Mi primer y otros cursos anuales.- Nicanor (X)
Fecha Friday, 16 April 2010
Tema 010. Testimonios


Pues sí, cada vez más me hacía Opus Sapiens y veía como correctísimo todo lo que se hacía en “casa”.

Usualmente, en las vacaciones de verano, que en este hemisferio va de febrero a marzo, pasábamos el mes en lo que se denominaba “curso anual”. La definición de esta palabra es muy etimológica. “Curso” porque nos hacían estudiar “cursos” y “anual” porque – gracias a Dios – solamente se hacía cada año.

El objetivo de estos “cursos anuales” era la “formación” o “estudios internos” a los que se ven obligados los numerarios y agregados en materias de filosofía, teología, derecho canónico, historia de la Iglesia, latín, hebreo, arameo, Catecismo de la Obra, Catecismo de la Iglesia… y, si algo olvido, es porque no lo cursé...

Personalmente me jacto de haber sido muy bueno en filosofía, menos en teología, peor en historia y un auténtico desastre en todo lo demás. Para muestra un botón: Miguel – numerario mayor (que a más no poder retornó a su Madre Patria), me dictaba latín los días sábados en el Centro de Estudios. Apiadado de mí, empezó a darme clases particulares hasta que un buen día me dijo: “Nicanor, nunca me canso tanto en la semana como cuando te doy clases. Si te parece acá lo dejamos”. Apenado, pensé que era por mi escasa formación en el idioma español – puesto que mi Colegio destacaba por sobre los demás por su rigurosa formación científica – y, fue así que, en uno de los cursos anuales, solicitamos a Álvaro nos dicte clases de castellano. No era el único de los presentes con problemas en esta lengua muerta. Existían más “agotadores” y, eso dio un respiro a mi acongojada alma.

El lector se preguntará ¿Y por qué estudian todo eso? La respuesta es compleja y sencilla. El Fundador, en las revelaciones que tuvo sobre lo que debía fundar, se dio cuenta que “su” o “la” Obra necesitaría de sacerdotes que atiendan la formación académica y espiritual de sus hijas e hijos y que estos no deberían salir de las canteras de cualquier Seminario. Tenía que formarnos en la ortodoxia de la Iglesia ¿O de su Iglesia? En fin. Es por ello que – sobretodo a los numerarios – se nos exige una intensa formación como seminaristas, puesto que en teoría lo somos. Si el Prelado – el Padre – nos llamase al sacerdocio, ya teníamos para convalidar varias materias.

A los numerarios se les exigía esta formación a la “n” potencia, a los agregados a la “n-1” y a los supernumerarios a la “n elevada a la cero” ¿Por qué? Creo que porque los supernumerarios (as), al ser “clase de tropa” (en frases del Fundador), les bastaría con saber pronunciar bien las Preces (oración propia de la Prelatura en… ¡Latín!), aprender las oraciones antes de acostarse y algunas remilgadas palabras de Camino.

Sigo con el latín. “¡Álvaro!” le suplicamos al “más inteligente”, “primero danos clases de castellano y así entenderemos mejor el latín”. En clase éramos unos veinte, la mayoría cercanos a los treinta, yo era el “Benjamín”. De España nos habían llegado unos libros muy “chulos”, como dicen en el otro lado del Atlántico, con dibujitos y otras monadas. Pero lo dejamos de lado. Teníamos que concentrarnos ahora en aprender bien nuestro idioma para entender otro. El caso es que Álvaro es uno de los pocos genios que he conocido en mi vida y, profundizó tanto en toda la casuística del castellano que, al terminar la clase con un Ave María, dábamos gracias a la Virgen que pudiéramos entendernos, milagrosamente, unos a otros en nuestro idioma vernáculo.

El control de las clases es sumamente riguroso. La nota mínima aprobatoria sería diecisiete, un “summa cum laude” y, los exámenes eran orales ante dos o tres jurados. Esto se lo conté a mis padres para que se percatasen que en el Opus, las cosas no se toman a juego y, su divino hijito, estaba quemándose las neuronas en algo que… seguramente le serviría aunque no tuviera nada que ver con la carrera universitaria que había elegido.

De mi primer curso anual guardo recuerdos muy vagos. Fue en la residencia de estudiantes de Cañete, en el Centro Rural Valle Grande, joyita insignia de la Obra como labor social que se hace con los campesinos e hijos. En similar habría un Condoray para mujeres. Así, cuando alguien cuestionaba ¿Y qué hace en Opus para con los pobres? Se les trasladaba en el más veloz Mercedes Benz a estas dos instituciones, hombres y mujeres por separados. De uno saldrían agregados y supernumerarios y, de la otra, supernumerarias y numerarias auxiliares.

La residencia, no era atendida por las numerarias auxiliares – aunque las teníamos pasando la calle – sino por unas señoronas. Esto porque la residencia no guardaba las normas establecidas por el Fundador para los Centros de la Obra – masculinos y femeninos – en los que se debía guardar unos “cinco mil kilómetros de distancia” (separación absoluta, visual y auditiva). La residencia no cumplía con esos requisitos. Por las ventanas de la sala de clases se veía pasar, de vez en cuando, alguna gordita escoba en mano. Ciertamente peor la pasaban los numerarios que vivían en “casas” con administración ordinaria (donde viven también las numerarias auxiliares y se dedican “full time” en servir a los señoritos). Esto lo digo por la sazón de la comida. El que menos se iba en unas diarreas soberanas puesto que, las auxiliares de sus respectivas casas, saben cocinar muy bien y acá o era demasiado grasoso, salado, insípido, etc. En honor a la verdad yo mismo puedo decir que en casa de mis padres la comida era más sabrosa. Pero esto no es un artículo culinario sino de los cursos anuales.

Entonces, de ese primer curso que hice, recuerdo solamente al chino Yong que, al encender una radio viejísima, se puso a bailar sólo. También los paseos a la playa, obligación casi diaria tras las clases de la mañana, en la que nos subíamos obligatoriamente a un bus de Valle Grande e íbamos a una sección costera lo suficientemente desértica y alejada de la mundana población para “cuidar la vista” y no caer en el “pecado de Salomón”. El gran problema surgió cuando se me dio por correr. La playa no me atraía para nada, ni el voley, ni surfear las olas. Para no quedarme dormido decidí correr sobre la arena y me convertí en tan atleta, que iba de punta a punta, unos ocho kilómetros: corriendo de frente, de lado, al revés, saltando y en carreritas. Lo malo del asunto era que “Salomón” corría conmigo. En el primer risco se encontraban los mundanales playistas, en toda la promiscuidad de estar mezclados unos con unas y a veces unas que se quedaban mirando al “atleta” con ojitos de deseo y, “en la otra esquina” (al mejor estilo de narración de boxeo) me extrañaba encontrar siempre a un grupo de chicas, bien alejadas del mar, con una que otra caminando por la orilla y que ¡también se quedaban mirando!

Un día, creo que por encargo del Director para que no hiciese deporte sólo, le pidió a uno que me acompañase un tramo. Con él llegamos a la “otra esquina” y el susodicho comentó al llegar con el grupo: “hemos visto llegar un grupo de chicas que se mueven e instalan igual que nosotros, ¡hasta caminan en parejas por la orilla igual que nosotros!”. Por poco nos lanzan por la ventana del auto. Esas “chicas” eran “nuestras hermanas” en la Obra que estaban haciendo su curso anual en Condoray y que, con unas horas de retrazo, salían a tomar también su parte de sol y playa. Desde entonces, se les avisó a “nuestras hermanas” que retrazaran su hora de salida para no coincidir con los santos varones de “sus hermanos”, guardar los “cinco mil kilómetros de distancia” y así nos deshacíamos del Rey Salomón y sus miraditas de deseo carnal.

Mis primeros estudios fueron una tristeza, no por que el latín sino por conjugar el rendir los exámenes frente a tres curas – por lo menos en la Universidad no se estila así -, estudiar esas materias novedosas para mi y aprender de memoria el Catecismo de la Obra y de la Iglesia puesto que el Fundador así lo había dispuesto. Es más, en el prefacio dice explícitamente “Apréndelo de memoria, para que haya siempre, en tu cabeza y en tu corazón, y en tu camino, luces claras.” Por entonces, las únicas luces que veía eran las de nuestras pequeñas lámparas de noche con las que nos amanecíamos estudiando y memorizando. Así pues, culminaba el curso anual con un enorme deseo de volver a la Universidad a estudiar lo que nos gustaba.

Nicanor Wong
jnwong@caplima.pe

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