Discernimiento de las vocaciones de adultos
por jacques delarue,
Rector del Seminario de Vocaciones de adultos. París.
Lo que vamos a decir supone ya estudiados los fundamentes doctrinales. Ahora se trata de entrar en el terreno de los hechos para ver cómo hemos de realizar, prácticamente, este delicado discernimiento de las vocaciones de adultos.
Hablaré con gran libertad, y en ocasiones aludiré a ciertas posturas de sacerdotes que no siempre han sido muy acertadas desde el punto de vista pastoral. No se trata en absoluto de juzgarlos o condenarlos; nosotros mismos somos los primeros en haber tenido nuestras experiencias, en haber cometido un cierto número de errores; pero yo creo que haber constatado que eran errores y decirlo, puede servir de algo y evitar que otros los cometan también. Con este espíritu me expresaré a lo largo de este trabajo.
Por otra parte, hablaré sobre todo, claro es, en función de nuestra experiencia de París. Pero tendréis representantes de casas de vocaciones tardías de otras regiones que podrán aportar los complementos o adaptaciones necesarias...
Por vocaciones de adultos entendemos, en este estudio, las de aquéllas personas para quienes se plantea la cuestión del posible ingreso en un seminario, después de pasada la adolescencia, es decir —tal es nuestra norma en Morsang—, quienes han alcanzado la edad de 18 años, por lo menos, o más exactamente, quienes han acabado su preparación para la vida adulta y que llegan a la edad de las orientaciones decisivas, la edad en que normalmente un muchacho piensa en el matrimonio al propio tiempo que decide sobre su profesión; lo cual, para cierto número de personas, se sitúa más bien pasados los veinte años.
Examinaremos sucesivamente los dos puntos en virtud de los cuales aclara la Iglesia la noción de vocación antes de pronunciar su llamada, que es su último elemento, a saber, lo que tradicionalmente se denomina recta intención y aptitudes. Veremos que se puede definir la rectitud de intención como una libre disposición a dar su vida, con conocimiento de causa, para realizar lo que la Iglesia pide a sus sacerdotes; se tratará, pues, ante todo, en este terreno, de iluminar la libertad para que sea verdadera libertad al dar el paso decisivo, que nos guardaremos siempre de determinar en su lugar. En cuanto a las aptitudes, cuidaremos de que alcance la madurez necesaria, madurez de hombre y madurez de cristiano, para que el individuo sea capaz de encargarse de la cura de almas.
Es evidente, por otra parte, que estos elementos esenciales no son requisitos de las vocaciones tardías únicamente; ninguna vocación, cualquiera que haya sido su origen o su formación, podría emprender prudentemente las etapas decisivas de la ruta del sacerdocio, es decir, desde el diaconado, sin haber alcanzado esta madurez y esta libertad. No obstante, aquí contemplaremos el caso en que la realización de una vocación, aun cuando su idea primera se remonte a un período muy anterior, se plantea a la edad en que un muchacho llega a su período de madurez.
LAS APTITUDES, SIGNOS NECESARIOS E INDISPENSABLES
Si comenzamos por las aptitudes es porque son los elementos fundamentales de toda vocación, aun cuando en la práctica pastoral aparezcan, con excesiva frecuencia, relegadas a segundo plano. M. Damez afirma que sólo son excepción los individuos que llegan a nosotros porque la cuestión de la vocación les haya sido planteada por un sacerdote; la inmensa mayoría de los que vienen al seminario, han expresado ellos mismos su deseo de hacerlo. Parece —lo veremos en otro trabajo al estudiar la pastoral— que existe toda una actitud pastoral de las vocaciones que consiste en abrir a la perspectiva del sacerdocio a los que son capaces y, a la inversa, en no considerar precipitadamente que quienquiera que expresa el deseo de ser sacerdote, tiene necesariamente una vocación que viene de Dios. Son demasiados los sacerdotes que creen, al parecer, que el deseo de ser sacerdote, manifestado por un joven, constituye por sí sólo la vocación. Pienso en aquel buen hombre, vocación muy tardía, que vino a buscarme muy contento, de parte de un sacerdote muy celoso de vocaciones, que le había dicho concluyendo la breve conversación que había tenido con él, diciéndole: "En todo caso, Vd. tiene vocación".
No era asi, tenía el deseo de ser sacerdote, que no es lo mismo; es un elemento necesario el querer, pero no el único, y si faltan otros elementos no menos necesarios, no hay vocación; esta afirmación de principio por parte del candidato no podía impedir, evidentemente, mi tarea de profundizar un poco más.
Otro ejemplo: un candidato al sacerdocio que había alcanzado la edad adulta, había hecho dos pruebas sucesivas en dos seminarios netamente diferentes —en un caso era una sección anexionada a un seminario menor; en el otro, se trataba de un seminario de adultos—; puede resultar útil en ocasiones obrar así, para aclarar un caso, si un individuo no ha hallado su puesto en una fórmula concreta. Pero habiendo sido estas dos pruebas absolutamente concordantes para decidir su ineptitud, este muchacho encuentra un sacerdote que le deja pensar en una tercera prueba, por la sola razón de que el muchacho expresa el deseo de hacerla. Todos conocemos a estos postulantes incansables, cuya obstinación no podríamos confundir con el puro impulso de la gracia de Dios. Ciertamente, el deseo del sacerdocio expresado por un joven, debe ser siempre acogido con respeto y benevolencia, cualesquiera que sean sus manifestaciones, a veces torpes; pero aún en las hipótesis más favorables, no es nunca más que un punto de partida que nos invita a examinar y a formar las aptitudes y a explorar este mismo deseo, muchas veces parcial, cuando no está falseado.
a) Los datos evangélicos.
Para justificar mi insistencia en la prioridad de las aptitudes, me apoyaré en el Evangelio y en la Iglesia. Las vocaciones que vemos en el Evangelio y que corresponden exactamente a lo que hoy llamamos vocaciones de adultos, se caracterizan generalmente por el llamamiento de Jesús, que, con pleno conocimiento de causa —"sabía lo que hay en el hombre"— invita a Felipe o a Mateo, a seguirle... No poseemos la divina intuición de Jesús, pero debemos esforzarnos con su gracia por unir nuestra mirada a la mirada penetrante que dirige a cada cual, a fin de poder, nosotros también con conocimiento de causa, invitar a Pedro y a Pablo a seguirle.
En cambio, cuando alguien se presenta espontáneamente para unirse al número de sus discípulos, vemos a Jesús habitualmente reservado; invita a medir los renunciamientos que supone el deseo así expresado de seguirle: «Maestro, te seguiré dondequiera que vayas». «Las raposas tienen cuevas, responde Jesús, las aves del cielo, nido; pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza». «Te seguiré, Señor, pero déjame antes despedirme de los de mi casa». «Nadie que, después de haber puesto la mano sobre el arado mire atrás, es apto para el Reino de Dios» -. A veces incluso, más radicalmente aún, Jesucristo no permite que le sigan los que se proponen a si mismos, y les invita a permanecer en su puesto: su vocación es otra. Así el endemoniado de Gerasa. El hombre le suplicaba quedarse con El, pero El lo despidio.
También nosotros tenemos esta función de ilustrar sobre las verdaderas exigencias de tal orientación a quienes se proponen a sí mismos, e incluso a veces hemos de desviar del sacerdocio a quien no consideramos llamado a él por Jesús, a fin de que realice el verdadero designio de Dios.
b) La enseñanza de la Iglesia.
La propia Iglesia, cuando habla de vocaciones, confía a sus sacerdotes el cuidado de desempeñar el mismo papel del Señor al discernir y llamar a sus Apóstoles. Dos ejemplos bastarán: Pío XII en la Exhortación Mentí Nostrae, enfoca expresamente desde esta perspectiva, las vocaciones:
La elección de los candidatos al sacerdocio (hay que elegir, discernir, llamar, no se trata aquí de los que se presentan, como si fuese preciso ir tras ellos), debe ser cuidado particular de todos los sacerdotes que deben interesarse por hallar y prepararse un sucesor (no solamente discernir, sino formar), especialmente entre los que prestan su ayuda al apostolado. Aun cuando éstos lleguen tardíamente al sacerdocio, con frecuencia están armados de más firmes virtudes, habiendo sufrido ya la prueba, fortalecido su corazón al contacto con las dificultades de la vida y colaborado en obras estrechamente ligadas al ministerio sacerdotal.
El mismo tema es desarrollado más netamente aún por el Cardenal Feltin, en la conferencia a sus sacerdotes en los retiros pastorales:
No se olvide jamás que la vocación es una llamada. Nuestro Señor no ha esperado que los apóstoles se presenten ante él ofreciéndose para seguirle; les ha dicho: dejad ahí vuestras redes, venid. El Obispo tiene la misión de llamar a los nuevos apóstoles, pero vosotros, sacerdotes, sois, en vuestras parroquias, en vuestros colegios, en vuestras obras y movimientos, los representantes del Obispo para esta llamada... La experiencia demuestra que no son siempre los que más desean y por sí mismos, el sacerdocio, los más aptos para él. A veces esta idea está falseada en la psicología del individuo por elementos que no son puros; en cambio, puede haber jóvenes de 18 a 25 años, equilibrados, bien dotados humana y cristianamente a quienes nunca se les ha ocurrido esta idea de modo preciso y personal, ni se les ha propuesto explícitamente. Convendría, pues, cuando un sacerdote conoce con la suficiente profundidad a un muchacho y halla en él las cualidades necesarias, que le haga ver la posibilidad del sacerdocio como una de las posibles orientaciones de su vida; todo esto en un clima de gran libertad.
Pero para hacerlo con entero conocimiento, el Cardenal Feltin recomienda que se aclare primero, con precisión, la cuestión de las aptitudes. ¿Cuáles son, pues, estas aptitudes?
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