Discernimiento de las vocaciones (II).- Ruta
Fecha Friday, 06 February 2009
Tema 050. Proselitismo, vocación


Discernimiento de las vocaciones de adultos

 

Por jacques delarue, Rector del Seminario de Vocaciones de adultos. París.

 

 

Las aptitudes.

 

Madurez afectiva.

La madurez afectiva debe ser tal que el individuo pueda compro­meterse, con suficiente conocimiento de causa, con la gracia de Dios, a guardar la castidad; Dios no quiere que nos entreguemos a él por sorpresa.

Para aclarar este punto yo diría que la perspectiva de la voca­ción debe aparecer al joven no tanto como uno de los caminos de la encrucijada a que ha llegado, cuanto como un más allá del ma­trimonio. Lo que me parece deseable es que haya llegado a ser ver­daderamente un hombre, en su cuerpo y en su corazón; que haya aprendido a ser verdaderamente dueño de sí mismo, que se haya plan­teado normalmente la perspectiva de fundar un hogar, que sepa que el matrimonio es algo grande y santo, y que sería posible para él; y que acepte renunciar a él con alegría para una entrega más total, porque se cree llamado por Dios a un Amor más alto. Entonces, cier­tamente, podrá suceder que conozca horas difíciles en su fidelidad a esta entrega primera, pero no se le ocurrirá poner en cuestión la validez de un dicho en plena luz. Sabe que para él la castidad es cuestión de Amor, el Amor mismo de Dios que ha con­sagrado, por su Espíritu Santo, la entrega libre que ha hecho de todo su ser...



Existe en cambio una cierta manera de alejar la perspectiva de matrimonio en nombre de la vocación, como si sólo se tratase de malos pensamientos, que encierra graves inconvenientes; puede im­pedir el normal desarrollo de todo un aspecto de la personalidad, y llevar al seminarista a la hora de los compromisos decisivos sin que haya alcanzado una madurez suficiente para saber a qué se compromete. Se preparan entonces días singularmente difíciles cuan­do el sacerdote joven o incluso de más edad, descubre, con ocasión de alguna relación derivada de su ministerio o de otro tipo —y esto ocurre a veces tan de súbito como un rayo—, que habría podido ser maravilloso para él fundar un hogar. Tiene entonces la impresión de no haber renunciado jamás a una cosa en que nunca había pen­sado, y pueden insinuarse en él entonces las peores tentaciones. ¿Quién de nosotros no conoce lamentables ejemplos?

Por eso -es por lo que, cuando se presenta ante nosotros una voca­ción en la edad adulta, debemos asegurarnos de que ha alcanzado una madurez de hombre, y debemos tener tanto más cuidado en esto cuanto mayor sea el individuo. Ciertamente una vocación auténtica puede manifestarse también a los treinta años, como a los veinte; este año tenemos en nuestra comunidad unas diez personas de más de treinta años, algunos de los cuales son extraordinarios; pero hay que averiguar por qué no se han casado, y entonces descubriremos un verdadero designio de Dios, o, en otros casos, constataremos una actitud negativa de fuga que nos invitará a hacer un examen más amplio. Ds una manera muy general, yo considero normal preguntar a un joven que toma contacto con el seminario si ha pensado en el matrimonio; la misma forma en que responde (sencilla y natural­mente o inquieta y precipitadamente), nos ayudará a ver si el joven se plantea estas cuestiones normalmente, a condición, no obstante, de que nosotros hayamos sabido hacer la pregunta sencilla y natu­ralmente, explicando si es preciso por qué consideramos útil hacerla. Hay que procurar que el infeliz candidato no tenga la impresión de ser sometido a un examen sobre una materia que conoce mal y en la que importa dar la respuesta exacta; es preciso que se sienta acogido en un clima de confianza, de amistad y de respeto.

Hay que señalar también en esta materia la utilidad de aclarar en el fuero interno la cuestión de las costumbres solitarias que consti­tuyen para algunos una dificultad duradera. Esta cuestión retendrá tanto más la atención cuanto mayor sea el individuo y más antigua la costumbre. Nos sorprende a veces que algunos sacerdotes en este caso aconsejen vivamente la entrada en el seminario, asegurando que ésto lo arreglará todo; esto no arregla nada, y aun cuando lo arreglase todo, habría que pensar si la vuelta al mundo, para ejercer el ministerio, no provocaría la vuelta de las mismas dificultades. En esta materia no es el ambiente lo que hay que cambiar, sino el "infeliz", puesto que no está destinado a vivir indefinidamente en el seminario. Se ha de examinar en cada caso lo que significa esta persistencia de las dificultades y tratar de discernir los medios de superarlas. Todo esto en un clima de confianza y de paz, guardándose muy bien de que parezca que se hace depender la decisión sobre la vocación de este único elemento.

Por último puede suceder que se presenten hombres en la ple­nitud de la vida, que han vivido durante un cierto tiempo una vida borrascosa, de la que se han arrepentido sinceramente. Es necesario asegurarse entonces de la antigüedad y de la estabilidad de este cambio de vida. Hay que ayudarles a distinguir lo que ha sido una conversión a Cristo, es decir, una vocación a la vida cristiana, una vocación a la santidad, de la vocación sacerdotal; es preciso exigir el tiempo de una verdadera etapa de vida cristiana que les permita distinguir bien los planos, vida cristiana y vocación sacerdotal, y que permita al propio tiempo asegurarse de la estabilidad de la con­versión. Pero si estos convertidos presentan su situación con toda humildad y sinceridad, si dan pruebas de haber hallado un verdadero equilibrio en la vida cristiana, pueden ser legítimamente admitidos. El recuerdo de San Agustín y del P. Foucauld puede ayudarnos en este sentido. Pero esto es excepcional.

En todo caso, cuanto más delicada parece una situación, más con­veniente es recurrir a la experiencia de sacerdotes del seminario que podrán, en unos ejercicios, ayudar a los que se presentan a discernir con exactitud su vocación, en cooperación con los sacerdotes que les han conocido en las diferentes etapas de su vida. No hay que esperar al último momento para pedirnos nuestra opinión; es preferible pedir esta colaboración desde el primer día, precisamente para iluminar la decisión que se ha de tomar, las orientaciones que hay que recti­ficar. Pienso en aquel hombre de 36 años, muy notable en muchos aspectos, que vino hace alrededor de un mes a hacer unos ejercicios en nuestro seminario; su decisión vocacional había sido tomada hacía ya cinco años, tenía entonces 31, y sólo motivos de orden familiar le habían impedido realizarla; creo que si se le hubiese puesto en relaciones con nosotros hace cinco años, se le habría hecho un gran servicio, porque el vicario que nos lo presentaba, que por lo demás es un hombre excelente y de buen juicio, carecía de ciertos elementos de discernimiento en los cuales hubiéramos podido ayudarle; ha­bríamos podido contribuir así a lograr que estos años de espera hu­biesen sido mucho más ricos y le hubiesen preparado mucho más positivamente para el ingreso en el seminario.

 

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