Datos para la dirección espiritual de la mujer (VII).- Ruta
Fecha Wednesday, 11 March 2009
Tema 900. Sin clasificar


Datos para la dirección espiritual de la mujer (VI)

 

Por César Vaca, O. S. A.

Vicepresidente de la Comisión asesora Nacional de Pastoral

Si queremos buscar remedio a ciertos aspectos defectuosos que brotan de todo lo dicho, se ofrece como la solución más sencilla proponer a la mujer amargada, insatisfecha y quejosa, la acepta­ción de su derrota o de la desgracia de quienes ama. Apelar al valor de la resignación, a la conformidad con la voluntad de Dios, a la caridad, es sin duda un medio que ayuda a recobrar el equilibrio y hace triunfar la virtud, pero resulta demasiado negativo. Por este procedimiento no llegamos sino a crear unas actitudes grises, pasi­vamente resignadas, melancólicas y apagadas, porque en realidad sólo ofrecemos un camino de renuncia a la vida y a la lucha, un abandono de ilusiones. Tal vez sea necesario comenzar por ahí, ya que en la aceptación se esconde el abandono de los sentimientos hostiles, procurando que su energía vital se apague, consiguiendo así su desaparición o al menos la pérdida de su eficacia. Pero no puede terminarse ahí. Los sentimientos positivos de triunfo, de ser apre­ciada, amada y aplaudida, que tiene toda mujer, son los motores de su vitalidad, el impulso que la lleva a superarse y buscar una per­fección. Es preciso aprovecharlos sin perder ninguno...



Para ello, lo primero es proponer objetivos adecuados a sus ca­pacidades. Es absurdo reducir el campo de triunfos para la mujer, al éxito en la belleza, en la inteligencia o en cualquiera de las cate­gorías de valor especialmente apreciadas en el mercado de la publi­cidad. La mujer sencilla no necesita ser una estrella, ni ganar con­cursos de belleza, ni ser autora de una novela premiada. La basta sentirse necesaria para alguien, recibir el homenaje por sus labo­res; saber que hay desgraciados para quienes su compañía y sus cuidados son precisos para vivir un poco más felices. Decid a la mujer menos brillante que su vida es preciosa, que sabe o es capaz de hacer alguna cosa, por mínima que sea, mejor que las demás, que su ter­nura, su comprensión, su delicadeza son imprescindibles en el mundo y la dejaréis satisfecha, por haber encontrado un sentido a su vida. Un puesto de secretaria en una obra apostólica, de encargada de cual­quier asunto, es suficiente a veces para que vuelque en la empresa todo cuanto es y adquiera seguridad y confianza en sí misma; pero no la obliguéis a permanecer en un puesto sin interés, ni pretendáis que encuentre aliciente en saberse tan sólo destinada a no estorbar, a entretenerse con la vida, porque esto ni a ella ni a nadie puede con­vencer por muchas razones, la primera de todas, porque es falso, porque Dios no nos ha traído a este mundo para esperar la muerte, sin misión alguna, sino con un destino grande, lleno de contenido para cada uno y para los demás, que han de beneficiarse del mismo.

 

Si el dedicarse toda la vida a poner ladrillos uno encima de otro, a resolver expedientes o vender neveras, puede servir de razón para emplear la vida de un hombre sin sentirse inútil o fracasado, ¿van a faltarle a la mujer, quehaceres suficientes para sentirse bien venida a este mundo y con sitio para emplear sus magníficas cualidades? Hemos de confesar que en este punto la sociedad ha cometido muchos errores y muchas injusticias, cerrando los caminos a las mujeres, a las que ha arrinconado cruel­mente, sin motivo ni justificación alguna, no permitiéndolas entrar, a veces, y desde luego no llamándolas al trabajo común de la huma­nidad, a tomar parte en los quehaceres, para los cuales precisamente las cualidades femeninas son insustituibles, al mismo tiempo que permitía que millares de huérfanos, de enfermos y de abandonados careciesen de un aliento y de unos cuidados, que, presentados en forma adecuada, hubieran llenado de felicidad a muchas vidas, que han transcurrido en una triste oscuridad.

 

Así nos explicamos la fidelidad y el inagotable espíritu de sacri­ficio que posee la mujer para consagrarse durante toda la vida a quehaceres sin brillantez ni fama clamorosa. Misioneras que no vuel­ven jamás a la patria, dedicadas a enseñar las primeras letras a pequeños salvajes, enfermeras gastándose año tras año en las ocu­paciones más vulgares, cuidadoras de niños ajenos, sirvientas sin vida propia, enteramente asociadas a la de sus amos, todas las mujeres, que no han tenido hogar propio, hijos suyos, ni han logrado ver su nombre en labios del público, se han sentido compensadas, con tal de que los pocos que las rodean y quienes reciben inmediatamente sus cuidados, las hayan dicho que eran únicas en su trabajo, que las necesitaban para sentirse dichosos. Decirlas eso es, en definitiva, hacerlas vivir su destino, como creadoras de amor, como complemento y fecundidad de otras vidas, que adquieren valor por causa de su presencia y acción.

 

A la mujer, con tal de sentirse indispensable, no la importa aceptar papeles secundarios. Por eso no sufre, como el hombre, cuando se siente tratada como un complemento o como un pedestal, sobre el cual se levantan otros, a los que ella ama. Encuentra natural no ser la primera en el 'matrimonio, sino la ayuda de su marido —por algo Dios la hizo "adjutorium" de Adán— su compañera, que le acom­paña, le facilita su labor, le representa y le honra. Ser para un hombre «el marido de su mujer», cuando ella ostenta el principal valor, es humillante y con dificultad perdurará semejante situación. Lo contemplamos cada día en los matrimonios en los que es ella la famosa artista, la escritora aplaudida. En cambio, el caso contrario es cumplido sin resistencia y con plena satisfacción por la mujer. ¿Es esto simple consecuencia de una educación secular, en la cual se ha concedido siempre a la mujer el segundo puesto, el «otro», como quiere Simone de Beauvoir? Tendríamos que preguntar si era anti­natural la causa de que esta situación haya durado tanto tiempo. Y si la rotura de tal equilibrio supondrá de verdad una ganancia en el puesto de la mujer y una actitud en la que encuentre mayor felicidad o por el contrario, se ha instalado con tanto arraigo precisamente porque respondía a la exigencia natural de la condición femenina.

 

En los puestos secundarios, la mujer alcanza una plenitud, con tal de percibir en ellos que no se trata sólo de un «segundo lugar», o de un papel de relleno, sino de su primer puesto como mujer, tan indispensable y necesario como el del varón. El pedestal está cierta­mente debajo del santo, pero sin él el santo carece de altura, no puede brillar ni ser bien visto.

 

La mujer, como el varón, quieren ser perfectos, alcanzar la ple­nitud de su ser, la total madurez y expansión de sus capacidades per­sonales, llegar a un ideal en la vida. Pero cada uno concibe su per­fección y construye su ideal en la línea de las aspiraciones más se­cretas de su sensibilidad. Hay un ideal en la consumación de una vida pública, en la realización de un trabajo apreciado por todos, en la adquisición de una fama duradera. Pero también existe el ideal de ayudar a los otros, con su propia presencia, con el calor de la vida puesta a su servicio, con la ternura que suaviza las asperezas del vivir cotidiano. ¿Quién se atreve, además, en última instancia, a decir cuál es lo principal y cuál lo secundario? ¿Nos hacen, acaso, más felices los aplausos recogidos en una asamblea que la paz gus­tada en la intimidad del hogar? Si lo más valioso es lo que nos hace más felices, ¿no vale mucho más lo que la mujer proporciona, que lo recibido por unos cauces, que muchas veces no son sino reflejos del orgullo? Mientras la mujer sea capaz de hacer felices a otros, gracias a envolvernos en un clima de ternura maternal, nada habrá comparable en el mundo y será manifiesto error apartarla de su des­tino femenino, engañándola con el espejuelo de que cumplirá mejor su papel convirtiéndose en un nuevo rival del hombre, en el campo del trabajo y de la competencia.

 

Tiene razón Leclercq: «La mujer tiene no sólo igual derecho al pleno desarrollo de su ser, sino también igual derecho a desarrollarse de otro modo. Imponer a la mujer la misma vida que el hombre, concederle el mismo estatuto, es violar su derecho a ser diferente... A priori, toda doctrina que equipare la mujer al hombre es falsa».

Quisiera no confundir a nadie con la aparente oscilación entre  dos polos, que parecen dibujar hoy la tensión problemática de la mujer. Uno de ellos es presentar su incorporación al mundo del tra­bajo y de la cultura, el otro intentar retenerla encerrada en el hogar. Las dos cosas deben ser compatibles, enriqueciéndose, sin negar nin­guna de ellas. Bienvenida es la nueva era en que la mujer sea más considerada, adquiera la plenitud de sus derechos, igualándola jurídicamente al hombre, dándole todo cuanto merece como compa­ñera. Pero que en la empresa no deje atrás sus rasgos y riquezas fe­meninas, que no reniegue de su papel, como si fuera de menor valor o indigno de un ser humano. Que trabaje, colabore, actúe, escriba, dirija y mande, pero siendo siempre mujer, haciendo triunfar, como valores de primer orden, sus cualidades femeninas, a fin de que la sociedad en general no se esterilice en la dureza implacable de una disciplina sin alma y de una organización de acero. Que ella se haga creadora con el varón, pero que no renuncie a depositar en el en­granaje de la vida el suave aceite de su sensibilidad y de su amor. Si por un lamentable error, la mujer en grandes masas se convirtiese a un espíritu seco y duro, a un ímpetu empresarial de trabajo rudo, a mera justicia y organización matemática, el mundo saltaría en pedazos, incapaz de soportar la compañía de unos seres metalizados e implacables.

 

Pensemos un momento en el papel de amortiguadores y suavi­zadores que cumplen muchas mujeres esparcidas por oficinas, nego­ciados y despachos. El mal humor de los directores queda atemperado por una sonrisa, una mirada o la alegría que entra con un traje claro y un andar elegante: «Señor Director, le espera en la antesala el Sr. X». «Dígale que se vaya; es un pelma; no quiero aguantarle...». «Vd. dispense, Sr. X, le dice con la más encantadora sonrisa. El Sr. Director dice que siente muchismo no poder recibirle, porque está en una reunión importante. Que otro día le llamará por teléfono o le recibirá». Y el Sr. X se marcha complacido, o al menos resignado, en lugar de salir como enemigo humillado, gracias a la sensibilidad de una modesta mecanógrafa, que, por ser mujer, sabe dar la me­dicina amarga, como quien da la mejor golosina.

Que la mujer no pretenda dejar de serlo, en la plenitud de su condición femenina. No será por ello nunca inferior, sino, en muchos aspectos, superior al hombre, ayudándole a él, además, a conseguir su propio ideal. Y que el hombre rinda homenaje y agradezca siempre a la mujer que sea lo que es, porque sólo así conseguirá él verse elevado.

                                                               FIN

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