EL CRITERIO DE UNA AUTENTICA VOCACION (IV)
Por Marcel Devis Rector del Seminario de Post-Curé La Cliesnoye-Cuise-la-Motte (Oise).
El Rector o director del seminario.
Es en gran parte el grupo de superiores del foro externo, el que crea en el seminario un clima favorable al desenlace de las crisis particulares y singularmente a la elección definitiva. Pero el Rector, al que las costumbres en vigor en nuestros seminarios de Francia dan el cargo de verdadero director espiritual colectivo, tiene también un papel importante que desempeñar en la maduración de las decisiones. Lo hace sobre todo por los contactos individuales y por la lectura espiritual...
No faltan superiores que la miran (y nos parece que a muy justo título), como un maravilloso instrumento de formación. Y, gracias a Dios, no faltan seminaristas que comprenden, incluso hic et nunc, cuánto les ayuda. Un joven sacerdote que había tenido sucesivamente dos superiores muy conspicuos, decía hablando de la lectura espiritual: «Era verdaderamente el mejor momento del día». Nos parece que tiene una eficacia particular en el tema de que tratamos. No es ni un curso de teología ni un curso de espiritualidad, aunque no pueda desinteresarse de la una ni de la otra. Al contrario, no se limita a tratar temas de actualidad ni a subrayar las exigencias del reglamento o a hacer ver las faltas, a discutir, como decía un superior, «señales rojas y señales verdes». Evita ordinariamente el género trágico, que crearía una atmósfera de tirantez; el género cómico, que perjudicaría la seriedad, aunque no desdeña sonreír; se aleja siempre del género grandilocuente, que haría recaer en lo peor de los cómicos, comicidad inconsciente; no es pedante ni incluso sabia, porque llega en un momento en que los oyentes tienen motivos para estar cansados. «Ella habla» como dice la gente. Lo que no significa que hable a tontas y a locas de todo y de nada, sino que abordando sin pretensiones y muy libremente un tema vital para futuros sacerdotes, se apoya para ello naturalmente en la actualidad de los hechos y de las ideas, las observaciones de una sicología preferentemente empírica, la experiencia interna del conferenciante y de los oyentes, el amor vivo de Jesucristo y de su Iglesia, las preocupaciones del Reino y el misterio de un mundo sin Dios, Es una vieja que no dice todo lo que sabe, pero que delante de sus hijos piensa en alto con sencillez y bondad y que sin tener cara de nada, les pone montones de preguntas en las cuales quizá no hubieran pensado pensar en voz alta y proponer preguntas; eso puede ser en definitiva lo que mejor la define. A los seminaristas no les faltan ocasiones de contacto con el papel impreso y ocurre que les acecha un peligro de indigestión. Pero el contacto con un alma viva que se ha dado cuenta «cuan dulce es el señor», y qué serias son sus exigencias, que ha luchado y sufrido y puede ser que dudado, pero que sabe afrontar decidido sus luchas y sufrimientos con humor, he ahí lo que desean inconscientemente y lo que les es beneficioso. Sin duda desean menos que se les hagan preguntas; pero, ¡cuánta necesidad tienen de ello! ¿Cuáles de sus ideas han sido escogidas libremente por ellos? Han sido formados en la infancia, y esto está bien; pero a través de esta formación, por cuántas escorias han pasado, cuántos «prejuicios» del medio ambiente han hecho cuerpo en su fe, cuántos «bloqueos» se han producido entre su vocación sobrenatural y los deseos de llevar una vida «eclesiástica», cuántos slogans incontrolados les han sido impuestos inconscientemente, y cuántos axiomas pretendidos también, que a veces no son más que slogans que tienen larga duración. Ha llegado para ellos la hora de dilucidar su religión, de comprobar sus convicciones, de romper los oropeles para que aparezca nítida la. línea pura arquitectónica de su fe en Jesucristo. Es en gran parte la lectura espiritual la que opera la desoxidación necesaria; es en ella, al menos, donde ordinariamente comienza. Próbate spiritus si ex Deo sunt; importa poner todo en su punto: «el hombre espiritual juzga de todo, y no depende del juicio de nadie», escribe San Pablo (1 Cor., 2, 15).
Se dirá, esto es peligroso. Toda acción es peligrosa, pero es aún más peligroso no hacer nada. Y además, no exageramos nada: el peligro es limitado y nadie se extravía cuando tiene para iluminarse el Santo Evangelio, la enseñanza de la Iglesia, los maestros que han vivido la misma experiencia dolorosa de descriminación. ¿No será esto más peligroso dentro de diez o doce años, cuando las cuestiones no resueltas se impondrán por sí mismas, cuando pudiera ser que no tuviese los mismos auxilios para resolverlas, cuando las tentaciones serán por el contrario punzantes? ¿No encontramos a veces sacerdotes que dicen, «¡si yo hubiera sabido!»? ¿De qué servirá negarlo o fingir ignorarlo? Esto es lo que conseguiremos si concebimos el seminario como un «protege-vocaciones», cuando en realidad es en primer lugar una prueba, si se coloca a los seminaristas únicamente ante la obligación de guardar un tesoro que piensan que han recibido en vez de incitarles a preguntarse si lo han recibido bien; si, incluso, juzgamos ligeramente de las salidas del seminario como “deserciones” solamente Dios que escruta los ríñones y los corazones tienen el derecho de pronunciar esta palabra.
No es, desde luego, un signo de salud para una casa, el no registrar jamás una nueva orientación; esto puede significar que los problemas que deberían haber sido planteados, han sido vistos de antemano resueltos cuando se les ha eludido.
La lectura espiritual no dispensa al Rector del contacto personal con los seminaristas. Su papel no es el de director de conciencia, pero no se limita sólo a conceder o negar permisos. Incluso en este terreno existen maneras y modos. Se trata menos de asegurar un orden exterior, evidentemente siempre necesario, que de formar libertades. Lo más frecuente es, ante una petición de permiso que no es pura fórmula, o ante una propuesta de iniciativa en el seno de la comunidad, que el superior adopte de repente una actitud de acogida, si el seminarista es un hombre, no es verosímil que venga a priori a hacer una propuesta no razonable; si todavía no es un hombre, no será una manera de hacerle llegar al estado de adulto el darle la impresión de que no se quiere dialogar con él.
En cualquier caso, se le trata como a un hombre, se comprende su punto de vista, se subraya ante él tal aspecto de la cuestión que ha podido escapársele, se le explica el punto de vista del superior que puede ser diferente del suyo, no simplemente porque los dos estén a diferente lado de la mesa, sino porque el que tiene la responsabilidad del bien común debe tener en cuenta más datos que el que quizá no ve más que un sector muy reducido; y se le pide al mismo sacar las conclusiones. En estas condiciones será muy raro que tenga que «imponer su autoridad»: no se dudará hacerlo en algunos casos extremos, pero será entonces señal de que la madurez del seminarista es aún muy pobre. ¿Significa esto disminuir la importancia de la obediencia? Efectivamente, si la obediencia perfecta consiste en obrar sin entender. Pero si es una adhesión cordial, filial y por tanto inteligente a la voluntad divina, que el superior y el subordinado buscan humildemente juntos, no se la ha desvalorizado, sino humanizado y educado. Vendrá el momento en que el seminarista habrá de decidir por sí mismo, y en primer lugar el instante en que deberá orientar para siempre su existencia, y apostamos que esta educación no le habrá sido inútil.
Tampoco son inútiles las entrevistas, espontáneas o provocadas, que podrá tener con su superior. Los seminaristas tienen el derecho de saber lo que se piensa de ellos y de no arrastrar detrás de sí. toda su vida, un expediente del que ellos ignoran el contenido. Tienen derecho también a expresar libremente sus deseos, sus esperanzas, sus aspiraciones; lo hacen ante el director de conciencia, pero no está mal que tengan igualmente la ocasión de hacerlo ante su superior que es el delegado de su obispo; lo desean legítimamente y se muestran asombrosamente confiados. Estaría bien que nosotros estuviésemos enteramente disponibles para «perder el tiempo» con ellos. En primer lugar se crea confianza y se les escucha; de ordinario, tienden a pensar que no les conocemos sino superficialmente, y ellos no tienen siempre la culpa.
¡Cuántas veces hemos tenido ocasión de modificar o de completar una opinión muy ligera sobre un seminarista al término de una conversación tenida con él! No es que la impresión que nos da la observación externa sea necesariamente falsa, pero es parcial y no llegamos al alma. Solamente el contacto verdadero de hombre a hombre, es capaz de hacer presentir, y únicamente a aquel que sabe escuchar, las luchas y las victorias, los prejuicios y las ideas justas, los centros de interés y los «complejos», y el pasado que ilumina el presente y las reacciones de hoy que auguran las de mañana. Y, naturalmente, nos pondremos a hablar de sus deficiencias y de sus triunfos, no para amonestarles o alabarles, sino para discutir con ellos, para ayudarles a tomar conciencia de lo que serán mañana en función de lo que son hoy, para confrontar también nuestro juicio, siempre falible, con su opinión lealmente expuesta que, a veces, puede ser muy clara.
Todo esto creará claridad, de la que nosotros tendremos necesidad en primer lugar y matizaremos impresiones fugaces expresándolas, y en ellos habremos hecho posible una verdadera introspección que será un factor de madurez: reflexionarán sobre el punto de vista que han tenido con nosotros, hablarán de ello con su director de conciencia, confrontarán el juicio del foro externo con el del foro interno, diversamente esclarecido; y, llegado el momento, verán con más claridad y serán más libres ante la elección decisiva. Pero seamos realistas, tal confianza recíproca no se improvisa; requiere para establecerse meses y a veces años; dichoso el seminarista que ha sido «seguido» durante toda su vida de seminario, no sólo por el mismo director, sino también por el superior: conservará esta impresión toda su vida.
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