De la construcción y traslado al nuevo Centro de Estudios.- Nicanor (VIII)
Fecha Wednesday, 07 April 2010
Tema 010. Testimonios


Mi amigo lector, acucioso, se preguntará ¿y cómo madre tan esmerada en que sus hijos den lo mejor de si no se haya preocupado de los estudios universitarios de su hijo? En cierto modo, el autor de este artículo, había aprendido de sus padres a dar lo mejor de si en lo que hacía. Ciertamente había tenido un periodo de copiarme del amigo durante mi etapa escolar pero se acabó cuando me pillaron y me dio tanta vergüenza que nunca más he copiado en mi vida. Sin embargo, confesé de esto en la confidencia y como agua sobre piedra. En fin, se me había criado en un cierto estrés perfeccionista. Esto, para mi desgracia, ejercía una presión que me tenía más tenso que cuerda de violín. Hacer compatibles el horario en el Centro de Estudios, las normas y costumbres, los trabajos y estudios universitarios y el proselitismo detonó en una serie de jaquecas que luego diagnosticó mi neurólogo como migraña.

Curiosamente la primera fue en el Centro de Estudios y la recuerdo perfectamente porque pedí permiso para tirarme en cama hasta que me recogiese mi padre. Al verme mis padres pálido y con dolor intenso sacaron cita con la neuróloga. Vale la pena precisar que mis padres son médicos y esto es una gran ventaja. Ahora bien ¿esto causó alguna pregunta sobre mi estado de salud, si era la primera vez que tenía algo semejante, si posiblemente era el preludio de un aneurisma? Para nada. Simplemente el director del Centro me dijo “anda pero ¿cuánto tiempo vas a dormir?”. Este “tiempo de dormir” es un asunto interesante porque ni los numerarios ni los agregados hacen siesta, expresamente escrito y querido por el Fundador a excepción de indicación médica... 



Bueno, van las anécdotas: durante mi primer curso anual (dícese de viaje de duración mensual fuera de la ciudad donde uno reside con fines de formación doctrinal, espiritual y apostólica) – del cual hablaré posteriormente – caí enfermo del estómago. Deshidratado y en cama, delegaron en Napoleón que me atendiese. Napo, mayor que yo en la Obra y de espíritu exigente, cuidaba que hiciese todas las normas durante mi periodo de recuperación al extremo que en un momento dado le comenté que quería dormir tras la somnolencia que me había producido la “lectura espiritual” y me respondió “no, me voy a quedar contigo para mantenerte despierto porque los numerarios no hacemos siesta” y, la otra interpretación extrema de la costumbre, la produjo el mismo numerario muchos años más tarde, cuando – signado para llevar las charlas íntimas de los supernumerarios en la ciudad de Trujillo donde no hay casa de la Obra – despertaba al sacerdote que le acompañaba durante el viaje entre las arenas del desierto costeño para cumplir con lo indicado por el Fundador. Lógicamente la investidura ministerial prevaleció y el padre Luis Andrés le aclaró la interpretación de la costumbre para poder echarse un sueño. Entre uno y otro episodio habrá trascurrido una década en que Napo iba despertando a todo aquel que encontrase cabeceando.

Así pues, los resultados de los exámenes médicos – totalmente pagados por mis padres y sin la compañía de ninguno de mis “hermanos sobrenaturales” – dieron como feliz resultado que no había problemas vasculares. Era pura tensión nerviosa y la Dra. Aldave, avisada ya por mis padres, me aconsejó dejar la Obra y dedicarme a mis estudios. Narrado esto a quien me dirigía en la charla fraterna me aconsejó frecuentarla lo menos posible y tomase mis medicinas. Punto final al tema médico.

Durante las tertulias, con frecuencia, salía el tema de la construcción del nuevo Centro de Estudios puesto que la Región iba a crecer tanto que las casas de la Obra estarían repletas de numerarios que tendrían que dormir hasta en los pasos de las escaleras. Estas utopías provenían de la “Madre Patria” y los recuerdos de los primeros de casa. En las lecturas de Crónicas (dícese de revista exclusiva para los fieles de la Prelatura en donde se recogen noticias internacionales de los apostolados de la Obra y reuniones del Prelado) se narraban cosas por el estilo de “gracia a la intercesión de Nuestro Padre tenemos ya cuarenta adscritos en el Centro” o “como nos faltan camas dormimos sobre las mesas de la Sala de Estudios” o “fuimos casi un centenar de estudiantes al Congreso Universitario en Roma y pitaron varias decenas”… todas estas narraciones ciertamente apabullaban mi espíritu proselitista y ansiaba conocer “el secreto” para que piten cuarenta de un zarpazo porque, aunque la casa era bella y pequeña, cabíamos sobradamente. Pero, al Consiliario le molestaban dos cosas: la primera que era alquilada y la zona se valoraba cada vez más – aunque el que la alquilaba un cooperador pero no tonto para subir el alquiler – y, la segunda, era que era una casa vieja.

Así pues el Arq. Tito Mavila, numerario de treintas en aquella época, fue asignado para diseño y la constructora de un supernumerario para la construcción. Un negocio familiar aunque – como decía el santo Fundador – los numerarios no han de aprovechar de sus “hermanos sobrenaturales” o de su “madre guapa” (la Obra) para conseguir puestos o trabajos. Tuve oportunidad de pasear por el edificio en obras, una soberana mole de ladrillo de siete niveles al lado de la Comisión Regional y de un Centro enorme de la sección femenina para que atendiesen “la mole” de Centro de Estudios que se erguía en un lindo paraje miraflorino con vista al mar. Definitivamente el Opus Dei tiene un gusto extraordinario para situar sus Centros. Al tiempo, uno de los obreros – que ahora trabaja para mi – me comentaba los rumores entre ellos y las buenas ganancias repartidas entre el arquitecto y el constructor ¿cómo se financió esa obra? En parte por la casualidad que existen unos cooperadores de primera línea, gerentes de bancos poderosos como el de Crédito y el Interbank, además de los buenos contactos que se establecían con empresarios que pasaban por la Escuela de Alta Dirección de la Universidad de Piura, como el gerente general de las cadenas E.Wong y el dueño de la fábrica de cementos más grande del país que pronto se les integró como cooperadores aunque nunca pitaron como supernumerarios.

Concluidas las obras vino la mudanza, tarea nada fácil. Convoqué a mis amigos de la Universidad y con gusto echaron una mano en cargar todo a la “casa” nueva. Obviamente los cachivaches que movimos apenas cupieron en la Sala de Estudios del nuevo Centro de Estudios. A propósito una impresión: el aire conventual del mismo. El Arq. Mavila era “el” arquitecto del Opus Dei y también de algunos conventos de cooperadoras – puesto que no hay monjas en la Obra por su espiritualidad laical -, entonces la disposición de los ambientes alrededor de un patio central, arcos y pasillos le daban un aspecto de claustro conventual muy peculiar y una auténtica pesadilla para el pelotón de numerarias auxiliares que tenían que mantener aquello limpio y reluciente en pasillos sin pendientes y con máquinas de limpieza que tenían que cargar a viva fuerza. Es por ello que muchas de “mis hermanas” que con las que “no debe haber ningún tipo de contacto, no se han de conocer sus nombres ni dirigirles la mirada” sufren con los años –todas – de problemas serios en la columna vertebral. Pero, eso, con tal de servir a Dios allí donde las a colocado es una mortificación agradabilísima a Nuestro Señor y parte esencial de su “llamado divino”.

Retorné a casa de mis padres agotado. Me eché una “pecaminosa” siesta y me levanté pasada la hora de la meditación en el Centro. Hice mi oración, llamé para reportarme. El nuevo Centro de Estudios estaba colmado de habitaciones – todas vacías obviamente – porque los sobrevivientes del Centro de Estudios anterior no pasábamos de una decena. Pero por fin teníamos “administración ordinaria” (dícese de aquel servicio que prestan las numerarias auxiliares dirigidas por una numeraria administradora en las tareas de limpieza, portería, cocina y atención del comedor) y varios subieron de peso a los pocos días.

Respecto a las numerarias auxiliares, recuerdo que mi primer encuentro con una de ellas – que ni sabía que existían - fue en la casa vieja cuando, al abrir una puerta con la llave en mal estado, me encontré a una mujer de mediana edad arrodillada en el suelo de piedra encerando. La primera reacción fue arrodillarme y ofrecerle ayuda. Ella corrió y se metió por la puerta del comedor como si hubiese mismo al conde Drácula en su peor momento y Álvaro, un numerario del Centro de Estudios, me tiró con su fuerza casi sobrenatural de la camisa y cerró estrepitosamente la puerta. Fue él quien me explicó la existencia de estas personas y la importantísima labor que hacían en los Centros para darles un aire femenino y acogedor a los mismos. Con los años mi relación con las numerarias auxiliares fue más estrecha pero será ocasión de otro artículo.

Nicanor Wong
jnwong@caplima.pe

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