Datos para la dirección espiritual de la mujer (IV).- Ruta
Fecha Thursday, 05 March 2009
Tema 900. Sin clasificar


Datos para la dirección espiritual de la mujer (IV)

 

Por César Vaca, O. S. A.

Vicepresidente de la Comisión asesora Nacional de Pastoral

 

 

 

Son muchas más las cualidades o matices que derivan de la sobre­carga afectiva del carácter femenino. Por ejemplo, la impresión que produce de unidad, frente a una cierta dispersión de la personalidad varonil. O todo o nada es un axioma más femenino que masculino. Por la misma razón la presencia de la mujer une y armoniza. Muchos hombres solos no constituyen hogar, aun siendo hermanos y viviendo juntos; la presencia de una sola mujer es un aglutinante para que lo que era una especie de hotel se convierta en casa de familia...



          El conocimiento natural de muchas cosas útiles en la vida es otra consecuencia. El hombre no sabe sino lo que aprende. La mujer, en cambio, sabe desenvolverse frente a situaciones que nunca ha pen­sado antes, porque recibe la ciencia directa de su contacto con las cosas. Inmediatamente se dispone a dar una respuesta adecuada a lo imprevisto, no parándose a calcular sino estableciendo un contacto humano y directo con la realidad.

 

La capacidad de perfección en los detalles es típicamente feme­nina, como consecuencia de que las cosas más menudas impresionan a la mujer, mientras que pasan inadvertidas para el hombre. Un hombre ve durante días un cuadro torcido en su cuarto de trabajo, un montón desordenado de libros o papeles en un rincón, amon­tonarse el polvo sobre los muebles, y ni sufre ni le impresiona lo nece­sario para tomarse la molestia de arreglarlo. Una mujer no puede vivir cinco minutos en medio del desorden; como una respuesta vital entra en actividad ordenadora, de limpieza, de armonía menuda, que transforma el ambiente más pobre y sencillo en algo agradable y acogedor.

 

Pero el cuidado por los detalles y lo pequeño tiene su contrapar­tida. A veces, se dejan escapar cosas fundamentales, que pasan inad­vertidas, considerándolas como detalles o dándolas el mismo valor que a éstos. La jerarquización objetiva de las cosas y de los quehaceres, según el valor que tienen en sí mismas, es de más difícil captación para la mujer, que tiende a someterse a una ordenación meramente subjetiva, de donde resulta una facilidad para otra forma de desorden: la impuntualidad y el trastrueque de obligaciones, que tantas veces es motivo de disputas con el varón. Poner en orden pequeños detalles o terminar perfectamente su «toilette» es más importante que llegar a tiempo a una cita o exponerse a perder un tren. La mentalidad fría, calculadora y ordenancista del varón no comprende el otro orden de la mujer, dirigido por su afectividad.

 

Es disculpable que el hombre no comprenda bien el orden feme­nino, pero no lo es tanto que lo considere como desorden menospreciable. Es contra el menosprecio contra lo que se levantan los res­quemores, las rebeldías y las protestas, que inevitablemente inclinan a las mujeres a renunciar a su estilo femenino, para que, al adoptar el masculino, puedan hacerse valer en el mismo terreno apreciado por ellos. Esto es lo equivocado y falso. En primer lugar porque la mujer no podrá competir directamente en el terreno típicamente varonil; no posee armas iguales, y lleva las de perder. Y, además, porque la implícita renuncia a su condición femenina, siquiera sea parcial, es una deformación y una pérdida, no sólo para ellas, sino para la humanidad entera. Lo necesario es hacer valer lo femenino en sí mismo, arrancando el aprecio universal, sin otro título que el de su valor humano propio, lo mismo que es apreciado lo varonil.

 

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