Veinte años después.- Jimenez
Fecha Friday, 25 September 2009
Tema 010. Testimonios


Por circunstancias muy personales que no voy a detallar volví, tras más de 20 años, a poner un pie en un centro del Opus Dei para asistir el pasado año al triduo de Navidad. Era una celebración de tres tardes de duración, abierta a todos sin distinción de sexo. Quiero decir que fuimos tanto hombres, -entre los que figuraban los numerarios del centro, chicos de San Rafael, supernumerarios, cooperadores y algún extraño como yo- como algunas mujeres, generalmente madres de chavales. En total no pasaríamos de las 25-30 personas.

 

He de reconocer que, en contra de mis temores iniciales, fui bien acogido, con amabilidad pero sin preguntas indiscretas. Nadie curioseó mi procedencia y se dio por supuesto que acudía en calidad de mero asistente al triduo. Este centro se encuentra en una ciudad muy lejana de la que yo había sido miembro opusino en la década de los 80, y absolutamente nadie sabía de mi antigua pertenencia a la Obra.

 

Este “anonimato” me permitió, además de acudir a la preparación de la Navidad durante tres días seguidos, poder escrutar el ambiente de un centro después de tantos años. Me llamó la atención, por ejemplo, el oratorio: no estaba presidido exclusivamente por una imagen de la Virgen, como en mis tiempos. Ahora se le añadía la de Escrivá. No iba a ser en balde la canonización, pensé. Si tienen santo, hay que lucirlo.

 

Las meditaciones, muy normalitas. No hay que olvidar que era un acto “para todos los públicos” y el cura se limitó a dar suaves pinceladas sobre la Navidad, sin pasarse en las referencias y citas del fundador.

 

Así llegamos a la tercera tarde del triduo, día de Nochebuena, en el que se ofició la Misa. Y después, tertulia, en la que se sirvieron algunos refrescos y se cantaron algunos villancicos. Ignoro si es porque los numerarios residentes (calculé alrededor de 6) no están acostumbrados a mantener estos actos con gente de “fuera” o porque realmente no estaban a gusto, pero ahí contemplé una estampa apagada que me sonó a mero trámite: Un numerario, el más animoso, se desgañitaba pandereta en mano cantando e intentando hacer cantar infructuosamente al resto; el cura de la meditación entonaba villancicos, pero a desgana; al director del centro se le notaba incómodo e incapaz de sacarse aquello de las manos; otro sacerdote muy mayor, un histórico de la Obra, ni siquiera entró a la tertulia y estuvo dando vueltas, pensativo, por el corredor exterior a la sala de estar; otros dos numerarios ofrecían refrescos. Y el resto, ahí estábamos, a verlas venir.

 

Poco a poco los “ajenos” se fueron yendo y al cabo de un rato yo hice lo propio. Me fui con regusto amargo. Por supuesto, ni pensaba regresar a ese centro, ni quería volver a saber nada de la Obra: mi asistencia a ese triduo había obedecido a algo circunstancial. Pero pensé en esos numerarios y, la verdad, lo último que había visto allí era “aire de familia”. Es más, respiré un cierto ambiente de desánimo y un ir cada uno a lo suyo, muy lejos de aquella alegría que, fingida o no, se vivía en los centros de los años 80.  Todo era mi impresión subjetiva, pero me supo mal por ellos (al fin y al cabo yo había sido uno de ellos) e interiormente les deseé lo mejor para sus vidas. Que no sé si pasa por permanecer en esas cuatro paredes que encierran un mundo irreal que, sospecho, ya empiezan a no creerse ni los de dentro.

 

Jiménez









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