “santo Fundador” también se molía la espalda hasta dejar encharcado el sitio donde se flagelaba! (por lo menos así dice su biografía), y añadía trozos de vidrio y metal a su látigo.

La Administradora (numeraria que supervisa que las auxiliares hagan correctamente su trabajo de limpieza y servicios domésticos) avisó al Director que las prendas del 86, o sea yo, estaban manchadas. ¿Qué es 86? Es el número que nos identifica en una “casa” de “familia ordinaria” en la Obra. Toda la ropa está marcada con ese número y, cuando el Director da la relación de comensales para el almuerzo y comida por el telefonito a la Administradora usa esos códigos: “el setenta y dos dieta blanda, el cuarenta y cuatro llega tarde, al quince le falta un calcetín en su bolsa, etc.” De este modo ella no sabe nuestros nombres. Sólo las auxiliares que atienden la mesa o las de portería escuchaban nuestros nombres, mas no así las numerarias.

En fin, tras aviso del Director tuve que modificar la forma para buscar un lugar de piel que no se raje y lo encontré en mis “rollitos” laterales y el “pompis”. No me dolía tanto el “pompis” como los “rollitos”, así que empecé a practicar el movimiento lateral de latigazo, rítmico, más rápido y también doloroso ¡Qué felicidad poder seguir encomendando las intenciones del Padre, el pitaje de Lalo y la conversión de mis padres”.

El ruido que producía casi a diario, movió la conciencia de mis “hermanos” sobrenaturales a no buscarse excusas para no usarlos. ¿Cuáles eran las excusas? Si era alguna fiesta religiosa o fiesta de “familia” (alguna fecha especial en la vida del Fundador) no debían emplearse. A las semanas ya se oía por la noche, una sonata de flagelos, tanto en el piso de los Directores Regionales como en el de los del Centro de Estudios. O sea, puedo decir, que fui ejemplar de auto suplicio.

Esto también condujo a otro hecho, pequeño pero interesante, la resistencia al dolor. Cuando iba al dentista pedía que no empleasen anestesia y la doctora quedaba sorprendida que el paciente – yo – lo soportase. “Tu umbral de dolor está muy por encima de lo normal Nicanor” me comentó. Sin embargo, el dolor que sí me tumbaba era el de la migraña, que se hacía cada vez más constantes e intensos.

Termino con el empleo del agua fría. Era otra de las costumbres que el Fundador quería que viviesen sus hijas e hijos numerarios siempre y cuando no vayan contra la salud. Qué entendía Escribá por “salud”, no lo dejó aclarado. Pero sucedía que, al irnos de campamentos de labor social a la Sierra del Perú, el agua que sirve para las regaderas proviene del deshielo de los nevados. Ningunos de los “chicos de San Rafael” se le ocurría bañarse sin encender previamente el calentador, pero, para dar ejemplo de reciedumbre y mortificación “patos al agua” (otra frase que le encantaba al Fundador). Era tan fría el agua que, no solamente hacía doler la cabeza, sino que acababa entumeciendo el cuerpo por hipotermia y – peor aún – al ser “agua dura” el jabón o shampoo no acababan de removerse del todo. Creo que este tipo de “salvajismos” en vez de mover a los chicos a apreciar la mortificación como una identificación con el dolor de Cristo en lo “ordinario” les movía al rumor “a estos del Opus no los entiendo”. Ellos no apreciaban el dolor de Cristo en el auto dolor y sí en la amistad, el compañerismo o el sacrificio de trabajar hasta que las ampollas reventasen trabajando por la una comunidad pobre.

Al final, Lalo terminó pitando justo el día del cumpleaños de Rafael. Hasta donde dejé a Lalo en SAETA, yo ya había pedido la dispensa de la “vida en familia” para ir a vivir con mis padres casi trasladado en camilla. Él quedaba con sus treinta y pocos tomando pastillitas antidepresivas, más conocidas como “para la perseverancia” y acudiendo al psiquiatra semanalmente. ¿Qué habrá sido de él? No lo sé. Lo único que me llama poderosamente la atención son la cantidad de correos electrónicos que he recibido de personas que - ni por asomo - se me hubiese ocurrido que dejarían el Opus y ahora viven felices y contentos ya sea en otros países o acá en Perú.

Para todos ellos un saludo enorme y la alegría compartida de saber que han recuperado la felicidad que habían perdido.

Nicanor (jnwong@caplima.pe)

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