El criterio de una auténtica vocación.- Ruta
Fecha Wednesday, 21 January 2009
Tema 050. Proselitismo, vocación


 EL CRITERIO DE UNA AUTENTICA VOCACION

 

Por Marcel Devis Rector del  Seminario de Post-Curé La Cliesnoye-Cuise-la-Motte (Oise).

 

Tratamos en primer lugar de decir cómo es posible descubrir con suficiente certeza el carácter sobrenatural de una vocación. De buena gana nos propondríamos el siguiente criterio: Ha habido en la vida interior del sujeto "una hora H", en el curso de la cual ha colocado su vida con plena conciencia ante Dios en la madurez de su fe, y al término de la cual ha optado libremente por un sacerdocio o la vida consagrada cuyas exigencias percibía claramente. Se da entonces un verdadero acontecimiento espiritual que, bien seguro, puede prolongarse durante muchas semanas o muchos meses; que a veces se presentará súbitamente como un camino de Damasco o una intuición bergsoniana; que será siempre el resultado de un largo camino interior; que constituirá un punto de referencia en el curso de la duración de la existencia. Intentemos detallar en qué condiciones puede producirse tal suceso...



Los criterios para determinar una autentica vocación son tres: Una fe adulta. Libertad interior. Una visión clara de la consagración a Dios.

 

Una fe adulta.

Supone en primer lugar la madurez de la fe. ¿Qué quiere decir esto? Una fe madura, o, como se dice hoy, una fe adulta, es, en primer lugar, según nos parece, una fe despojada de todas las representaciones infantiles. Estas son múltiples, pero la que nos parece ser más peligrosa para el sujeto de que tratamos es una representación sentimental y romántica. En la formación del futuro sacerdote o consagrado, se dan con frecuencia llamadas a la generosidad. En la infancia y en la adolescencia, esto es normal. Es normal incluso en cualquier época de la vida, a condición de que se sepa de qué se habla, y que la generosidad de un hombre no es más que análoga con respecto a la generosidad de un niño. De lo contrario, estamos en un pleno equívoco. Al hablar de generosidad, el educador pensará —por lo menos así lo esperamos—, en la decisión de una voluntad fría y lúcida que responde con el esfuerzo perseverante a las llamadas de la gracia divina; que no le desaniman, ni la sequedad interior, ni las tentaciones, ni las decepciones, ni siquiera un momento de fatiga o una noche de insomnio. ¿Será cierto que el dirigido lo entiende de este modo, y que no llama generosidad a cualquier entusiasmo juvenil, a cualquier ardor ficticio o a cualquiera impresión de sentirse «hinchado»? Dios no es un agente electoral: no hace la llamada a nuestro nerviosismo ni a nuestra facultad emocional, sino a lo que hay en nosotros de más íntimo, de más secreto y que es su imagen. No nos coge a traición, aprovechando el fervor de un retiro o de una de esas blancas comuniones donde uno se siente grandemente «consolado», para arrancarnos una decisión que se dejará sentir en nosotros durante dos o tres años; estos son procedimientos de propagandistas y de  tribunos que «manejan» multitudes. Dios no nos «maneja», precisamente porque nos respeta: nos propone un don, sin duda con la insistencia de su amor, pero también con la soberana reverencia que El usó antes con la Virgen en la Anunciación y de la que sólo El es capaz.

 

Le interesa más la libertad interior de nuestra respuesta que la rapidez, y le gusta más la voluntad dolorosa que no se rinde, como Jacob, más que después de la pelea con el ángel, que la «generosidad» juvenil que cree comprometerse aun cuando en realidad se deja arrebatar. Una fe madura, es también una fe que posee un sentido auténtico de Dios. Ni el dios de las mitologías paganas, ni el dios de los filósofos, ni aún el dios de los judíos, sino el Dios de Jesucristo. El primero es un tirano o un fetiche útil; el segundo no es más que una idea; el tercero es un contable. El Dios de Jesucristo es transcendente, es el Vivo, es el Dios que se da por nada. El candidato al sacerdocio, ¿ha encontrado al Dios de Jesucristo? ¿Estará libre de un cierto providencialismo más pagano que cristiano, que le dispensa de tomar la responsabilidad de su propio destino y adorna con el nombre de confianza en Dios lo que no es más que política de avestruz? ¿Se ha acercado en la oración al misterio de Dios vivo, interior a nosotros mismos al mismo tiempo que inaccesible y, sobre todo, ha sabido volver a encontrar, sin «iluminismo», en la línea sinuosa de su pasado la acción infinitamente discreta de ese Otro que le lleva a donde él no quiere ir? ¿Ha comprendido, en fin, que uno no hace mercado con su Padre, que no se trata con El de igual a igual, que la singular alianza entre Dios y el hombre no se puede recopilar porque Dios da todo gratuitamente y sólo le interesa la aceptación incondicional del hombre? ¿Lleva a la realidad el que cuando Dios señala a uno de sus hijos para una misión, se trata de tomar o dejar, y no de calcular lo que se reservará de tiempo, de gustos, ocios, dinero y, si «tendremos derecho» a esto o aquello, porque después de todo «no somos monjes»? Si se entiende bien, no hay verdadero cristianismo sin este sentido del Dios de Jesucristo; pero no se podrá adquirir sin mucha búsqueda, y cuando se cree poseerlo se está aún muy lejos. No podrá ser más que el fruto de la experiencia religiosa de toda una vida. Pero «maduro» no quiere decir «perfecto», y es necesario a lo menos que el candidato a las órdenes se haya colocado en el verdadero camino para que ande todos los días de su vida por él, lo que de seguro no hará si no ha salido aún de los falsos senderos por los cuales no se encuentra más que a un Dios de estatura humana o a una abstracción.

 

Para un católico, la fe no está madura tampoco sin un sentido exacto de Iglesia. ¿Se ha repetido lo suficiente que los jóvenes no tienen aún sentido de Iglesia? Los antiguos, que han obedecido, ¡Dios sabe con qué impulso!, las consignas de León XIII y de Pío XI, lo tenían. ¡Seamos formales! Ha habido, en la década que se inauguró con la segunda guerra mundial, una fermentación que llevaba en sí promesas e inquietudes. ¿Había decaído el sentido de Iglesia? Digamos que, buscando otra forma y una expresión nueva, le había ocurrido que se había extraviado en su búsqueda y esto ocasionó un gran daño. Pero la vuelta que dispensaba de búsquedas fatigosas estaba tomada y la fórmula encontrada. Es por tanto notorio que los seminaristas y consagrados de hoy se parecen demasiado poco, en este punto y en bastantes otros, a sus hermanos mayores de ayer. Si el sentido de Iglesia se resumiese en el sentido de obediencia, no dudaríamos en decir, apoyándonos en nuestra experiencia personal y en la de cierto número de nuestros colegas, que nuestros jóvenes tienen sentido de Iglesia. Pero precisamente, la obediencia no lo es todo, e incluso sería muy poca cosa si se confundiese simplemente con el sentido de la disciplina. El sentido de Iglesia es el sentido del misterio de Cristo prolongándose en el misterio de la Iglesia. Como su Jefe divino, la Iglesia trasciende todas las miserias humanas: su ser de gracia que reaviva el Espíritu Santo, la Revelación, cuyo depósito posee, su constitución jerárquica, su misión de salvación, sus sacramentos, todo esto está fuera del alcance de las Puertas del Infierno. Pero, como Jesucristo mismo, la Iglesia está inmersa en el tiempo, está sometida a la triple tentación del desierto, se siente ofendida por los ataques de sus enemigos y desfigurada por las faltas de sus miembros, lleva en su carne el pecado del mundo. Es esencial a una fe adulta percibir estas distinciones: Cuan penoso es..., y cuan extraño, encontrar sacerdotes, que hubieran debido estudiar con lucidez la historia de Alejandro VI y de Julio II, y que están literalmente escandalizados ante lo que encuentran de «humano» en la Iglesia, que caen en el escepticismo, o peor aún, se refugian en una apologética insostenible. El sentido de Iglesia no tiene nada que ver con la ceguera, y está en el polo opuesto de lo que se ha llamado muy justamente un «monofisismo eclesiástico». Pero no basta ver claro; como el misterio de Cristo, el misterio de la Iglesia se vive. No se tendrá una fe firme en el Cuerpo de Cristo, si no se es verdaderamente miembro de Cristo, dicho de otro modo, si no se vive personalmente en sí mismo el trágico enfrentarse de Dios y de Satán, que el Señor, «hecho pecado por nosotros» (2 Co.r., 5, 21), ha experimentado en su carne. Y es que cada cristiano hereda a la vez de los dos Adan, participa en la equivocidad de la situación de la Iglesia terrestre, y no sabría sin hipocresía atrincherarse en un angelismo ilusorio. La peor de las tentaciones contra la Iglesia es la que incita a juzgarla por lo externo, a negarse a llevar en ella la cruz y el pecado del mundo, pues no hay más segura manera de apartarse de su regazo; esta fue la tentación de Lutero y de todos los reformadores. Por el contrario, un seminarista y consagrado que, no solamente ha hecho las distinciones necesarias, sino que también ha «realizado» el lugar que ocupa en el Todo, que sufre verdaderos males del Cuerpo del que es miembro, que se reconoce solidario, y por una parte responsable, que ama a la Iglesia con celoso amor, tanto más cuanto que ve mejor sus llagas, que se alegra de toda manifestación del Espíritu y que está resuelto a no trabajar más que por el reino, tiene grandes posibilidades de poseer una fe adulta.

 

Digamos, en fin, que está madura la fe cuando tiene el sentido de la redención. No se trata solamente de creer que Jesucristo ha muerto por nosotros, sino que era necesario que muriera por nosotros. Dicho de otro modo, es preciso haber experimentado, y no solamente haber creído con fe teórica, que todos los valores humanos, tienen necesidad de ser rescatados porque todos han sido desfigurados por el pecado. Y esto no es tan fácil para nuestros seminaristas y consagrados. Han recibido una cultura «humanista» que, si no ha llegado a un conocimiento completo del griego y del latín (¡lo que es muy de lamentar!), ha dejado atrás de todas maneras cierta visión del mundo, a la que falta mucho para que sea cristiana. Además, nuestros seminaristas y consagrados son de su tiempo y están necesariamente influidos por el cine y la literatura de hoy, por la fascinación del confort y el atractivo de lo fácil, por todas las manifestaciones del poderío humano que hacen posibles los progresos científicos. Con frecuencia, todo esto se armoniza mal con la formación ascética que reciben por otra parte: hay yuxtaposición, pero, al menos que se vigile, no hay síntesis. El riesgo es grande en dos sentidos: o bien se pretenderá dar al mundo un no definitivo y, rehusando conocer los valores de los que es portador, se aislará de él replegándose en sí sobre el pequeño grupo de exilados; o bien, quizás más frecuentemente, algunos años de ministerio quitarán el tinte espiritual que el seminario había impuesto, y el mundo recobrará de una manera o de otra lo que es suyo. Y estos rescates se denominarán eclepticismo de la vida, laicización del pensamiento, estetismo y diletantismo, abandonos de toda clase y, en definitiva, esterilidad de la vida sacerdotal y consagrada.

 

Una fe madura es una fe «sintetizante». No rechaza los manjares terrestres; los juzga, los escoge, los purifica, los santifica y, en fin de cuentas, los vuelve a su destino inicial que es procurar la gloria de Dios sirviendo a la salvación de los hombres. Evidentemente no acabará jamás de desembrollar lo humano; además no es cuestión de pedir al clero joven el haber conseguido edificar su síntesis definitiva. Pero se le debe preguntar si ha hecho la unidad de su vida y de su mundo interior, y si, al menos con la voluntad, ha excluido el conservar en él una porción pagana donde la cruz jamás será implantada.

 

Lucidez que excluye todo arrebato, sentido de Dios y sentido de Iglesia, visión del mundo y del hombre enfocados a la luz de la redención, tales nos parecen ser las características esenciales del género de fe adulta que necesita un seminarista y consagrado para que conozca la experiencia interna de donde brotará su decisión irrevocable de asumir la carga de su consagración. Pero esto no basta. Es preciso además, en el plan psicológico, una libertad tan completa como sea posible y, en el campo conceptual, una visión clara de lo que es la consagración a Dios.

 

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